Sanz Irles se acoge al procedimiento del territorio inventado (en su caso el pueblo de Leontiel), que en los grandes creadores refuerza la concepción de la literatura como arte fundacional y en cierto modo autónomo. Aunque son múltiples los referentes, las fugas hacia la realidad de la novela, prima el carácter de artefacto literario de lo que estamos leyendo, que es un mundo hecho de palabras. Esto ocurre, en verdad, en toda obra literaria, pero en Leontiel las dos facetas están acentuadas: la del mundo exclusivo que hay en la novela y la del entramado verbal (rico, potente, deslumbrante) que lo construye y sustenta.
Me consta que, para la población de Leontiel, Sanz Irles no se inspira en el Macondo de Gabriel García Márquez (estaría más próximo, aunque sin identificarse con ellas, a la Yoknapatawpha de William Faulkner o la Santa María de Juan Carlos Onetti), pero en mi experiencia de lectura hubo algo poderoso que me gustaría revelar: de pronto, metido ya en la novela, me asaltaron las mismas sensaciones inaugurales que cuando leí Cien años de soledad a los dieciséis años. Toda la desgana, y confieso que el desdén, que en las décadas posteriores he venido acumulando contra la literatura de García Márquez se disiparon para reencontrarme con el lector puro que fui: y esta alquimia es mérito de Sanz Irles. Para poner algo más en situación a los posibles lectores, añadiría que junto con Faulkner y Onetti (y aquella percepción primitiva de Macondo), en Leontiel habría aires del Camilo José Cela tremendista, del Miguel Delibes de Los santos inocentes, del Gonzalo Torrente Ballester de Los gozos y las sombras o de El Gatopardo de Lampedusa. Sin que ninguna de estas aproximaciones agote la originalidad de la novela de Sanz Irles, que incluye ciertos raptos de puro entusiasmo por el mero hecho de narrar.
Una manera de definir Leontiel, creo que bastante precisa, es diciendo que se trata de toda una saga desarrollada y resuelta en menos de trescientas páginas. Un material que podría haber dado para varios tomos, no en vano cuenta la vida de tres generaciones, el autor lo concentra en uno solo y no excesivamente extenso: con la consecuente ganancia en intensidad y abundancia de acontecimientos que, sin embargo, no se ofrecen atropelladamente, sino con un pulso a la vez vibrante y majestuoso.
La saga en cuestión es la de la familia de los Montero-Estella, también mencionados de acuerdo con su contracción: los Montella. La frase con que comienza la novela da la clave absoluta de la misma: "Los Montero-Estella han mandado siempre en Leontiel". Hay una familia de poderosos y un lugar en el que mandan. Del lugar se dan indicaciones suficientes como para que sepamos que está en el noroeste de España (hay una población concreta altamente candidata como inspiradora, pero su deducción se la dejaré a los lectores).
Y hay otro elemento en la frase: ese "siempre", que marca el aliento temporal de la narración. Por un lado, se presenta como mítica la fundación de la estirpe por parte de Lorenzo Montero y Leonila Estella (obsérvese en los apellidos la ambición de totalidad: el primero remite a la tierra, a los montes; el segundo al cielo, a las estrellas), que se relaciona –con metáforas justificadas por el narrador– tanto con el desembarco del Arca de Noé y, antes aún, con el paraíso primigenio ("Adán y Eva parecían"), como con la fundación de Roma ("lobas capitolinas). Por el otro, el pueblo mismo parece estar sustraído a la historia: "En Leontiel las cosas pasaban despacio. Tanto que hasta se podía pensar que no pasaban. Tanto que ni siquiera la historia parecía conocernos y los cambios que trastocaban muchos pueblos cercanos, de los que a veces teníamos noticia, daban un azarado rodeo para no entrar en el nuestro y retomaban su curso una vez esquivado". Esta situación ahistórica del pueblo se subraya con el punteo de alusiones a lo que va pasando fuera: la revolución rusa (los Montero-Estella llegan a Leontiel en 1917), la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la guerra civil, el franquismo, la democracia...
Como dijo Carlos Mayoral en la presentación de Leontiel en Madrid, los dos ejes de la novela son el poder y el estilo: el poder por el tema principal; el estilo por el ropaje verbal con que el autor lo viste: una vestimenta forjadora del cuerpo que la habita.
Sanz Irles no ha querido ocuparse del poder desde un punto de vista histórico, como hemos visto, ni político, por rehuir las soflamas imperantes: le interesa el poder psicológico (dominio, sumisión, castigo, rebeldía, intento de indiferencia) y las relaciones de poder –jerárquicas– entre las personas, en las que además de la psicología cuentan el sexo, la fuerza, la violencia y el dinero. Obviamente, estos son indiscutibles elementos políticos: pero a lo que asistimos en esa suerte de laboratorio aislado que es Leontiel es al nacimiento antropológico de la historia, de la política.
La novela no la cuenta un Montella sino Ramiro Ariza, nieto e hijo de empleados de los Montella, en la primera y tercera parte; la segunda es una suerte de panóptico con escenas de diversos personajes de Leontiel en una jornada específica. Adonde a Ramiro no le alcanza la experiencia personal, se sirve (es un recurso que ya mencionaba Proust en En busca del tiempo perdido) de lo que se sabe y dice en el pueblo y, sobre todo, de la experiencia de la abuela. Esta es uno de los potentes personajes femeninos de la novela, junto con la fundadora Leonila, Ana Almenar Kovacs ('la Húngara') y Leonor Montero-Estella Almenar.
Al cabo, el poder de los Montero-Estella está contemplado desde fuera. La mirada algo melancólica de Ramiro se acoge a otro poder superior, el del tiempo, que desmorona aquel dominio que parecía intemporal: "Ha llegado la hora de perecer, de esfumarse en el tiempo sin ni siquiera girar la cabeza para decir adiós". Y por último: "Ya nada de este mundo te concierne. [...] Tú ya solo debes prepararte para el inminente olvido". Desde el vacío final permanece al menos algo: los trazos de esta historia de poder inscritos en una novela, Leontiel, que quedará.
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En The Objective.