Dolor, impotencia y rabia. Por este orden. Y emoción y recuerdo.
Dolor nada más conocer la noticia. Me encontraba en mi casa de Málaga disfrutando de agosto, como las víctimas que paseaban por Las Ramblas de Barcelona. Me he enterado en uno de los vistazos a Twitter. La última vez que estuve en Barcelona me alojé cerca de donde ha salido la furgoneta, en un hotel de la calle Pelayo. El paseo por Las Ramblas lo iniciaba –como tantos barceloneses y turistas– en el lugar de los atropellos de hoy. No he necesitado ver las imágenes para imaginar el horror. La muerte en un lugar lleno de vida.
Impotencia por el atentado, por los crímenes. Ese mal segregado por el ser humano, que lo embadurna con religión e ideología: por lo que cuenta con cómplices, y con emisores de condenas con “pero”, y con equidistantes. Aquí lo hemos vivido hasta la náusea con el terrorismo etarra. Ahora lo vivimos con el terrorismo islamista. Asesinos con aparato retórico.
Rabia al ver lo que escribía Arnaldo Otegi (no he podido evitar asomarme): “Noticias muy preocupantes desde Barcelona. Prudencia y solidaridad con las víctimas de este ataque y con el conjunto de los Països Catalans”. El cómplice de tantísimos crímenes de ETA exhibiendo apestosamente una supuesta “preocupación”, y añadiendo el mojón nacionalista. Abyecto y repulsivo cinismo.
Emoción al leer lo que ha escrito Arcadi Espada en su blog de El Mundo: “Después de tantos años el kilómetro sentimental era esto. Ir tragando decenas y decenas de vídeos, mirando que no esté en ninguno tu hija, habitual por aquellos lugares, que salió por la mañana y ha tardado en responder al teléfono”. Y el recuerdo de que me pasó lo mismo el 11 de marzo de 2004 en Madrid: mi chica solía tomar temprano aquel tren de Atocha y también tardó demasiado en responder.
Y contra estos alivios íntimos se recorta el dolor (hay que volver al dolor) por los que no respondieron, por los que no han respondido esta tarde.
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En The Objective.