Los vanguardistas se volvieron locos con la electricidad y yo también. ¡Más bella que la Victoria de Samotracia! El futurista pessoano Álvaro de Campos empezaba así su Oda triunfal: "A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fábrica tengo fiebre y escribo. / Escribo rechinando los dientes, fiera ante toda esta belleza, / ante toda esta belleza absolutamente desconocida por los antiguos". Han pasado cien años y la electricidad es a su vez antigua: antigua y siempre presente. Ha dejado de ser sorprendente para ser cotidiana.
Los amores crecen en las ausencias y me han bastado quince horas sin ella para que se intensifique mi amor. Un amor que es por mi vida misma, hecha de electricidad. Los botarates de uno y otro bando (los extremos no es que se toquen, es que se la chupan) dedicaron el apagón a cantar la vida deselectrizada, como si la muerte no fuera justo eso. Los reaccionarios medievalistas creyeron ver cómo se restablecían los viejos vínculos naturales (no tuvieron tiempo de localizar adúlteras por ver si las lapidaban). Los progresistas decrecentistas encontraron las virtudes de la vida hippy en las calles, como si al Capital lo hubiese matado la mismísima bruja Avería.
Sánchez y los sanchistas eludieron toda responsabilidad y lanzaron simultáneamente dos admoniciones opuestas: la de que no había sido para tanto y la de que era gravísima la culpa de las "operadoras privadas". Lo cierto es que fue mucho para muchos: aparte de para los cinco muertos contados hasta ahora (para quienes lo fue todo), para los atrapados en ascensores y trenes, o en ciudades extrañas sin hotel, para los incomunicados de sus padres o sus hijos, para los que no pudieron acudir a una cita clave, para los amantes separados, para los que vieron arruinada una jornada prometedora. Perder un día es perderlo todo, en realidad.
A mí no me fue mal, pero fue un fastidio. Era una fecha decisiva (aunque casi todas mis fechas son decisivas). Estuve toda la tarde sin teléfono ni transistor y me asaltaron los bulos del colapso de Europa; mi cielo estaba tranquilo, pero pensaba en lejanos cielos bombardeados. Un fin del mundo más: en el fondo, otra distracción. Sí está bien que el tiempo salga como un galápago y las horas sean de pronto interminables. Pero la emoción dura un ratito. En seguida lo que quiero es marcha: marcha eléctrica. Cada gota o macuto de electricidad, en pilas, baterías y grupos electrógenos, reductos de la vida perdida, era ciertamente más bella que la Victoria de Samotracia. El que el apagón fuese durante el día permitió que la ausencia de la electricidad se percibiese en su esencia. De noche fue un borrón sin chicha. Pero ya estaba en casa.
Hubo final feliz de súbito. Sin poder reanudar Centauros del desierto, porque no tenía internet, y cansado de leer con la linterna El malogrado, aproveché la batería que le quedaba al iphone para empezar en la pantalla La dulce existencia. ¡Una semana ha durado mi irrevocable boicot a Anagrama, pero ha sido por Milena! Existencia dulce y deliciosa la de su lectura, ligereza contra engrudos prosísticos hispánicos y una sutil sintaxis del vivir: ¡cosa rarísima por estos lares! Hasta que murió la batería y, a oscuras, me venció el sueño. A las tres de la madrugada me desperté: se había encendido la lámpara del techo. De nuevo mi amor. "¡Viva la vida eléctrica!", me dije. La apagué y encendí la luz de la mesilla. Me quedé mirándola como si yaciera en mi almohada. Por fin la apagué también, pero sabiendo que podía volver a encenderla.
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En The Objective.