Con el Black Friday, ese Halloween de las compras (¡mi acción de gracias es por el contagio estadounidense!), se ha adelantado el encendido del alumbrado navideño. Hemos entrado así en la embriaguez de las lucecitas y el consumo, y ahora, al visualizarlo, es cuando se hace palpable la estrategia de Rajoy. Poner las elecciones el 20 de diciembre llevaba una coacción subliminal: no estaría bien descabalgar del trineo a Papá Noel a cuatro días de Nochebuena. Papá Noel es aquí, naturalmente, el único candidato con barba blanca. No votarlo sería más feo que matar a la madre de Bambi.
A propósito de Bambi, no se ha hablado del gran favor que le hizo Zapatero a Rajoy al poner las generales de 2011 un 20 de noviembre. Lo que pretendía el anterior presidente, en línea con su política de reanimación del guerracivilismo, era motejar de franquista al gobierno del PP que iba a suceder al suyo. Pero la fuerza de la fecha ha impedido que, cuatro años después, se enjuiciara a ese gobierno: lo único que se ha hecho ha sido hablar de Franco. Seguro que Rajoy le ha puesto una velita al viejo caudillo y otra a Zapatero. Eso sí que ha sido una pinza, y en su favor.
Pero el 20-N fue hace diez días y lo que ya manda es la Navidad, la Navidad electoral de villancicos y mítines, nieve y papeletas, zambombas y zambombazos. Hay tanta impaciencia entre nuestros políticos por montar el belén, que Monedero ya ha sacado el camello (señalando a Rivera, quien por su parte dice que lo más que ha habido en su nariz han sido motas de merengue). Cada vez que pones la tele está Pablo Iglesias con la guitarra, Sánchez con sus misas del gallo (o del gallito), el Kichi y su coro cantando “Noche de paz” o los nacionalistas fungiendo de caganers... Por su parte, el presidente ha prometido bajar los impuestos, que es como prometerles a los españoles un dinerito para que ellos se hagan sus propios regalos. Un dinerito que Rajoy les va a dar por el procedimiento de no quitárselo: así que ni Papá Noel ni los Reyes serían los padres, sino los propios electores.
Al final, la no asistencia de Rajoy a los debates a cuatro no hace más que responder a su estrategia: quiere reforzar la faceta de Papá Noel como benefactor ausente. Aparecerá con Sánchez, eso sí: pero será un guiño nostálgico al bipartidismo pasado. Todo Papá Noel rehúye mostrarse en la realidad, pero no en las películas. Por otra parte, debe dosificar sus apariciones: el otro día, con las collejas a su hijo, el demonio de la Navidad casi lo sacó del papel de Papá Noel para meterlo en el de Herodes, que es otro personaje fundamental de estas entrañables fechas. Y digo casi porque las collejas fueron tirando a blanditas. El niño ni lloró.
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En El Español.
30.11.15
26.11.15
Etiquetado
Asistí el martes a una sesión instructiva. Omitiré nombres para que brille su carácter de parábola; y porque, en este caso, las personas son lo de menos: importa el síntoma.
Era un coloquio entre un periodista y un profesor universitario sobre la situación política actual, con la perspectiva de las elecciones del 20 de diciembre. En el turno de preguntas (ese momento en que, por lo general, se hacen perceptibles los estragos de las tertulias sobre la población), tomó la palabra un viejo catedrático. Entre sus consideraciones sobre el momento presente, dijo que había participado en el 15-M (“no todos eran jóvenes”) y que creía en la “emancipación” futura del ser humano. En su respuesta, el profesor aludió (sin énfasis) al enfoque “marxista” del catedrático. Y entonces este saltó: “¿Marxista? ¡No me etiquetes! Porque por tu discurso neoliberal ya vemos todos que eres un derechón...”. Siguieron otros calificativos en esta línea, mezclados con quejas contra “la manía de etiquetar”. Después del acto, en un corrillo, le llamó también “joseantoniano”.
Como vemos, hay algunos que están (que dicen estar) en la nueva política pero que tienen tics antiquísimos. El del etiquetado es curioso. Por un lado, se pronuncian en contra: el “no a las etiquetas” forma parte de su pack, que es un pack presumido y romántico, de apariencia espontaneísta. Por el otro, las utilizan contra los demás sin complejo. Hay un componente cínico, o táctico, aquí. Pero yo creo que en el fondo se trata de un problema de percepción. Determinadas posturas políticas e intelectuales se asientan en la fe de sus devotos. Estos las consideran, por decirlo así, “lo normal”. Las dan por hecho, y ven en toda crítica una agresión y en todo etiquetado un intento de menoscabarlas. En el etiquetado que ellos mismos practican, en cambio, no encuentran ningún problema, puesto que a sus adversarios (los que no están en “lo normal”) sí los consideran etiquetables.
El profesor, por su lado, solo dijo lo de “marxista”, y ni siquiera referido al catedrático, sino a su enfoque. Sus reflexiones no fueron estrictamente neoliberales, ni de derechas. Habló de la complejidad de las sociedades, de que cambiarlas no es tan fácil ni depende solo de la voluntad. Habló de las limitaciones de los gobernantes y la responsabilidad de la ciudadanía; de que hay que atender a lo concreto, a lo real... Su discurso discurría por una saludable veta pragmática, tolerante, anglosajona. Quizá por esto último el catedrático lo etiquetó además así: “Eres el Fraga que volvió de Londres, la reacción escondida bajo una apariencia de modernidad”.
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En El Español.
Era un coloquio entre un periodista y un profesor universitario sobre la situación política actual, con la perspectiva de las elecciones del 20 de diciembre. En el turno de preguntas (ese momento en que, por lo general, se hacen perceptibles los estragos de las tertulias sobre la población), tomó la palabra un viejo catedrático. Entre sus consideraciones sobre el momento presente, dijo que había participado en el 15-M (“no todos eran jóvenes”) y que creía en la “emancipación” futura del ser humano. En su respuesta, el profesor aludió (sin énfasis) al enfoque “marxista” del catedrático. Y entonces este saltó: “¿Marxista? ¡No me etiquetes! Porque por tu discurso neoliberal ya vemos todos que eres un derechón...”. Siguieron otros calificativos en esta línea, mezclados con quejas contra “la manía de etiquetar”. Después del acto, en un corrillo, le llamó también “joseantoniano”.
Como vemos, hay algunos que están (que dicen estar) en la nueva política pero que tienen tics antiquísimos. El del etiquetado es curioso. Por un lado, se pronuncian en contra: el “no a las etiquetas” forma parte de su pack, que es un pack presumido y romántico, de apariencia espontaneísta. Por el otro, las utilizan contra los demás sin complejo. Hay un componente cínico, o táctico, aquí. Pero yo creo que en el fondo se trata de un problema de percepción. Determinadas posturas políticas e intelectuales se asientan en la fe de sus devotos. Estos las consideran, por decirlo así, “lo normal”. Las dan por hecho, y ven en toda crítica una agresión y en todo etiquetado un intento de menoscabarlas. En el etiquetado que ellos mismos practican, en cambio, no encuentran ningún problema, puesto que a sus adversarios (los que no están en “lo normal”) sí los consideran etiquetables.
El profesor, por su lado, solo dijo lo de “marxista”, y ni siquiera referido al catedrático, sino a su enfoque. Sus reflexiones no fueron estrictamente neoliberales, ni de derechas. Habló de la complejidad de las sociedades, de que cambiarlas no es tan fácil ni depende solo de la voluntad. Habló de las limitaciones de los gobernantes y la responsabilidad de la ciudadanía; de que hay que atender a lo concreto, a lo real... Su discurso discurría por una saludable veta pragmática, tolerante, anglosajona. Quizá por esto último el catedrático lo etiquetó además así: “Eres el Fraga que volvió de Londres, la reacción escondida bajo una apariencia de modernidad”.
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En El Español.
23.11.15
El diálogo
Quienes claman por el diálogo en toda circunstancia conocen, sin duda, su carácter civilizatorio. Al invocarlo están invocando la civilización: manifiestan una intención civilizatoria. Pero ignoran lo que es diálogo: ignoran que requiere ciertas condiciones y no puede darse en toda circunstancia. No porque no se quiera, sino porque no se puede.
El diálogo depende de dos, la intención de uno no basta. Sencillamente, no es posible dialogar con el que amenaza con matar a su interlocutor, por voluntarioso que este sea. Tampoco es posible dialogar con el que tiene una idea sustancial del lenguaje: con el que no se acomoda a su carácter de mero instrumento simbólico; incluso (y con más razón, cabría decir) cuando lo que nombra es la divinidad.
Del terrorismo islamista hemos pasado al recuerdo del terrorismo de ETA, por el aniversario del asesinato de Ernest Lluch en 2000. Aurora Nacarino-Brabo ha escrito en EL ESPAÑOL sobre él. Y ha recuperado el vídeo en que Lluch les dice a los proetarras un año antes, en un mitin del PSOE en San Sebastián: “Qué alegría llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban y ahora no matan. [...] ¡Gritad, porque, mientras gritéis, no mataréis!”.
Aquellos gritos de 1999, aquel no escuchar y casi no dejar hablar, que ya de por sí inutilizaban todo propósito de diálogo, se tradujeron en el asesinato del que quería dialogar. Por eso la famosa insistencia en el diálogo de Gemma Nierga, sin duda bienintencionada, era de una negligencia insoportable. Leo ahora en la noticia que Pasqual Maragall también metió baza entonces, con retórica prepodemita: “El presidente [Aznar] se ha dado cuenta de cuál es el sentimiento de la gente”. Al cabo, era una cuestión de sentimiento... y de emplear contra el gobierno del PP esa idea adulterada del “diálogo”.
Savater publicó aquellos días un artículo en el que, junto a una hermosa evocación de Lluch, recordaba cómo este lo tachó en su momento de “visceralmente nacionalista” (español, se entiende, según el ping-pong habitual); solo por haber denostado el nacionalismo. Lluch también tachó de nazi a Jünger, que era conservador e incluso reaccionario, pero antinazi. En estos casos su espíritu tolerante caía en la intolerancia.
Al final, había una determinación ideológica que trazaba, según la triste expresión que se pondría de moda en el zapaterismo, “cordones sanitarios”. De los que paradójicamente se quedaban fuera aquellos que iban armados y mataban; y los que, por absolutizar el sentimiento, malversaban en la práctica el verdadero diálogo: ese que no es posible si no se dan las condiciones.
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En El Español.
El diálogo depende de dos, la intención de uno no basta. Sencillamente, no es posible dialogar con el que amenaza con matar a su interlocutor, por voluntarioso que este sea. Tampoco es posible dialogar con el que tiene una idea sustancial del lenguaje: con el que no se acomoda a su carácter de mero instrumento simbólico; incluso (y con más razón, cabría decir) cuando lo que nombra es la divinidad.
Del terrorismo islamista hemos pasado al recuerdo del terrorismo de ETA, por el aniversario del asesinato de Ernest Lluch en 2000. Aurora Nacarino-Brabo ha escrito en EL ESPAÑOL sobre él. Y ha recuperado el vídeo en que Lluch les dice a los proetarras un año antes, en un mitin del PSOE en San Sebastián: “Qué alegría llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban y ahora no matan. [...] ¡Gritad, porque, mientras gritéis, no mataréis!”.
Aquellos gritos de 1999, aquel no escuchar y casi no dejar hablar, que ya de por sí inutilizaban todo propósito de diálogo, se tradujeron en el asesinato del que quería dialogar. Por eso la famosa insistencia en el diálogo de Gemma Nierga, sin duda bienintencionada, era de una negligencia insoportable. Leo ahora en la noticia que Pasqual Maragall también metió baza entonces, con retórica prepodemita: “El presidente [Aznar] se ha dado cuenta de cuál es el sentimiento de la gente”. Al cabo, era una cuestión de sentimiento... y de emplear contra el gobierno del PP esa idea adulterada del “diálogo”.
Savater publicó aquellos días un artículo en el que, junto a una hermosa evocación de Lluch, recordaba cómo este lo tachó en su momento de “visceralmente nacionalista” (español, se entiende, según el ping-pong habitual); solo por haber denostado el nacionalismo. Lluch también tachó de nazi a Jünger, que era conservador e incluso reaccionario, pero antinazi. En estos casos su espíritu tolerante caía en la intolerancia.
Al final, había una determinación ideológica que trazaba, según la triste expresión que se pondría de moda en el zapaterismo, “cordones sanitarios”. De los que paradójicamente se quedaban fuera aquellos que iban armados y mataban; y los que, por absolutizar el sentimiento, malversaban en la práctica el verdadero diálogo: ese que no es posible si no se dan las condiciones.
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En El Español.
19.11.15
La embarazada
Dejo a los terroristas islámicos con su fanatismo y sus crímenes y su achicamiento de Alá, y a nuestra pseudoizquierda con sus minutos de silencio escandaloso y sus pisarelladas y sus “pero” en el segundo renglón. Ya habrá tiempo de volver sobre ellos, porque van a seguir. De hecho, no han parado. Pero (¡yo también tengo un pero!) hoy me quedo con la embarazada, que ya está a salvo de los tiros y del balcón; aunque no del resto de la vida. Esta es precaria siempre: una de las tensiones que el nihilismo no soporta.
En estos días de tristeza y rabia (y de alucinamiento con nuestros alienígenas) he llegado al final de En busca del tiempo perdido, que empecé antes del verano. Han sido meses franceses y parisinos, de manera que puede decirse que los atentados me han pillado allí. Mental y vitalmente. La visión de Proust es compleja, conflictiva: la vida aparece con todo, lo bueno y lo malo, el amor y el odio, la virtud y el vicio, el placer y el sufrimiento; y todo sujeto al tiempo que pasa y destruye y renueva y se pierde. Mucho lío para las cabezas dogmáticas, sean del Islam o de la escolástica marxista.
En las últimas páginas, cuando Marcel ha alcanzado la comprensión que le decide a emprender la obra, se siente embarazado. No utiliza esta palabra, pero escribe: “Ahora, sentirme portador de una obra hacía para mí más temible un accidente que me costara la vida, lo hacía hasta absurdo (en la medida en que esta obra me parecía necesaria y duradera)”. Nietzsche sí empleó la palabra en este fragmento póstumo: “En estado de embarazo nos escondemos y somos miedosos: pues sentimos que, si nos defendemos, perjudicaremos a aquello que amamos más que a nosotros mismos”.
La mujer fue cobarde y valiente, se escondió en el peligro (huyendo de otro peligro), fue ayudada, se salvó. No es una metáfora: fue una vida colgando, con otra dentro; mientras abajo unos mataban y otros morían o huían entre disparos. Arcadi Espada escribió el martes: “André Glucksmann ha muerto sin demostrar que el terrorismo islamista fuera un nihilismo. Cuando a lo que más se asemeja es a un contrato entre la vida arrebatada y el más allá”. Pero si algo desenmascaró Nietzsche fue el nihilismo que late en esos “contratos” con el más allá, con el trasmundo. Los terroristas son nihilistas. La mujer que intenta salvar su vida y la vida que lleva dentro, la vida futura, es justo lo contrario.
Se habla de lo temibles que son los asesinos islamistas, porque no les importa morir. En realidad están cagados con la vida: no soportan su inestabilidad, su ambigüedad, su complejidad, sus tensiones proustianas. Más temibles (aunque también más vulnerables) son aquellos a los que sí les importa vivir.
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En El Español.
En estos días de tristeza y rabia (y de alucinamiento con nuestros alienígenas) he llegado al final de En busca del tiempo perdido, que empecé antes del verano. Han sido meses franceses y parisinos, de manera que puede decirse que los atentados me han pillado allí. Mental y vitalmente. La visión de Proust es compleja, conflictiva: la vida aparece con todo, lo bueno y lo malo, el amor y el odio, la virtud y el vicio, el placer y el sufrimiento; y todo sujeto al tiempo que pasa y destruye y renueva y se pierde. Mucho lío para las cabezas dogmáticas, sean del Islam o de la escolástica marxista.
En las últimas páginas, cuando Marcel ha alcanzado la comprensión que le decide a emprender la obra, se siente embarazado. No utiliza esta palabra, pero escribe: “Ahora, sentirme portador de una obra hacía para mí más temible un accidente que me costara la vida, lo hacía hasta absurdo (en la medida en que esta obra me parecía necesaria y duradera)”. Nietzsche sí empleó la palabra en este fragmento póstumo: “En estado de embarazo nos escondemos y somos miedosos: pues sentimos que, si nos defendemos, perjudicaremos a aquello que amamos más que a nosotros mismos”.
La mujer fue cobarde y valiente, se escondió en el peligro (huyendo de otro peligro), fue ayudada, se salvó. No es una metáfora: fue una vida colgando, con otra dentro; mientras abajo unos mataban y otros morían o huían entre disparos. Arcadi Espada escribió el martes: “André Glucksmann ha muerto sin demostrar que el terrorismo islamista fuera un nihilismo. Cuando a lo que más se asemeja es a un contrato entre la vida arrebatada y el más allá”. Pero si algo desenmascaró Nietzsche fue el nihilismo que late en esos “contratos” con el más allá, con el trasmundo. Los terroristas son nihilistas. La mujer que intenta salvar su vida y la vida que lleva dentro, la vida futura, es justo lo contrario.
Se habla de lo temibles que son los asesinos islamistas, porque no les importa morir. En realidad están cagados con la vida: no soportan su inestabilidad, su ambigüedad, su complejidad, sus tensiones proustianas. Más temibles (aunque también más vulnerables) son aquellos a los que sí les importa vivir.
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En El Español.
13.11.15
12.11.15
Toreros en el Parlament
Cataluña tuvo su Semana Trágica en 1909, y en 2015 ha tenido su Semana Cómica. Aún estamos en ella. Cómica pero sin gracia. Qué vergüenza estoy pasando. Ajena, por supuesto. Nunca pensé que pudieran ir tan lejos, ni caer tan bajo, ni ser tan ridículos. La peor España es la que hoy se autopercibe como antiespañola. Podría no ser así (no hay ninguna verdad metafísica sobre las naciones). Pero lo es: por pura verdad histórica. Es un resultado: contingente pero inapelable.
Me entretiene el jaleo y me da morbo el papelón de los demás. Pero hasta en esto hay un límite. Traspasados los últimos restos del decoro, se acabó la diversión: solo queda el bochorno. Me ha faltado estómago para ver en directo el esperpento del Parlament. La he repasado ahora, en dosis rápidas, como se toman los purgantes.
Qué vergüenza, por favor. Qué vergüenza. Nuestra región más europeizante (¡llámenla “nación” si quieren, me la suda!), despeñada a la anti-Europa; los sótanos de los que habíamos salido. ¡Con tanto esfuerzo! ¡Y tan tarde! Y ahora otra vez al foso. Por culpa de los nacionalistas: menos de la mitad de la población. Y aunque fueran más: ¡qué improcedentes estos imperialistas del prójimo, ocupando el espacio de todos con sus pedos cerriles! ¡Cortando el Estado con un serrucho chapucero, en plan Pepe Gotera y Otilio! Los peores arriba de su sociedad, flotando como zurullos en la mar salada. Purita selección adversa. Los más impresentables prosperando. Tejeros al timón.
Cuando un cronista sueco vio las imágenes del golpe del 23-F, se tradujo mentalmente lo que veía por medio de lo que sabía de la España castiza. Escribió este titular: “Un torero con pistola asalta el Parlamento español”. Fue el mejor resumen de aquella astracanada. Valle-Inclán habló por un sueco.
En el Parlament no ha habido pistolas estos días (algo es algo), pero sí muchos toreros. Junts pel Sí es un Tejero colegiado rompiendo con la Constitución. Con la anuencia de la CUP y la indolencia esteticista de Podemos (el esteticismo de compadrear con los fachas hoy realmente existentes para que no te llamen “facha” de los de hace cuarenta años). También, y esta es la desgracia, con un apoyo de la población considerable: algo que no pasó en 1981. Por esto la situación es peor: la democracia está más efectivamente amenazada.
El consenso constitucional se ha roto, claro que se ha roto: ¡lo han roto ellos! Por capricho. Por puro ceporrismo hispánico. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Empezar otra vez? ¿Cuántos decenios o siglos? ¿Tras cuánta miseria? ¿Para acabar, con muchísima suerte, en la misma solución?
* * *
En El Español.
Me entretiene el jaleo y me da morbo el papelón de los demás. Pero hasta en esto hay un límite. Traspasados los últimos restos del decoro, se acabó la diversión: solo queda el bochorno. Me ha faltado estómago para ver en directo el esperpento del Parlament. La he repasado ahora, en dosis rápidas, como se toman los purgantes.
Qué vergüenza, por favor. Qué vergüenza. Nuestra región más europeizante (¡llámenla “nación” si quieren, me la suda!), despeñada a la anti-Europa; los sótanos de los que habíamos salido. ¡Con tanto esfuerzo! ¡Y tan tarde! Y ahora otra vez al foso. Por culpa de los nacionalistas: menos de la mitad de la población. Y aunque fueran más: ¡qué improcedentes estos imperialistas del prójimo, ocupando el espacio de todos con sus pedos cerriles! ¡Cortando el Estado con un serrucho chapucero, en plan Pepe Gotera y Otilio! Los peores arriba de su sociedad, flotando como zurullos en la mar salada. Purita selección adversa. Los más impresentables prosperando. Tejeros al timón.
Cuando un cronista sueco vio las imágenes del golpe del 23-F, se tradujo mentalmente lo que veía por medio de lo que sabía de la España castiza. Escribió este titular: “Un torero con pistola asalta el Parlamento español”. Fue el mejor resumen de aquella astracanada. Valle-Inclán habló por un sueco.
En el Parlament no ha habido pistolas estos días (algo es algo), pero sí muchos toreros. Junts pel Sí es un Tejero colegiado rompiendo con la Constitución. Con la anuencia de la CUP y la indolencia esteticista de Podemos (el esteticismo de compadrear con los fachas hoy realmente existentes para que no te llamen “facha” de los de hace cuarenta años). También, y esta es la desgracia, con un apoyo de la población considerable: algo que no pasó en 1981. Por esto la situación es peor: la democracia está más efectivamente amenazada.
El consenso constitucional se ha roto, claro que se ha roto: ¡lo han roto ellos! Por capricho. Por puro ceporrismo hispánico. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Empezar otra vez? ¿Cuántos decenios o siglos? ¿Tras cuánta miseria? ¿Para acabar, con muchísima suerte, en la misma solución?
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9.11.15
Contra Muñoz Molina
Con Antonio Muñoz Molina pasa algo que no es normal: todos le zurran. Estar en contra de él parece de buen tono. En estos últimos años he visto cómo le criticaban periodistas de derechas (incluso de ultraderecha) y escritores marxistas, y hasta alguno de centro. Se ríen de él los vanguardistas (¡sí, todavía hay vanguardistas!) y los modernitos; los frivolones que están de vuelta de todo y los tradicionalistas (¡también los hay!). Esta unanimidad pudiera ser el signo de que el criticado se lo merece. Pero estamos en España: si se le critica no es por sus defectos, sino por sus virtudes.
Ha vuelto a pasar esta semana, con el artículo que le dedicó el escritor Alberto Olmos a propósito del documental El oficio de escritor, de TVE. Muñoz Molina respondió melancólicamente en su blog. Yo leí los dos textos antes de ver el documental, que me ha parecido que estaba muy bien. Agradable y algo edulcorado, como le corresponde al género, pero en último extremo elegante, sin énfasis. El autor reflexiona sobre su vida y sobre su obra, habla de su oficio: defiende su oficio, en lo que tiene de artesanal. Transmite la imagen de un hombre tranquilo, que se dedica a la suyo, a hacer su vida, y que trabaja; que interviene en la conversación pública cuando le llaman o lo considera necesario. Sin alardes.
Mi conclusión es que se le desprecia por una mezcla de clasismo y envidia. Envidia de sus éxitos, de su suerte, de la posición que ha alcanzado. Clasismo por el hecho de que venga de un pueblo (del pueblo) y se haya cultivado por su cuenta. Esto del clasismo resulta hoy poco confesable, y los que lo practican negarán practicarlo. Pero se les huele: esas risitas de los entendidos hacia el parvenu. Tampoco hay que descartar su discurso sensato, ilustrado, de socialdemócrata realista, como fuente de animadversiones. Aquí viste más lo loco y lo romántico, la heterodoxia adocenada. Cuando, a juzgar por los aplausos prodigados a quienes lo zarandean, quizá debamos considerar que el verdadero heterodoxo es Muñoz Molina.
Un heterodoxo, ciertamente, que no va de ello: que recibe premios oficiales (como el Príncipe de Asturias) y que recibió el más comercial (por una novela digna); que es académico, que ha sido director de un Cervantes y ha estado más o menos cobijado en El País. Pero nunca se ha comportado con servilismo, sino al contrario: ha pasado por todo ello con sobriedad y ha sido crítico cuando había que serlo. Se suelen insinuar “oscuras maniobras”, pero nunca he logrado que me concretaran ninguna. El efecto en mí ha sido el contrario: su caso me ha servido para reconciliarme un poco con las instituciones y medios que lo han reconocido. Como si eso fuera lo normal.
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En El Español.
Ha vuelto a pasar esta semana, con el artículo que le dedicó el escritor Alberto Olmos a propósito del documental El oficio de escritor, de TVE. Muñoz Molina respondió melancólicamente en su blog. Yo leí los dos textos antes de ver el documental, que me ha parecido que estaba muy bien. Agradable y algo edulcorado, como le corresponde al género, pero en último extremo elegante, sin énfasis. El autor reflexiona sobre su vida y sobre su obra, habla de su oficio: defiende su oficio, en lo que tiene de artesanal. Transmite la imagen de un hombre tranquilo, que se dedica a la suyo, a hacer su vida, y que trabaja; que interviene en la conversación pública cuando le llaman o lo considera necesario. Sin alardes.
Mi conclusión es que se le desprecia por una mezcla de clasismo y envidia. Envidia de sus éxitos, de su suerte, de la posición que ha alcanzado. Clasismo por el hecho de que venga de un pueblo (del pueblo) y se haya cultivado por su cuenta. Esto del clasismo resulta hoy poco confesable, y los que lo practican negarán practicarlo. Pero se les huele: esas risitas de los entendidos hacia el parvenu. Tampoco hay que descartar su discurso sensato, ilustrado, de socialdemócrata realista, como fuente de animadversiones. Aquí viste más lo loco y lo romántico, la heterodoxia adocenada. Cuando, a juzgar por los aplausos prodigados a quienes lo zarandean, quizá debamos considerar que el verdadero heterodoxo es Muñoz Molina.
Un heterodoxo, ciertamente, que no va de ello: que recibe premios oficiales (como el Príncipe de Asturias) y que recibió el más comercial (por una novela digna); que es académico, que ha sido director de un Cervantes y ha estado más o menos cobijado en El País. Pero nunca se ha comportado con servilismo, sino al contrario: ha pasado por todo ello con sobriedad y ha sido crítico cuando había que serlo. Se suelen insinuar “oscuras maniobras”, pero nunca he logrado que me concretaran ninguna. El efecto en mí ha sido el contrario: su caso me ha servido para reconciliarme un poco con las instituciones y medios que lo han reconocido. Como si eso fuera lo normal.
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En El Español.
6.11.15
5.11.15
Los otros
El tiempo nos va haciendo papilla de manera maravillosa. Hay que quitarse el sombrero, aunque se vea la calva.
Jaime Gil de Biedma, del que ahora se editan sus diarios definitivos, citaba al filósofo Anaximandro: “Donde tuvo su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino. Las cosas deben pagar unas a otras su castigo y pena según sentencia del tiempo”.
Gil de Biedma fue uno de los “hombres de la cultura” que apoyó al PSOE en los ochenta; aunque este dato no dice nada: al PSOE lo apoyaban entonces casi todos (este es el dato que dice). Para Zapatero quedaban todavía bastantes. Para Sánchez hemos visto ahora que casi ninguno.
En 2008 todavía hubo zancadillas por el vídeo de la ceja. “Se han juntado sin avisar”, me dijeron que protestó un actor. Para cada uno de los que estuvieron importaban los otros: que sumaran, como se dice hoy, y no restaran. Les beneficiaba que quedase un buen grupito, un cogollito. Al final no hubo mucha novedad: estuvieron los de siempre, pero gente con exitillo aún. Algo es algo.
Esta vez ni eso. Me imagino la cara que se le quedó al Algarrobo al ver que solo estaba Beatriz Carvajal. No había “otros” en los que refugiarse, “otros” que tiraran de él hacia arriba: únicamente otra del pasado, como él mismo. (Bueno, también fueron Forges, Paquito Clavel, pocos más). No pegaba “defender la alegría”. Se hubiera notado huecos entre las risas, como en un teatro semivacío.
Aunque en esta precampaña el que defiende la alegría (y hasta las risas) es el PP. La consigna del PSOE en 2008 era “no seas cenizo”. La misma que la del PP en 2015. Parece que el optimismo lo insufla el poder.
El PSOE se lo ha jugado todo a rejuvenecerse, con el tipín lampiño de Sánchez, competitivo con el de Rivera. Pero monta su primer sarao y solo se presentan talluditos, y encima pocos. Los que acudieron, como digo, se llevarían un chasco al ver quiénes eran los otros: unos individuos tan cascados como ellos. Eran casi Los otros de Amenábar. Ni siquiera estuvo Almodóvar.
Cuando llegó el PP al poder, en 1996, solo tenía a Norma Duval prácticamente. Ahora el PSOE no tiene más que a Beatriz Carvajal y al Algarrobo. “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”, escribió Borges. Todo apoyo de la gente de la cultura al PSOE parece que también.
* * *
En El Español.
Jaime Gil de Biedma, del que ahora se editan sus diarios definitivos, citaba al filósofo Anaximandro: “Donde tuvo su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino. Las cosas deben pagar unas a otras su castigo y pena según sentencia del tiempo”.
Gil de Biedma fue uno de los “hombres de la cultura” que apoyó al PSOE en los ochenta; aunque este dato no dice nada: al PSOE lo apoyaban entonces casi todos (este es el dato que dice). Para Zapatero quedaban todavía bastantes. Para Sánchez hemos visto ahora que casi ninguno.
En 2008 todavía hubo zancadillas por el vídeo de la ceja. “Se han juntado sin avisar”, me dijeron que protestó un actor. Para cada uno de los que estuvieron importaban los otros: que sumaran, como se dice hoy, y no restaran. Les beneficiaba que quedase un buen grupito, un cogollito. Al final no hubo mucha novedad: estuvieron los de siempre, pero gente con exitillo aún. Algo es algo.
Esta vez ni eso. Me imagino la cara que se le quedó al Algarrobo al ver que solo estaba Beatriz Carvajal. No había “otros” en los que refugiarse, “otros” que tiraran de él hacia arriba: únicamente otra del pasado, como él mismo. (Bueno, también fueron Forges, Paquito Clavel, pocos más). No pegaba “defender la alegría”. Se hubiera notado huecos entre las risas, como en un teatro semivacío.
Aunque en esta precampaña el que defiende la alegría (y hasta las risas) es el PP. La consigna del PSOE en 2008 era “no seas cenizo”. La misma que la del PP en 2015. Parece que el optimismo lo insufla el poder.
El PSOE se lo ha jugado todo a rejuvenecerse, con el tipín lampiño de Sánchez, competitivo con el de Rivera. Pero monta su primer sarao y solo se presentan talluditos, y encima pocos. Los que acudieron, como digo, se llevarían un chasco al ver quiénes eran los otros: unos individuos tan cascados como ellos. Eran casi Los otros de Amenábar. Ni siquiera estuvo Almodóvar.
Cuando llegó el PP al poder, en 1996, solo tenía a Norma Duval prácticamente. Ahora el PSOE no tiene más que a Beatriz Carvajal y al Algarrobo. “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”, escribió Borges. Todo apoyo de la gente de la cultura al PSOE parece que también.
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