23.8.17

Pequeños

Qué pequeños han sido los nacionalistas en estos días tristísimos para Barcelona, Cataluña, España. Y los que no han sido pequeños es que no son del todo nacionalistas. Serían estos los nacionalistas llevaderos, o conllevaderos: aquellos para los que, aunque se consideren nacionalistas, el nacionalismo no es la razón principal –tendente a absoluta– de su vivir. Aquí hablo de los otros, los nacionalistas puros. Esos insoportables.

El espectáculo que han dado, sobre los cadáveres calientes, ha sido abyecto y repulsivo. Se ha impuesto en ellos la pulsión de abusar, tergiversar, usurpar. Están en una dinámica delirante en la que la realidad se ha disipado; también la de los muertos. Todo vale exclusivamente para la causa. En este sentido, los separatistas han ganado: se han separado por su cuenta y no hay nada que hacer. Solo dejar constancia de la porquería, para que el nacimiento de su nación apeste. (Como ha apestado, por otra parte, el nacimiento de todas las naciones: pero a nosotros nos ha tocado asistir a este).

Además del conseller catalán de Interior, Joaquim Forn, distinguiendo entre víctimas españolas y catalanas, sirvan varios como muestra. Raül Romeva, exhibiéndose en la prensa internacional como “ministro de Exteriores”, satisfecho de que lo tomen en serio al fin. La Asamblea Nacional Catalana, pidiendo a un medio de Estados Unidos que no utilice la bandera española en sus homenajes. Josep Maria Mainat, haciendo propaganda independentista y llamando a votar el 1 de octubre en el referéndum golpista. O este tuit de Súmate: “No sé cómo lo veis pero la frase ‘Si la Guardia Civil viene a cerrar el Parlament se encontrará a los Mossos’ hoy ha tomado otro significado”...

Sí, los nacionalistas han sido pequeños estos días. Aunque la cosa va al revés: por ser pequeños es por lo que son nacionalistas.

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En The Objective.

21.8.17

Banderitas a los muertos

Qué atroz posibilidad nos brindan los atentados multitudinarios como el de Barcelona. Por el corte de la muerte podemos conocer la vida que por allí pasaba. Son literalmente tranches de vie. Con la crudeza con que traduce Google: rebanadas de vida. Irrumpe una furgoneta y le hace una vivisección a las Ramblas: una vivisección mortal. Pasó lo mismo con los atentados de Atocha de Madrid, con el de las Torres Gemelas de Nueva York, con los recientes de París, Niza, Berlín, Bruselas, Londres, Manchester... O, de nuevo en Barcelona (menciono solo algunos de los occidentales), con el de Hipercor de hace treinta años.

El juego que hacemos a veces de imaginar quiénes son los que pasan por la calle se cumple de repente en el periódico. Vemos sus caras y sus nombres, sabemos qué estaban haciendo, en qué trabajaban, de dónde venían; incluso adónde pensaban ir. Pero ya con una melancolía terrible porque esas vidas se han terminado. Queda un conocimiento póstumo. Y la conclusión de que saber quiénes van por esos flujos callejeros solo es posible cuando se han parado y están muertos. Las minibiografías del periódico tenían aquí por condición ser epitafios.

El corte que el terrorismo yihadista ha efectuado en las Ramblas tiene también el extraño efecto de ser un homenaje a las Ramblas. Fúnebre pero precioso. Los asesinos han mostrado –al matarla– cuánta vida iba por allí: qué variada y plural, qué cosmopolita. Los que hemos paseado por las Ramblas ya lo sabíamos, esa impresión es inmediata; pero asombran los números: al menos treinta y cinco nacionalidades entre heridos y muertos, en aquel corto tramo de una tarde de agosto.

Aunque para nuestros independentistas habrá siempre una nacionalidad más, desgajada. En el ambiente de duelo real, impecable, de la mayoría, hemos tenido que asistir a mezquindades como la del conseller catalán de Interior, Joaquim Forn, que –en un ejercicio de imperialismo carroñero– ha distinguido entre víctimas españolas y catalanas. Ni siquiera en un momento tan doloroso ha sido capaz de reprimir el impulso abusón de ponerles a los cadáveres la banderita. Una banderita utilizada como pegatina; es decir, sectaria y agresivamente.

En este verano abrasivo de desprecio a los turistas (alguno quizá leería la pintada que ha recordado en Twitter nuestro Cristian Campos: Tourist, you are the terrorist), allí estaban ellos: paseando por las Ramblas. Integrándose en la vida que entre todos formaban. La furgoneta arrolló a los que pilló por delante, sin fijarse en banderitas.

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En El Español.

PD.– El amigo Tsevan Rabtan me ha hecho ver en Twitter que sin el cuarto párrafo el artículo sería mejor. Acierta. Si lo pudiera corregir lo quitaría. Pero en prensa no se puede corregir.

17.8.17

Dolor, impotencia y rabia

Dolor, impotencia y rabia. Por este orden. Y emoción y recuerdo.

Dolor nada más conocer la noticia. Me encontraba en mi casa de Málaga disfrutando de agosto, como las víctimas que paseaban por Las Ramblas de Barcelona. Me he enterado en uno de los vistazos a Twitter. La última vez que estuve en Barcelona me alojé cerca de donde ha salido la furgoneta, en un hotel de la calle Pelayo. El paseo por Las Ramblas lo iniciaba –como tantos barceloneses y turistas– en el lugar de los atropellos de hoy. No he necesitado ver las imágenes para imaginar el horror. La muerte en un lugar lleno de vida.

Impotencia por el atentado, por los crímenes. Ese mal segregado por el ser humano, que lo embadurna con religión e ideología: por lo que cuenta con cómplices, y con emisores de condenas con “pero”, y con equidistantes. Aquí lo hemos vivido hasta la náusea con el terrorismo etarra. Ahora lo vivimos con el terrorismo islamista. Asesinos con aparato retórico.

Rabia al ver lo que escribía Arnaldo Otegi (no he podido evitar asomarme): “Noticias muy preocupantes desde Barcelona. Prudencia y solidaridad con las víctimas de este ataque y con el conjunto de los Països Catalans”. El cómplice de tantísimos crímenes de ETA exhibiendo apestosamente una supuesta “preocupación”, y añadiendo el mojón nacionalista. Abyecto y repulsivo cinismo.

Emoción al leer lo que ha escrito Arcadi Espada en su blog de El Mundo: “Después de tantos años el kilómetro sentimental era esto. Ir tragando decenas y decenas de vídeos, mirando que no esté en ninguno tu hija, habitual por aquellos lugares, que salió por la mañana y ha tardado en responder al teléfono”. Y el recuerdo de que me pasó lo mismo el 11 de marzo de 2004 en Madrid: mi chica solía tomar temprano aquel tren de Atocha y también tardó demasiado en responder.

Y contra estos alivios íntimos se recorta el dolor (hay que volver al dolor) por los que no respondieron, por los que no han respondido esta tarde.

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En The Objective.

14.8.17

Enterrarlos en el mar

Es muy cuco el cartel nazi-leninista de la CUP: la barredora queda muy arriba, sin dejarle sitio a nadie que la barra a ella. Tal es el ventajismo de quien empuña una escoba: transmite el mensaje de que los que deben ser barridos son los otros. Pero ya sabemos que cuando la escoba del antisistema se pone en marcha acaba barriendo también a los barredores: como la del aprendiz de brujo, o la guillotina del Terror (el complemento de esta era el cesto para la cabeza, técnicamente un cubo de basura). Después de tantísima historia (¡tan sangrienta y tan pesada!), podríamos proponer una ley preventiva: barramos de inmediato al que nos sale con una escoba. Luego ya se verá.

Hay que hablar también del culo, de los culos. El dibujante no solo ha puesto heteropatriarcalmente a una barredora en vez de a un barredor, sino que le ha puesto un buen culo. Ya que el mensaje del cartel es muy franquista, propongo bautizarla como Paca la Culona. Así llamaba –recordarán– Queipo de Llano a Franco, que quiso barrer y barrió a media España. Más Paca todavía es el Lenin del cartel inspirador. Se aprecia una enternecedora evolución artística. El dibujante catalán no ha tenido que hacer tan culona a la barrendera, porque expresa su movimiento con tracitos curvos de cómic. El dibujante soviético, en cambio, prescindió de ese recurso y para significar la potencia del barrido necesitó inflar el culo de Lenin, motor de la revolución.

De un dibujo a otro, se observa el achicamiento del espacio y la mengua de la ambición. Es el recorte del nacionalismo. Lenin quiere barrer a los malos del globo terráqueo. La CUP, en cambio, solo aspira a barrerlos de su terruño (aunque en lugar de Catalunya sea el terruño imperialista –o miniimperialista– de los Països Catalans; un terruño españolito de a pie con ambición de ser un poco más alto). Con todo, qué detalle que a los malos no los echen a España –a lo que queda de España– sino al mar.

Un detalle que, con lo simpático que resulta el dibujo, manifiesta su instinto aniquilador. Al fin y al cabo, esos malos hubieran podido sobrevivir en tierra firme, aunque fuese la de España. Pero no, los echan al mar, para que se ahoguen. Cómo no acordarse del poema de Rafael Alberti que cantaba Paco Ibáñez (¡siempre termina saliendo un cantautor en el procés!): “A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar”. Gran imagen poética, solo que un pelín asesina. Enterrarlos, para que quede claro.

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En El Español.

9.8.17

El turista como extranjero perfecto

El turista es, si bien se mira, el extranjero perfecto. Viene de otro lugar (con frecuencia de otro país) y resulta objetivamente ridículo. Pero no es pobre, ni se ha desplazado para trabajar, ni está perseguido, ni está triste. No puede beneficiarse de ningún tipo de compasión, salvo la que se les dispensa a los bobos. Siempre se piensa que el turista es bobo.

Nietzsche arremete contra ellos en un aforismo de Humano, demasiado humano (1879): “Estúpidos y sudorosos, suben la montaña como animales; alguien se olvidó de decirles que por el camino hay buenas vistas”. Muchas veces me he reído de los turistas así, pero ahora pienso en su grandeza: ¿mirar las vistas, como plebeyos? Ellos se dirigen aristocráticamente a la cumbre (a su objetivo turístico), haciendo abstracción del resto. (De haberlo pensado un poco más, Nietzsche los hubiese aplaudido).

Hace ya años que sufrimos la cargante distinción entre el viajero y el turista. Y esa distinción existe, pero en beneficio del segundo. El viajero juega a la comprensión del territorio por el que viaja, enredando pesadamente a los nativos. El paso del turista, en cambio, es leve. Molesta y ensucia, como todo ser humano, pero no toca el país que visita, que le importa un pimiento: solo busca sus postales. Por eso deja dinero y deja a los nativos en paz. No cae en la ilusión de no ser extranjero.

Nadie quiere al turista. Su único logro afectivo en todas estas décadas ha sido el lema Al turismo, una sonrisa, que era deliberadamente hipócrita, interesado. Y cuyo reverso, a manera de retorno de lo reprimido, aparece estos días como turismofobia. De aquellas sonrisas falsas, estos escupitajos.

La prueba definitiva de la extranjería absoluta del turista es que ni siquiera los que combaten la turismofobia llegan a declararse turistófilos.

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En The Objective.

7.8.17

¡Monedero, ve a asesorarles un poquito más!

¡Monedero, tío, ve a asesorarles un poquito más! Que tu asesoramiento anterior dejó a los venezolanos en la senda del progreso, la democracia, la libertad, la igualdad, la prosperidad y la paz civil, pero te fuiste y todo empezó a torcerse. A lo mejor se desviaron de lo que les marcaste, u olvidaron tus instrucciones... Quién sabe si los disturbios de ahora son la protesta del pueblo (¡de la gente!) para que vuelvas. Ellos deben de sentir que no saben mejorar solos: necesitan a alguien como tú, un cráneo privilegiado como tú, que les lleve por el buen camino. Pagando, claro. Como la otra vez, ellos te pagarán.

Fernando Savater contaba el año pasado en la presentación del libro de José Luis Villacañas sobre el populismo (¡cómo no!) que, cuando viajaba a Venezuela en los primeros tiempos de Hugo Chávez, la gente le decía: “No, no, Chávez no es malo, él quiere hacer las cosas bien. El malo es el gachupín ese que hay detrás”. El “gachupín” era Juan Carlos Monedero. El antiimperialista estaba allí predicando imperialmente el antiimperialismo.

Llevamos ya años soportando las lecciones de Monedero y los suyos sobre lo defectuosa que es nuestra democracia. Tan defectuosa, para ellos, que no es en realidad una democracia. Es un régimen: el “régimen del 78” lo llaman, asimilándolo al franquismo. Nuestra democracia no es una democracia, sino un régimen pseudodemocrático heredero de la dictadura militar de Franco.

Podría pensarse que el modelo que proponen, para tantas ínfulas, es una democracia mejor y sin nada que ver con el militarismo. Pero no. El modelo es la Venezuela bolivariana. Una democracia que ha ido deteriorándose cada vez más hasta convertirse abiertamente (¡cerradamente!) en dictadura. Y con un militar al mando: un militarote de los de la triste tradición latinoamericana. Por supuesto, con consecuencia de ruina, violencia, represión y crimen.

Esta realidad objetiva, sin embargo, Monedero la ve con sus anteojeras ideológicas. O sea, que no la ve. O la ve con filtro algodonoso, con cosquillas agradables. No puede permitir que la dictadura que ha contribuido a construir le amargue este plácido verano suyo de cursos guays, disfraces y carantoñas.

Todavía en estas jornadas aciagas para Venezuela, el autosatisfecho Monedero sigue simultaneando sus elogios al régimen chavista con sus críticas a esta democracia nuestra a la que llama pseudodemocracia. Y junto a él, lo peor de nuestra izquierda, a la que yo llamo pseudoizquierda y que, con su empeño en llamar “de derechas” a las críticos de la izquierda democrática, no hace sino postular una única izquierda posible: la suya, la reaccionaria. La dictatorial.

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En El Español.