Por supuesto que hay que diferenciar entre la manifestaciones pacíficas del independentismo catalán y las manifestaciones violentas del independentismo catalán, pero (¡yo también tengo derecho a mi pero!) las segundas no son más que la emanación de las primeras. Una emanación no mecánica, ciertamente; ni siquiera inevitable. Pero dado que el nacionalismo es lo que es, cabría calificar de milagro que hasta ahora la violencia no hubiera ido a mayores. Sigue siendo un milagro, a pesar de los incendios: los que tenemos una visión catastrofista de la historia sabemos cuánto las cosas pueden empeorar.
Al fin y al cabo, lo que defienden esas manifestaciones pacíficas, con sus multitudes sanotas, bien alimentadas, con muchos guapos y guapas entre sus filas, con niños sonrientes (tienen buenas ortodoncias) y con adolescentes lúdicos, es el quebrantamiento de la ley democrática. Esas buenas gentes que tan pacíficamente avanzan tienen el propósito de extranjerizar a más de la mitad de sus convecinos catalanes –con los que no cuentan, contra los que van– y al resto de sus conciudadanos españoles. Una xenofobia buenrollista, que no es afeada lo suficiente como en otras partes del mundo porque en este caso la ejerce gente maja.
El fuego de estos días es su espuma. Y me atrevería a decir que en sí mismo es menos grave que lo que esas multitudes pacíficas representan: una terrible incomprensión de lo que significa ser ciudadanos, de lo que es la ley, de lo que es el Estado de Derecho, de lo que es la democracia misma, por más que la tengan en la boca. Resulta aberrante, de no dar crédito, el enquistamiento en la mentira, en el delirio; en unos agravios que sin duda sienten como verdaderos pero que son falsos. Da miedo ver a multitudes así, embaucadas por la élite política e intelectual más deleznable de Europa en décadas.
La respuesta del independentismo a la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés es el desagüe de cuarenta años de educación en el embrutecimiento nacionalista. Y claro que es un problema político, de primerísima magnitud: porque ha sido la política la que ha construido eso. La única solución política real pasaría por desactivar el nacionalismo, como el que desactiva un explosivo: algo que no se hace con un 155 electoralista y torpe, ni con medidas histéricas de última hora, sino con una política larga, muy larga, con la esperanza de que dentro de mucho se hubiese alcanzado un principio de solución.
Algo por lo que no parece que estén nuestros políticos constitucionalistas, que solo piensan en las elecciones. Entre tanto, lo único que se puede hacer es capear el temporal, aunque sea con las porras pedagógicas de la policía. Sin darles el muerto que estos miserables están buscando.
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En El Español.