Me quedé en casa de rodríguez los días decisivos de la Semana Santa, el jueves y el viernes. Estaría solo hasta el sábado al mediodía. Decidí aprovechar para un retiro que podríamos calificar de místico, pero que era más propiamente introspectivo. Tenía algo que ver con la duda metódica, con el cuestionamiento de todo. Por ver si surgía alguna luz. Lo primero en estos intentos es hoy la desconexión. Salir de las redes: como pez panza arriba.
En el pasado era quitar la tele. La situación recordaba a la de las primeras veces en que, de adolescente, la casa era solo para mí por esas fechas. Mis padres, mis hermanos y mi abuelo se iban al pueblo y la multitudinaria casa adquiría un silencio inédito. Yo, ritualmente, cambiaba un par de muebles de sitio y sobre todo cubría la pantalla del televisor con una sábana bonita. Pretendía sacarle al ambiente algunos destellos espirituales, o de hedonismo estético. La mesa la había pegado al ventanal de la terraza y pasaba horas allí, leyendo, escribiendo, mirando el tránsito de la luz por las fachadas, sintiendo la brisa ya de primavera. Llegaba a soluciones más o menos zen, de conformidad con el presente, de reconciliación. Había poco pasado entonces que enturbiara.
Este año he tratado de ver cómo lidiar con las crisis que se acumulan, con el pasado crepitante; de atisbar un futuro que sea algo más que naufragio. Me propuse no hacer nada, ni siquiera leer. Pasé el jueves en la mesa de la brisa, en el sillón, en la cama. Horas huecas. Nada se volvía más claro. Únicamente la insidiosa presencia de un vacío: el vacío interior. Entró la noche y me acosté temprano. Estaba descansado. No me dormí. A medianoche me levanté y me asomé a Twitter. Estaban los semanasanteros de Sevilla con la Madrugá y los de Málaga con la legión y el Cristo de la Buena Muerte. Pinché en los vídeos de animales de Instagram: monos, gatos, perros, jirafas, serpientes, cocodrilos, águilas, colibríes, rinocerontes, hienas, cebras, gacelas, hipopótamos, leopardos, tigres, canguros, ratas, búfalos, leones; todos con sus carantoñas, su rebeldía y su sumisión, su curiosidad, sus tensiones, su miedo, su hambre, unos huyendo, otros depredando. Por último, me puse un par de podcasts atrasados, un 'Crónica Rosa' y un coloquio (no muy lucido) sobre Benet. Pasadas las tres me pude dormir.
El viernes me desperté con un escepticismo purificador. La peripecia inmóvil del jueves me había llevado a una conclusión no necesariamente amarga: el yo no existe. Hay un hatajo de nervios y borrones, de nódulos emocionales, de guirigay psíquico, una maraña de fraseología recurrente. Solo vale la piel, por un lado (la vida rodando por el cuerpo); y por el otro el hacer. Este hatajo, emplearlo en cosas: proyectarse, producir. Se puede dejar un espacio a la contemplación, pero no desordenadamente: conveniencia de la meditación reglada. Pasé el día más relajado, tuiteando, leyendo. También la prensa: polvorones retóricos de mis colegas sobre las procesiones. Salí por zonas desiertas de la ciudad. Por la noche me puse un vídeo (estimulante) sobre Piglia.
El sábado comprendí, no sin sorpresa, que habían resultado unos días purgativos, como me había propuesto. Advino la ligereza, con su picoteo de alegría. La jornada estaba en su punto de esplendor: sol y brisa. Faltaba el mar y fui a buscarlo. Atravesé paseos marítimos festivos, con los chiringuitos y las playas a tope (pensé, claro, en Ucrania sin paz). Me tomé un whisky y metí los pies en el agua. Seguí caminando por la orilla el resto de la tarde. Muerte y resurrección, al cabo.
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En The Objective.