28.11.16

El 'selfie' de la pseudoizquierda

Qué semana fantástica para las artes plásticas (¡y morales!): nuestra pseudoizquierda, con su reacción a las muertes de Rita Barberá y Fidel Castro (más la manifestación de Alsasua en favor no de las víctimas, sino de los agresores) ha completado un autorretrato antológico. Un selfie que vale como epitafio. No creo que se quite ya de encima esta lápida, que la sepulta y que, definitivamente, va a impedirle gobernar. Mala noticia para ella. Espléndida para los ciudadanos; es decir, para la democracia.

Siempre me acuerdo en estas ocasiones de lo que dijo Fernando Savater sobre los rebrotes del comunismo tras la caída del muro de Berlín: que se trataba ya de un comunismo no redivivo, sino mal enterrado. Al cabo, a nuestra pseudoizquierda (Podemos e Izquierda Unida, el cóctel –cada vez más molotov– de Unidos Podemos; Iglesias, Monedero, Garzoncito, Montero, Bescansa y Errejón) les ha fallado España: es un país no tan miserable como el que necesitarían para que prosperara su infecto populismo. Y demasiado escarmentado con una dictadura como para que le cuelen otra, aunque sea de las (¡para ellos, que tiene narices!) buenas.

Hablan siempre en términos militares. “El adversario”, repite Errejón, que es el listo. Así, cuando el “adversario” se muere, ¿qué van a hacer? ¿Guardar un minuto de silencio? No cabe el respeto: están en guerra. Están jugando (¡estos pijos ideológicos!) al videojuego de la Revolución. Una menos, Rita Barberá. Compasión cero. Al fin y al cabo, ella no ha matado a nadie y eso no mola. Molan los etarras, que han matado. Mola Otegi. A este, abracitos. Pelillos a la mar con su ETA. Y luego lloran: “¡Nos han llamado proetarras!”. ¡Coño! ¡Pues apartaos un poquito de ellos! ¡Dejad de refregaros en su sopa de sangre cuajada! ¡Escupid sus morcillas! O mejor: ¡ponedle una de esas caritas de asco vuestras, de las que le ponéis siempre al “adversario”!

Pese a su insufrible moralismo, para ellos no hay moral, solo política. En el peor sentido: política ideológica. Por supuesto que hablan mucho de ética, como buenos predicadores (¡e inquisidores!) que son. Pero lo hacen de un modo exclusivamente retórico, instrumental. Es una utilización inmoral de la moral: maquiavélica, fría, estratégica. El dictador Castro es un ejemplo de “dignidad”. Y a la “adversaria” se la desprecia hasta en la muerte. Un desprecio que se ha traducido inevitablemente, en épocas menos suaves que la nuestra, en crimen. Es crudo, pero solo hay que repasar la historia de la pseudoizquierda: no la he inventado yo.

¿Y por qué la llamas pseudoizquierda y no izquierda sin más?, me preguntó uno. Porque no está por la justicia, la igualdad, los derechos humanos ni la libertad, ¿por qué va a ser? Le respondí desde mi izquierdismo, que sí está por todo eso: ¡furibundamente!

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En El Español.

27.11.16

Susana Díaz, puntadas sin hilo


Ilustración: Tomás Serrano

Que Susana Díaz, con su poca preparación, parezca una Adenauer lo dice todo de la política española: porque, en efecto, comparada con los demás, es una Adenauer. Ella no se ha movido del nivel bajo en el que estaba, pero en su entorno se ha producido un socavón. La bajura de miras del resto hace que sus miras resulten altas, de genuina estadista. Sobre todo en la izquierda, tal como está hoy. Es la demagoga tuerta en el país de los populistas ciegos.

El gran Carlos Mármol, andaluz como yo, le puso nombre para siempre al susanismo: “peronismo rociero”. Ahí está todo, a rebosar. En el peronismo de Susana ella sería a un tiempo Perón y Evita, con algo de folclórica y algo también de Juan y Medio: esto último, por la profusión con que aparece en Canal Sur. De hecho, cuando uno pone Canal Sur sabe que está poniendo, con un 95% de probabilidades, a Juan y Medio o a Susana Díaz; y a veces a los dos. Canal Sur, alma de la vida andaluza, ha terminado seleccionando a su presidente o presidenta: no hay en Andalucía ningún político o política que encaje mejor con su programación atorrante.

A mí me conquistó Susana Díaz cuando proclamó: “Me he casado con un tieso”. Esa tasación del marido la consideré muy racial, lo que venían buscando los románticos ingleses del XIX. No precisamente nuestras esencias ilustradas. También tenía algo de la Carmen de Mérimée y Bizet, aunque sin haber trabajado en la tabacalera; ni, para ser exactos, en ningún otro sitio: solo en la política. A los diecisiete años se afilió al PSOE, o sea, se sacó el carnet de conducirse. Y encarriló su vida: pese a que dejó para más tarde los estudios, progresó adecuadamente.

Su situación actual es rara. A ella se debe, en la práctica, que haya vuelto a gobernar Rajoy. Vendría a ser, así, la auténtica primera dama: la gran mujer que (¡con permiso de Viri!) está detrás de ese gran hombre (usados esos “gran” de manera generosa). Pero Díaz solo podrá dar rienda a su ambición personal si se enzarza de nuevo con Rajoy con broncas de oposición: o sea, si le monta un Pimpinela. De momento, el Pimpinela se lo ha montado a Pedro Sánchez.

Tras los luctuosos sucesos de Ferraz del pasado 1 de octubre, cabría pensar que el oficio más afín a Susana sería el de carnicera. Una carnicera de los puñales, y hasta de las hachas, que dejó aquello como una escena de Tarantino. Pero se postuló como costurera: no descuartizar sino coser. El PSOE, concretamente. Sus admiradores dicen que no da puntada sin hilo. A mí me parece, sin embargo, que para recomponer el PSOE le falta hilo, y hasta tela. Teniendo su tarea paradójicamente eso: tela.

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En El Español.

21.11.16

La democracia sentimental

Escribir sobre el libro de un amigo es una actividad que propende al elogio. Si el amigo es Manuel Arias Maldonado, el elogio está respaldado con creces. Quienes ya lo conocen –número en aumento– saben de qué hablo, y quienes estén por conocerlo lo sabrán. Nacido en Málaga en 1974, es profesor universitario de Ciencia Política. No es exactamente un politólogo de los que están de moda, sino un teórico o filósofo político: su reflexión es complementaria a la de ellos y, para mí, más amplia y profunda. Hasta ahora lo habíamos leído en periódicos como El Mundo o El País, en revistas como Letras Libres o Revista de Libros, y en espacios online como The Objective, Twitter y Facebook. Y acaba de publicar un libro extraordinario, La democracia sentimental (ed. Página Indómita), que llega en el momento justo y justamente para alumbrar el momento.

Leyéndolo me he acordado, por contraste, del reproche que le hacía Antonio Escohotado a César Rendueles: “No hablas llano”. Arias Maldonado habla llano y elegante, con una nitidez anglosajona que queda muy garbosa en su español: hay un swing sutil en su escritura, un bailecito entre la expresión y la idea, cuyo efecto, además de estético, es higienizante. Uno sale más limpio y más listo: porque lo que se ha quitado de encima han sido imprecisiones y confusiones. Algo de agradecer en contextos de predominio retórico como el hispánico. Los prosistas que necesitamos son los que se atienen al juicio de Jaime Gil de Biedma: “Además de un medio de arte, la prosa es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora”.

El subtítulo de La democracia sentimental es Política y emociones en el siglo XXI. Arias Maldonado, conocedor de la tradición del pensamiento y la cultura occidentales –hasta en sus manifestaciones más recientes– y al día en los avances tecnológicos y neurocientíficos, estudia la incidencia de los afectos en la esfera política. Cómo el sujeto soberano que postuló la Ilustración (el sujeto de Kant) es hoy visto como un sujeto postsoberano: con su racionalidad no solo interferida por las emociones y los sentimientos, sino consciente también de los sesgos irracionales de la racionalidad misma. Las consecuencias en nuestras democracias son palmarias: desde la demagogia que ningún partido puede ahorrarse hasta el resurgimiento del nacionalismo y el populismo. La victoria de Trump en los días en que ha aparecido el libro viene a sancionarlo con un trompetazo.

Pero esta conciencia de los límites es en Arias Maldonado una prolongación de la tarea ilustrada: la razón simplemente no puede eludir lo que el conocimiento –el estado actual del conocimiento– le muestra. Hacerse cargo de ello es lo más racional que está a su alcance. El autor apuesta por esa racionalidad avisada, y propone como ideal del inevitable sujeto postsoberano la figura del ironista melancólico. Este, sabedor de la brecha trágica, es decir, de los conflictos sin solución de la realidad (incluida la realidad política), tratará de sortear las trampas de la razón y la emoción, y de eludir las ilusiones: manteniéndose en una actitud de distancia activa. El incremento de ironistas melancólicos “hará más factible una política menos ideológica y más pragmática: aquella que consiste en la búsqueda prudente de soluciones imperfectas para problemas insolubles”. La democracia sentimental ayuda a avanzar por esta senda saludable.

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En El Español.

20.11.16

Franco, fantasma operativo


Ilustración: Tomás Serrano

Otro 20-N, fecha que a estas alturas tendría que significar muy poco pero que gracias a nuestro antifranquismo profesional sigue significando mucho. Hoy asistiremos a la tabarra de unos señores que insisten en que alguien que murió hace cuarenta y un años sigue aquí. Si bien se mira, los antifranquistas profesionales son como esos fans de Elvis Presley que niegan la muerte de su ídolo: con Francisco Franco se trataría de una adoración al revés. Se podrá cerrar algún día el Valle de los Caídos, que ellos seguirán llevando a Franco en su corazón. Hay amores que matan y odios que resucitan, o que mantienen embalsamado.

La fase franquista del franquismo (el franquismo tiene dos fases: la franquista y la antifranquista) ya fue de coña. Montar el culto a la personalidad sobre un individuo tan poco vistoso convirtió su dictadura en una humorada. De humor negro, naturalmente, que es lo que da la tierra: crimen, miseria y represión a manos de un español bajito y con pancita, apocado, romo y de voz aflautada. Al sufrimiento que causó se le añadía uno suplementario: la vergüenza de ser aplastados por un ser irrisorio. Nunca hubo un caudillo con menos carisma, ni un generalísimo interpretado por un actor tan secundario.

El Franco que pillamos los nacidos en los sesenta (cuando Franco murió yo tenía nueve años y medio) era ya un abuelito. Su contexto estaba en la tele de Locomotoro, el tío Aquiles, el Capitán Tan, los hermanos Malasombra, Pipi Calzaslargas o Fofó, con los que se alternaba. Pero los niños no éramos tontos: nos dábamos cuenta de que, de todos ellos, Franco era el más aburrido. Tenía, eso sí, la peculiaridad de que su cara estaba en las pesetas con que comprábamos chucherías. Soltar a Franco a cambio de un chicle Bazooka no dejaba de constituir un pequeño antifranquismo cotidiano.

Biográficamente, su muerte no me trajo más que satisfacciones: días sin colegio ese día, el del entierro y luego (bolas extra) los de la coronación del Rey y los de las elecciones que empezaron a tener lugar. Los adultos sí que supieron hacernos amigable la Transición: no solo por los días sin escuela, sino porque en la tele ponían durante horas dibujos animados y cine cómico, algo que nunca habíamos tenido en tal abundancia. Sin duda, inaugurábamos una época mejor. Aunque pronto empezaron a morirse mayores por los que sí lloramos: el mismo Fofó, Rodríguez de la Fuente, Chanquete...

Sí, qué le vamos a hacer: lloramos más por Chanquete que por Franco. Algo que les sorprenderá a nuestros antifranquistas profesionales, que viven de insuflarle vida al dictador muerto, para mantenerlo ahí como un fantasma. Un fantasma tremendamente útil, porque les sirve de coartada universal. Tan operativo les resulta que se diría que Franco milita en sus filas. De hecho, Franco les compraría su relato antifranquista: ese que dice que el que sigue mandando es Franco y que la Constitución no vale. Y que, en efecto, todo quedó atado y bien atado. Culminando en la coleta de Pablo Iglesias.

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En El Español.

17.11.16

Fuera del mundo

Nunca ha habido mejor situación de escucha de Leonard Cohen que la que creaba el Loco de la Colina en la radio. Jesús Quintero se hizo luego famoso en la tele, y ahora aparece en la prensa porque está arruinado. Pero a principios de los ochenta era el rey. Se conocía solo su voz. Su voz en la noche.

Se habla aún de “la magia de la radio”, pero poca magia queda en unas emisoras cuya promoción se hace con las fotos y los vídeos de sus locutores. Ahora a las voces va adosada una jeta, no siempre agradable. Y aunque resulte agradable, se suma a aquello que Baudelaire llamaba “la tiranía del rostro humano”. Durante años no fue así. Las voces flotaban exentas, como una variante de humanidad cuya esencia estuviese en la atmósfera.

A mis quince, a mis dieciséis años apagaba la luz y encendía la radio. Con un fondo de noche, fuera del mundo, con los ojos cerrados, escuchaba al Loco de la Colina. Sonaban sus predicaciones ateas, románticas. Sonaban sus entrevistas. Pasaron todos los personajes de la época. Una noche habló con Borges, en directo. Otra Charo López hizo un striptease que Juan Cueto retransmitió (esto recordaba: pero veo ahora que fueron Rosalía Dans y Sánchez Dragó). Había silencios, había cigarrillos: había humo.

Sonaba su música. “The Fool on the Hill”, de los Beatles. “Michelle”. Paco Ibáñez, que entonces todavía sonaba limpio. Y de Leonard Cohen, muchas, muchísimas veces, “Suzanne”.

Algunas noches iba el poeta José María Álvarez a hablar y a recitar sus poemas: “Oh Melancolía / bailo contigo cuando bailo solo / Estamos siendo exterminados / [...] Beber la última copa / a la salud de Billie Holiday / Y esperar a que la policía / tire la puerta y me sorprenda / muerto”.

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En The Objective.

14.11.16

Era Trump

Lo más parecido a que el sol haga “mudanza en su costumbre” de salir cada mañana han sido los resultados del Brexit y de Trump; también, en menor medida, el de Colombia. Se repetía el patrón. Con la mano de apagar el despertador uno aprovechaba para abrir el dispositivo móvil y ver las noticias. Y entonces la incredulidad: la cuestión se había inclinado por el lado de la sombra. Uno esperaba seguir con su vida normal una vez se hubiese impuesto lo normal: que no le dieran una brasa extra, para volver a los asuntos cotidianos. Pero el resultado alteraba el día. El sol se levantaba al final, y uno terminaba haciéndolo también: pero algo se había quedado definitivamente en la cama. Postrado, por ponernos tremendistas.

Los temidos “tiempos interesantes” ya están aquí. Y nos va a tocar bregar con ellos. Yo siento una pereza anticipada, porque, aunque se presentan como novedad, todo lo que está ocurriendo es viejísimo. Una regresión, agravada por las características del nuevo mundo globalizado y digitalizado. En eso está la novedad: en lo que hace que la regresión resulte, me parece, más difícil de combatir... Pero ya lo veremos. Tengo amigos más optimistas que yo: y la mejor razón que encuentro contra mi pesimismo es reconocer que ellos están bien informados. (Son ese oxímoron, sí: optimistas bien informados).

Pasado el estupor inicial, y en espera de los acontecimientos (¡históricos, qué remedio!), surgió un inesperado regocijo: lo que ha llegado a la Casa Blanca no tiene nombre. Tuve una comida de amigos dos días después (solo tíos: catacumbismo masculino) y nos sentimos autorizados a soltar paridas políticamente incorrectas. En nuestro pequeño mundo, el trumpismo se había traducido en la rehabilitación de Arévalo y sus chistes de gangosos. Pero esta liberacioncilla es engañosa: la brecha la ha abierto el último que debería, que es un político. Repaso el vídeo en el que Donald Trump se ríe de un minusválido y ni siquiera se parece a los patéticos fantoches de la política internacional, sino a sus parodias.

De momento (¡así de paradójico es nuestro mundo!) lo más trumpista que ha habido tras la elección han sido las manifestaciones contra Trump. Hay, pues, un antitrumpismo trumpiano: patán como lo que combate. Si no se ha entendido que lo que se combatía ante todo eran unas formas (¡unas formas contra el formalismo democrático!), no se ha entendido lo fundamental. El patán Trump anunció que no iba a reconocer los resultados si perdía. Ha ganado y ha rebajado el tono; Obama, sabio, lo ha aceptado. Pero los que no reconocen su triunfo están contagiados de la infección sembrada por Trump. En vez de contenerla, la están expandiendo. Hemos entrado, definitivamente, en una era peor.

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En El Español.

13.11.16

Michelle Obama y su antorcha


Ilustración: Tomás Serrano

En cuanto ha ganado Donald Trump, nos hemos puesto a pensar en Michelle Obama como locos: la posibilidad de que sea presidenta de Estados Unidos en 2020 es la luz al final del túnel de tupé rubio en que nos metimos el martes. Una luz gloriosamente oscura, o de chocolate, o de ébano. Oro negro cuyo resplandor es lo único que alumbra los cuatro años que se avecinan.

Por lo demás, quedaría precioso en los libros de historia: el racista Trump emparedado por siempre entre dos negros más guapos y presentables y mejor preparados que él; y mujer uno de ellos, congénere de Hillary Clinton y de la Estatua de la Libertad, cuya antorcha portaría. Hoy es solo una ilusión, pero a ella nos acogemos. (En manos de Trump está desmentir el catastrofismo que su patanería ha desatado: ganaríamos todos, y todas).

Para un devoto de las hermanas Williams como yo (¡un admirador, que se decía antes!), Michelle Obama es algo así como la hermana Williams perfecta: además de estar cañón como Serena y Venus, estudió en Princeton y Harvard, es una abogada prestigiosa y, sobre todo, no juega al tenis. Aunque los esfuerzos de superación de las tres resultan encomiables y, por lo tanto, son un ejemplo den o no den raquetazos. Hay personas que elevan y personas que rebajan. Michelle Obama eleva, más alto aún de su metro ochenta y cinco. Tenemos que mirarla hacia arriba, también como a Lady Liberty.

Ha sido una primera dama con más prestancia que el nuevo presidente. Su álbum de estos ocho años (culminado con el especial de Vogue) quedará sin duda más presidencial que el que vaya a generar Trump, que apenas la superará en espectáculo. En cuanto a cómo lo hará Melania de primera dama, ya lo iremos viendo; algunos con los ojos de par en par. Aunque yo me he quedado con la frustración añadida de no ver a Bill Clinton en ese papel: tomando el té con las señoras de los otros presidentes mientras su esposa despachaba. Unas recepciones que no cuesta imaginar con guión de Billy Wilder y final movidito. Bien pensado, había más peligro de una tercera guerra mundial con el gallo Clinton en el gallinero...

El nombre exacto de la Estatua de la Libertad es La libertad iluminando al mundo. Ahora deberá darse la vuelta durante los años venideros e iluminar a su propio país. Por fortuna, el Estado de derecho impedirá que Trump devaste más de lo que podría devastar sin ese freno. Me gusta imaginármela como Michelle: haciendo de símbolo, con su Obama, de hasta dónde avanzó América (y lo grande que llegó a ser). Para que ahora que va para atrás (y para abajo) no se extravíe del todo. El faro afroamericano para unos tiempos previsiblemente negros.

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En El Español.

7.11.16

Los beatitos

Yo es que me lo paso pipa con los beatitos de nuestra pseudoizquierda: cuanto más laicos o ateos se ven, más religión exudan. No es fácil zafarse de las creencias, y menos cuando se ha entregado el alma (¡o el cerebro!) a la ideología. Que es, hoy, la religión verdaderamente existente: la que salva y condena, la que emite bulas o quema a los malos. Las religiones tradicionales siguen operando, por supuesto: pero cuando inciden en la vida pública es ya también cuando adoptan un comportamiento ideológico.

El último espectáculo de nuestros beatitos (¡o penúltimo, siempre penúltimo!) ha sido con la jura de cargos del nuevo Gobierno. En cuanto vieron una Biblia y una cruz, se espantaron como monjitas. A los laicistas de verdad (¡como yo!) no nos agrada que esos objetos estén en tales ceremonias; sin ellos, habría más pulcritud civil. Pero hay que ser muy obtuso para no ver el lugar meramente simbólico que a estas alturas ocupan. Remiten a un tiempo antiguo, predemocrático; pero, en último extremo, dan políticamente igual: no menoscaban la democracia. Al fin y al cabo, lo que se promete o jura, aunque la mano esté en la Biblia, no es nada religioso, sino cumplir las obligaciones del cargo (“con lealtad al Rey”) y “guardar y hacer guardar la Constitución...”.

Pero nuestros beatitos armaron la de siempre. ¡Cuánto escándalo! De inmediato se activó en ellos el inquisidor que llevan dentro: ver esos símbolos les bastaba para mandar nuestra democracia a la hoguera. La alternativa que muchos de ellos promueven no es un marco legal común, en el que quepan todos; no una democracia laica efectiva: sino un Estado ideológico, con buenos y malos y de comunión (ideológica) diaria.

Exagero, naturalmente. Pero por ahí va la cosa: es una exageración didáctica. En un libro que llega hoy a las librerías, La democracia sentimental de Manuel Arias Maldonado (le dedicaré próximamente una columna), se habla –en el contexto de un pormenorizado análisis de la relación entre las emociones y la política– del “componente ansiolítico” de las ideologías, que estas “comparten con las religiones”. Por tal semejanza (esto lo digo yo), el individuo ideologizado es en el fondo religioso; aunque la ideología en cuestión que profese se predique atea.

Por no salirnos del mundillo de los juramentos, donde hay genuina religión, no meramente simbólica sino operativa, es en esas jaculatorias que sueltan algunos diputados cuando prometen “por imperativo legal”, o aprovechan incluso la ocasión para endilgar un sermón o una misa.

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En El Español.

6.11.16

Soraya Bonaparte


Ilustración: Tomás Serrano

Detrás del gran hombre Rajoy hay una pequeña mujer que es todavía más grande: Soraya Sáenz de Santamaría, de nombre tan kilométrico como su poder. Ha sido la gasolina súper del Gobierno y lo va a seguir siendo, incluso incrementada: gasolina súper, Superwoman, hormiga atómica... La partícula aceleradora del poder español.

Aunque con esto de los tamaños impera la ley de la relatividad. Por un lado, todo correcto: cuando los ministros se inclinaban ante el Rey en la jura de sus cargos en Zarzuela, la desproporción con el monarca hacía que aquello pareciera un bajorrelieve asirio. Los inferiores de Asurbanipal representados muy bajitos al rendirle pleitesía. Pero luego, en la foto de conjunto, se veía que la más bajita de todos (y todas) era la que mandaba: el ojo de la mente la percibía como una giganta. El poder eleva a Soraya, como elevaba a Napoleón.

Soraya Bonaparte se ha llevado la mejor parte del pastel gubernamental, que casi controla entero. Los analistas hablan de su pugna con María Dolores de Cospedal, y la entrada de esta en el Gobierno puede considerarse como el triunfo definitivo de Soraya sobre ella: la vicepresidenta le ha otorgado una butaca en el Consejo de Ministros para que asista desde primera fila al espectáculo de su mando.

Lo del CNI es la medalla de Soraya. El presidente se lo quitó a Defensa y se lo dio a Vicepresidencia en su día. Y ahora el ministerio que le cae al fin a Cospedal es justo aquel cuya joyita la tiene su enemiga del alma. Ni Maquiavelo ni Fu Manchú juntos hubieran sabido diseñar nada equiparable. No se descarta que un día Cospedal, mosqueada, meta un tanque en el Gabinete. Aunque seguramente ese día Soraya la esté esperando con diez.

Pero, como buena Napoleona, tiene un Waterloo (posible) en lontananza. En tanto nueva ministra de Administraciones Territoriales, deberá ocuparse del problema de Cataluña; es decir, del problema del nacionalismo catalán y el lío en que se ha embarcado y nos ha embarcado. A estas alturas, los nacionalistas más listos querrían también ser sacados del problema: a lo mejor se dejarían ganar por Soraya, con un arreglo. Aunque no parece que los listos sean ya los mayoritarios: la selección adversa del nacionalismo es implacable.

Los nacionalistas catalanes se verían, así, en una paradójica situación de españoles frente a Napoleón: la resistencia del casticismo cuando la Ilustración asoma. Pero más que un Waterloo, puede que le monten a Soraya un Dos de Mayo: igualito al que ocurrió en Madrit.

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En El Español.

3.11.16

La paradoja del comediante

En un audio de la Fundación Juan March (¡ese elitismo gratis!), el poeta Guillermo Carnero menciona La paradoja del comediante de Diderot. Lo escuché por casualidad el día en que el exlíder socialista Pedro Sánchez anunció que entregaba su acta de diputado y, en la comparecencia, agachó la cabeza y soltó unos sollozos.

Diderot, según Carnero, defiende el arte del actor: el artificio mediante el que, sin estar emocionado él mismo, logra emocionar. Y dice que, por el contrario, “si para representar a un personaje que sufre, se hace subir a escena a una persona sin formación y que esté sufriendo realmente, cuando intente expresar ese sufrimiento, solo hará reír al público”. Sánchez siempre ha sonado a falso y ese día sonó más falso que nunca. Si sus emociones eran verdaderas, fue un mal actor de sus emociones. Tampoco llegamos a reírnos (ni para el drama ni para la comedia está dotado), pero sus lagrimitas no nos conmovieron.

Al día siguiente lo entrevistó Jordi Évole en La Sexta y, sin cuajar una buena actuación, pareció que al fin transmitía algo. Para mal. Mi amiga Isabel Cabrera, gran lectora de los signos televisivos, observó: “El único día en que pareció natural quitándose el pinganillo que siempre parecía tener, resultó creíblemente increíble”. En el PSOE se lo cargaron brutamente, y lo que le soltó a Évole eran excelentísimas razones (a posteriori) para que se lo cargaran. El hombre se había destapado de pronto como en un viaje en el tiempo: a antes de Suresnes, a la recuperación del marxismo. Al PSOE de Largo Caballero.

La biografía de Sánchez acaso podría resumirse así: los desesperados intentos de un vendedor de enciclopedias por entrar en las enciclopedias. Su paradoja es que, para ser tan mal actor, se ha convertido en un personaje profundamente trágico.

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En The Objective.