Viajé el sábado en el Iryo, un tren que va por las mismas vías que los del ministro The Puentete pero a la antigua: con suavidad, sin tropezones, con puntualidad; al contrario que los de The Puentete. A los diez minutos había hecho el check-in en el hotel (uno de los de Atocha) y a la media hora estaba en el Thyssen. A propósito, por los altavoces del Iryo no se menciona el nombre de Almudena Grandes (y esperemos que tampoco se mencione el de Julio Anguita al pasar por Córdoba): todo son ventajas.
La exposición es ligeramente decepcionante, pero está bien. Yo esperaba más utilería proustiana, aunque me di por satisfecho con la palabra PROUST enorme de la entrada y la camarita final con unos manuscritos suyos (de correcciones de pruebas) y las primeras ediciones de la Recherche, mientras sonaba con un soplo discreto el tema de Vinteuil. Me sobraban los Rembrandt.
Una amiga me recomendó contratar un guía, pero es lo último que quiero en los museos, y desde antes de haber leído la andanada de Bernhard contra los guías en Maestros antiguos. Me pierdo así datos, conexiones, pero en favor de la burbuja que busco: la que me encierra con algún cuadro de vez en cuando, como con un cuerpo, un cuerpo magnético. Radiaciones a veces, sensoriales, emocionales, incluso filosóficas y espirituales. Proust era entonces una excusa para una colección de obras más o menos evocadoras de Proust, pero que se podían disfrutar sin Proust. A la salida vendían magdalenas.
Después he visto que en la web del Thyssen ofrecen una visita virtual. Y he leído artículos atrasados: una buena presentación de Galo Abrain ("En busca de Proust: su vida y su tiempo a través de la pintura"), una presentación petarda de Fanjul ("Aristócratas y nenúfares: el postureo decimonónico en la visión de Marcel Proust"), una crítica inteligente de Javier Montes ("Marcel Proust en el Thyssen: un paseo fetichista y sin aliento poético") y una síntesis proustiana de Trapiello, con estupenda cita de Azúa ("El milagro de una analogía: Proust").
Fuera aguardaba Madrid, primaveral. Me aseguraron que hasta el día anterior hizo mal tiempo. El fin de semana lo pasé entre encuentros y soledades, y el lunes por la mañana, antes de mi tren de vuelta, fui al Jardincito (el del príncipe Anglona) a recibir mi nueva edad: estos insidiosos 59 que al menos me han sacado de los años con que murió Bernhard. A continuación viene la vejez: para mí los 60 no serán los nuevos 40, sino los nuevos 80. Al borde del pijama de madera, de acuerdo con mi humor schopenhaueriano.
Pero ah! En el Jardincito se estaba divinamente. Había rosas (rojas, rosas, amarillas). Cantaban (¡y revoloteaban!) pajarillos. Las hojas de los árboles las movía un aire fresco de mundo recién comenzado. En mi rostro daba el solecito con el parpadeo de las ramas, renaciéndolo. Desde fuera el sonido del tráfico era casi absolutorio, así como la lejana cruz verde, luminosa, de la farmacia de detrás de la verja. El tiempo recobrado, de repente. Una cierta curiosidad por lo que ha de pasar todavía.
Como en aquellos versos de Gil de Biedma: "Pero también / la vida nos sujeta porque precisamente / no es como la esperábamos".
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En The Objective.