
He empezado,
ya sí, con
Los ensayos de Montaigne. Este empeño por enfrascarme en una lectura larga, en el curso de la cual se produzca una transformación: una lectura que marque una época, que
haga época. La he preparado con el
Montaigne de Stefan Zweig, que compré el 31 de diciembre y que le ha dado al día un aire a 1 de enero. Un 1 enero de luz más desahogada. Entre sus páginas tenía el
artículo de Muñoz Molina que apareció aquella fecha, en el que se habla además del libro de Sarah Bakewell
How to Live, or, A Life of Montaigne. Parece del estilo de aquel de Botton de
Cómo cambiar tu vida con Proust. Contiene veinte proposiciones, de las que Muñoz Molina cita catorce:
No te preocupes demasiado por la muerte.
Presta atención.
Somételo todo a examen.
Preserva una habitación propia.
Sé sociable y vive con los otros.
Despierta del adormecimiento de la costumbre.
Vive con templanza.
Preserva tu humanidad.
Haz algo que nadie haya hecho antes.
Asómate al mundo.
Haz bien tu trabajo, pero no demasiado bien.
No quieras controlarlo todo.
Sé común e imperfecto.
Deja que la vida sea su propia respuesta.
Zweig extrae también una lista en su
Montaigne (p. 79):
Liberarse de la vanidad y del orgullo, que es tal vez lo más difícil,
liberarse del miedo y de la esperanza,
de las convicciones y los partidos,
de las ambiciones y de toda forma de codicia,
vivir libre, como la propia imagen reflejada en el espejo,
del dinero y de toda clase de afán y de concupiscencia,
de la familia y del entorno,
de fanatismos, de toda forma de opinión estereotipada, de la fe en los valores absolutos.
El libro es una joyita. Lo escribió en Brasil y lo dejó sin revisar, porque se suicidó antes. Montaigne fue, pues, su último compañero. Zweig recomienda su lectura para alguien como yo: "No se puede ser demasiado joven, ni tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es debido". Del retrato de Montaigne que hace Zweig establezco puentes con mis autores admirados. Con Petrarca, la comunicación entre lectura y vida. Con Jünger, el empeño por preservar un modo propio de ser. Con Duchamp, el encomendarse al azar, sobre todo en el viaje. Con Bernhard, la libertad: el hacerse (y deshacerse) en la escritura. Con Spinoza, la mirada limpia. Con Nietzsche, la afirmación del mundo y del movimiento del mundo. Con Cioran, la negación. Y con Melville, esa torre que es también una ballena.
En su prólogo a
Los ensayos, el traductor Bayod apunta a la tensión de Montaigne, que le da soterrada tragedia a la escritura:
¿Cómo compaginar estas dos caras: el Montaigne del perpetuum mobile y el Montaigne de la naturaleza regular y normativa, el Montaigne escéptico y el que apela a la regla de la razón, el Montaigne del tanteo indeciso y el de las tesis taxativas? No parece que se trate de una evolución filosófica. ¿Acaso se trata de una tensión interna esencial a su pensamiento?
Añado
Montaigne y la filosofía, de Comte-Sponville, una de esas estafas editoriales consistentes en engordar una conferencia para que parezca un libro, pero que está bien. Ahí se cita una frase de Montaigne sobre el cambio: "Sólo pretendo descubrirme a mí mismo, que seré otro por ventura mañana, si un nuevo aprendizaje me cambiara". El aprendiz al sol: al sol de Montaigne.