19.2.07

La venganza de los aduladores

Con motivo de la reciente ceremonia de los Premios Goya (que este año no ha estado tan mal, después de todo, con el gamberro de Corbacho), me he vuelto a acordar de la mítica frase de José Luis Cuerda: "El cine español naufraga en océanos de autocomplacencia provocados por la cocaína". Pocas veces he leído un diagnóstico tan certero. Hasta el punto de que si la revista Fotogramas se dedicara sólo al cine español, debería llamarse Fotogramos. Sí, sé que es un mal chiste: es mi particular homenaje al cine español, tan abundante en ellos. Pero en el resto del artículo no hablaré más de cocaína, sino de autocomplacencia: me da igual su causa.

Es curioso, pero de ningún otro arte se indica, hoy en España, la nacionalidad como reclamo (al menos, fuera de los delirantes ámbitos de las, así llamadas, "nacionalidades históricas"). Nunca se dice "ve a ver esa exposición, es una exposicion de pintura española", ni "escucha ese disco, es un disco de música española", ni "lee esa novela, es una novela de literatura española". Los pintores, los músicos y los novelistas triunfan o fracasan por sí solos: no se subraya si son españoles o no. Se tiene en cuenta, por supuesto: pero no se destaca especialmente. Y, sobre todo, no se establece una relación directa entre la nacionalidad y la calidad. No se considera que ser pintor, músico o novelista español sea particularmente bueno; pero, quizá por eso mismo, tampoco se considera que sea particularmente malo. Con el cine ocurre justo al revés. Se dan, simultáneamente, los dos movimientos: la propaganda acerca de su gran calidad por parte de quienes lo hacen (y de la mayoría de los críticos), y la aversión escarmentada que han ido desarrollando los espectadores. Estos, como se han sentido estafados tantas veces, no han tenido más remedio que segregar (en defensa propia) el prejuicio de que la nacionalidad española de una película supone un hándicap: prejuicio que suele verse reforzado por la realidad.

La autocomplacencia es el gran cáncer. Lo es para todo artista, pero resulta más visible (y devastador) en el cineasta. Supongo que tiene que ver con el hecho de que el cine necesita toda una industria para su ejecución. Eso hace, por un lado, que muchos cineastas de talento, que quizá estarían mejor blindados contra la autocomplacencia, no han sabido ganarse los favores de la industria y se han quedado sin la ejecución de su arte. Y, por otro, que los que lo han conseguido tienden a una megalomanía no sólo artística, sino también industrial. Un escritor podrá ser megalomaníaco (y lo es con frecuencia), pero al fin y al cabo no es más que un tipo que se sienta a rellenar páginas. Un director, en cambio, es alguien al mando de un despliegue wagneriano de medios, por intimista que sea su película. La tragedia del cine español es que los que han pasado la criba de la industria suelen ser ineficaces también como industriales. Lo cual no deja de resultar un misterio económico: ¿por qué cunde tanto la autocomplacencia si ésta es también perjudicial para la industria? En la tele, por ejemplo, no ocurre: por eso hoy en día hay más profesionalidad en las teleseries españolas que en las películas españolas. Las teleseries españolas, por cierto, también se han ido abriendo paso por sí solas: sin una machacona campaña resaltando su nacionalidad.

No sé, ciertamente, qué podría hacerse "en favor del cine español". Pero sí sé cuál es uno de los requisitos para que mejore: acabar con la mentira. No se puede elogiar una mierda como Alatriste sólo por lo mucho que "la industria" ha invertido en ella, ni por lo bien que caiga Díaz Yanes. El peor negocio es estafar con el producto, haya costado lo que haya costado, y caiga el director lo bien que caiga. ¿Cuántos espectadores volverán a estar mucho tiempo sin ver "cine español" por haber picado con Alatriste? A un director puede salirle mal una película y no pasa nada. Díaz Yanes ya lo hizo bien una vez y quizá vuelva a hacerlo bien en el futuro. Lo que no se puede es promocionarlo en su fracaso. Lo suicida, para el arte y para la industria, es toda la propaganda que conduce al espectador hasta la sala de cine sin que haya habido una sola voz que le advierta de que lo que va a ver es un bodrio. Esa soledad en la sala ante un bodrio del cine español, mientras en la prensa todo son elogios, es una de las sensaciones más desagradables que puede experimentar un amante del cine.

Yo lo he experimentado muchas veces (no escarmiento), pero quizá la más dolorosa fue con Perdita Durango. Creo que nunca he ido con más ganas a ver una película, ni con más confianza de que iba a pasármelo bien, sin reservas. La anterior de Álex de la Iglesia, El día de la bestia, me había encantado (aquello sí que era un prodigio de película "de cine español", una bocanada de aire fresco, impecable) y estaba convencido de que Perdita Durango iba a ser mejor aún. Nada en la prensa (ni en los anuncios) hacía pensar que no fuese a ser así. Por eso la decepción resultó tan espectacular. Quizá no haya dolor más agrio que el provocado por el desmoronamiento de un placer que dábamos por seguro. Pero lo peor en estos casos es que, ya fuera del cine, uno sigue asistiendo a la promoción pública de la película y a los elogios hacia el director, con las consiguientes exhibiciones de autocomplacencia del mismo: espectáculo que ya es percibido como farsa.

Las demás películas de Álex de la Iglesia también me han ido pareciendo mediocres (Muertos de risa, La comunidad, Crimen ferpecto -de 800 balas me libré), unas mejores que otras, y algunas incluso con buenas ideas y buenos momentos, pero ninguna redonda como El día de la bestia. ¿El talento había abandonado de pronto al director? En cierta ocasión asistí a una escena que lo explicaba todo. Yo me encontraba en un Kentucky Fried Chicken (no sólo soy un gourmet de escándalos, también lo soy de franquicias), cuando entró Álex de la Iglesia comandando su séquito. Empleo esta palabra con propiedad: eran diez o doce acompañantes en actitud de inferioridad jerárquica, a medio camino entre sirvientes y bufones. Juntaron varias mesas y el director se sentó con pompa en un extremo, ocupando mucho espacio, mientras los demás se apelotonaban en los laterales. Componían una estampa medieval. Durante la comida, De la Iglesia se dedicaba a deglutir sus trozos de pollo, sumido en un silencio autista y mirando únicamente su bandeja. Los del séquito no cesaban de decir chistes e ingeniosidades, aparentemente los unos para los otros, pero mirando de reojo al director. Este, cada cierto tiempo, celebraba escuetamente alguno. Entonces su emisor se henchía de satisfacción, al tiempo que los demás se encendían de envidia. Aquel subyugante espectáculo me hizo comprender qué había pasado con el cine de Álex de la Iglesia, y con todo el cine español en general. La adulación, el elogio acrítico, endiosa al artista, lo eleva, pero a la vez lo envuelve en una campana hermética que termina matando su arte y arruinándole el talento. Es la venganza de los aduladores.

[Publicado en Kiliedro]

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(25.1.11) Esta entrada había quedado conceptualmente redonda; pero, por fortuna, la realidad se mueve: se resiste (se opone) a toda fijación. Es de justicia transcribir aquí un pasaje del artículo que publica hoy Álex de la Iglesia en El País:
Soy un tipo con el genio fácil y dado a la respuesta rápida y poco meditada. Esta gente me dio una lección. Es cómodo hablar con los que te siguen la corriente: te reafirmas en tus ideas, te sientes parte de un grupo, protegido, frente al resto de locos que se equivocan. Por vez primera, aprendí que dialogar con personas que te llevan la contraria es mucho más interesante. Puede resultar incómodo al principio, sobre todo si eres soberbio, como yo. Pero cuando aprendes a encajar, la cosa fluye, y las ideas entran.