31.1.17

Aznar, punki de mayor

Me he sentado a escribir sobre José María Aznar cuando ha llegado la noticia de la muerte de Paloma Chamorro, nuestra benefactora de La Edad de Oro. Y me he acordado de lo que contó hace poco Jesús Quintero sobre la primera entrevista que le hizo a Aznar a principios de los noventa. Quintero le había indicado al cámara que mantuviese un primer plano del entrevistado, y nada más comenzar le espetó: “¿Usted ha sido punki?”. No sé qué se trasluciría en su rostro, pero el futuro presidente pensaría sin duda en mazmorras para el entrevistador...

Lo gracioso es que, si bien a Aznar no nos lo imaginamos punki de joven, ha llegado a ser técnicamente, en muchos aspectos, punki de mayor. Algunos lo han tachado incluso de antisistema. Extremando el juego, ocupa una posición equiparable a la Pablo Iglesias: Aznar vendría a ser hoy para el PP un elemento de presión radicalizadora equivalente al que supone Iglesias para el PSOE. En ambos casos, se trata de un empuje ideologizador –cada uno en su propio sector ideológico, claro está–, en contra de dejadeces más o menos pragmáticas y de tibiezas conceptuales.

¿Qué pretende Aznar, qué busca, qué quiere? Yo creo que dar miedo. Ha escogido como destino personal justo lo que se le reprochaba, como si siguiera el célebre consejo: “Aquello que te censuran, cultívalo, porque eso eres”. Les daba miedo a los contrarios y para completar su vocación ha decidido darles miedo también a los propios. La renuncia a la presidencia de honor de su partido alimenta ese efecto, y el revuelo sobre la posibilidad (poco probable) de que funde un partido propio.

Aznar no es exactamente el jarrón chino que, según Felipe González, no se sabe dónde colocar; sino más bien eso: un punki que se coloca donde más miedo mete. Cuando se lo topan los que hoy mandan en el PP, de Mariano Rajoy para abajo, ponen una cara tan rara como la del joven Aznar cuando recibió la pregunta de Quintero.

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En The Objective.

30.1.17

¿Qué país de las hadas?

Me ha llamado la atención el título del artículo de Pablo Muñoz en EL ESPAÑOL sobre la novela Años felices, de Gonzalo Torné: “Un catalán exiliado para derribar la Transición”. La novela promete ser buena (por el momento solo la he hojeado: sí he apreciado la calidad de la prosa) y el artículo es bueno. Pero me rechina esta obsesión con la Transición, que ya es mía también (¡de rebote!).

Produce un cierto vértigo, y una melancolía notable, haber sido testigo de una época histórica: y ver cómo los más jóvenes la recrean, con acusada fantasía –y fantasmagoría. De mi melancolía forma parte, naturalmente, la deducción sobre mis propias fantasías y fantasmagorías hacia el pasado que no viví. Si la memoria de uno mismo es inestable, la de lo que no vivió (¡la “memoria histórica”!) sí que debe de ser ya una novela...

Muñoz salvaguarda la ambigüedad y la riqueza de Años felices. Pero no puede evitar su cuñita generacional en contra de la Transición, que no sé aún en qué medida está en la obra. Quizá sea un abuso alegórico por parte del reseñista equiparar “el país de las hadas” de la novela (ese Nueva York de los sesenta, “inconcreto y graciosísimo”) con “la España de las burbujas chispeantes de la Transición”. No lo sé.

Sí sé que de “país de las hadas” aquella España tuvo poco. Hace unos días hemos recordado el asesinato, por parte de la extrema derecha, de los abogados laboralistas de Atocha. Hubo otros asesinatos de la extrema derecha. Y más de la extrema izquierda. No se ha resaltado lo suficiente cómo el acuerdo constitucional, pacífico, tuvo en sus bordes esas salpicaduras de sangre, como una escenificación tétrica de lo que intentaba superar: el baño de la guerra civil. Contra la proyección waltdisneyesca de la Transición que se hace ahora, el apaño constitucional fue un logro eminentemente pesimista; en realidad, mira por dónde, gramsciano: pesimista de la inteligencia, optimista de la voluntad.

Para darles prestigio a las obras (iba a escribir productos) culturales, se ha puesto de moda resaltar su carácter político. Suele ser mal síntoma. Porque, en efecto, todo es político: pero justo por ello no es necesario enfatizarlo; al menos no sistemática, neuróticamente. Ese énfasis abarata. Cuando se dice de una obra artística que es política, por lo general se está incurriendo en una simplificación: ideológica, abstractizante. Y se está socavando la función verdaderamente política, civilizadora, de toda obra: la de dar cuenta de la complejidad del mundo; incluso de la complejidad del mundo político, del poder.

“Las cosas no son tan sencillas”, debería ser la conclusión de toda novela posible e imposible. (Y, en la medida de sus limitaciones, de toda columna).

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En El Español.

26.1.17

La nieve cubrirá todas las cosas

No es lo más edificante, pero cuando a un terrorista le estalla en las manos la bomba que pensaba poner, matándolo o mutilándolo a él solo, se produce en las personas normales una alegría irreprimible. Puede que sea un sentimiento vergonzante, para quienes no somos partidarios de la pena capital: ¿nos regocijamos de esa muerte, pero no estaríamos dispuestos a aplicarla...? Por eso no termina de haber moralidad ahí. Pero sí sensación de justicia: de justicia poética. Por un momento pareciera que funcionan en favor del bien, o en contra del mal, los engranajes del mundo...

Pero esos engranajes van por su cuenta, ajenos a los hombres. Y a veces producen lo más doloroso: una injusticia que, por la perfección del daño, resulta poética también. Así la muerte de los que se disponían a salvar a otros. Bomberos, policías, guardias civiles, soldados, socorristas. O vecinos, familiares, incluso desconocidos. Individuos que detectaron a otro en apuros y lo consideraron (a veces sin pensar) su prójimo: arriesgando o dando la vida por él. Ahora ha ocurrido con los seis socorristas del helicóptero en la nieve de Italia.

“La nieve cubrirá todas las cosas”, canta en italiano João Gilberto. Cubrirá también los gestos de nobleza, en este universo indiferente. Yo he asistido a un sacrificio así, justo en Bahía. En la laguna de Abaeté, cercana a Salvador, se ahogó un muchacho que intentó salvar a su hermana. Pusieron su cuerpo negro en la arena blanca. Era absurdo y desazonador, pero también insoportablemente hermoso.

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En The Objective.

23.1.17

La guinda sexual de la Transición

El lío de la “alta personalidad del Estado” y la “vedete” fue procesado con finura y gracia en su momento –cuando don Juan Carlos aún estaba en el trono– con este chiste encantador:

–Diga tres parejas de famosos.
–Paquirri y la Pantoja. Carlos y Diana. Bárbara Rey.

Ahora ya conocemos los detalles sórdidos: engaños, espionaje, chantaje, pagos con dinero público... Pero el comienzo de la era Trump me pide evasión y prefiero enfocar el asunto –al menos hoy– desde una perspectiva frívola, que no anula la otra pero que también forma parte de la (¡inagotable!) realidad.

Y es que leyendo los reportajes de estos días, que han desatado mis evocaciones, he caído en la cuenta de que Bárbara Rey no solo le gustaba al ídem, sino también a los muchachitos de la Transición. Había pues un interesante acompasamiento de pulsiones, que cada cual satisfacía en la medida de sus posibilidades. La alta jefatura del Estado a lo grande, y los adolescentes de entonces echando mano (¡nunca mejor dicho!) de las fotos del Interviú...

Para nosotros (hablo de los muchachitos de entonces; las muchachitas tendrán su propia visión) Bárbara Rey no fue cualquier cosa, sino nada menos que la primera mujer a la que vimos desnuda. Y este es un plural contrastadamente generacional: en las rememoraciones con mis coetáneos aflora siempre ella. Antes estuvo Marisol en el mismo Interviú, pero solo enseñaba los pechos y su belleza era limpia, asexuada casi, entre de Botticelli y Danone. La primera mujer fue Bárbara. Por ella yo tuve, por ejemplo, noticia del vello púbico: sorpresa biográfica de la que aún no me he recuperado.

Se habló mucho de sus largas piernas cuando debutó en Palmarés. Paco Gandía contaba: “Para darle un beso hay que hacer noche en el ombligo”. Ahora es imposible no percibir el machismo, que en aquellos tiempos se confundía con el ambiente. Pero el machismo español era siempre de hombres bajitos y acomplejados revoloteando en torno a gigantas. Tenía mucho de autoparódico (involuntariamente autoparódico), como en la célebre perorata de El Fary –ese Paco Gandía de la canción– contra “el hombre blandengue”.

El habitante de la Zarzuela era alto, aunque hemos ido sabiendo que allí se cocía otra especie de landismo. Triunfador, eso sí: más tipo Puigcorbé, que fue el Landa de la Transición (y que terminaría interpretando a don Juan Carlos). Quizá la democracia consistió en que del Rey para abajo todos estuviésemos viendo a la misma mujer en pelotas. Al final resulta que el patriotismo constitucional no era tan frío.

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En El Español.

16.1.17

El crepúsculo de las estrellas

Pronto pondrán el vídeo en el canal de la Fundación Manuel Alcántara. Estén atentos, porque a los que asistimos el viernes no se nos va la discusión homérica que tuvieron Carlos Alsina y Jesús Quintero en las jornadas sobre periodismo que han organizado en Málaga Teodoro León Gross, Agustín Rivera y María Angulo. En la mesa de Alsina y Quintero –titulada “Cuando el entrevistador es la estrella”– estaban además León Gross, intentando moderar no menos homéricamente, y Fernando Sánchez Dragó, cuyo perfil bajo en la trifulca resultó tal vez lo más homérico.

Hubo un triángulo latente en todas las sesiones, que se acentuó hasta estallar en esa: en un vértice, los periodistas de la época dorada; en otro, los de la nuestra menesterosa; y en el último los asistentes, casi todos alumnos de periodismo, en la encrucijada entre las ganas y las perspectivas. Estos aplaudían sucesivamente a los otros dos, porque los dos tenían razón; cada uno desde su posición distinta: esa era la tragedia. La nobleza de tales aplausos estaba en que se emitían desde el centro mismo de la trituración. Eran aplausos trágicos, también.

Jesús Quintero, El Loco de la Colina, lo fue todo en los ochenta. Yo, que lo seguí desde el primer programa, me quedé abrumado al ver que su discurso era en pasado enteramente. Me sentí arrojado a ese pasado, porque yo había sido testigo de aquellas glorias que nadie parecía comprender. Quintero era como la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses, una estrella incomprensible ya: histriónica y asustada, con el único recurso de la denostación del presente. Me acordé de lo que dijo Arcadi Espada de Michel Houellebecq: que confundía sus crepúsculos personales con crepúsculos colectivos.

Carlos Alsina defendió la prosa gris frente a la poesía multicolor. Dijo que solo aceptaba que le llamaran “estrella” porque así pagaban más. Tachó a los otros de “nostálgicos” y abogó por abrirse paso entre las limitaciones del día a día. Alguien me dijo luego: “Quintero se duele de que el público ya no está; Alsina se preocupa por qué hacer para que vuelva”. Al cabo, era una cuestión de edad: Alsina no puede permitirse aún el catastrofismo. Intenta bregar con el mundo que hay.

Aunque con la edad está el carácter. Quintero ya era catastrofista de joven, desde su gloria. Su esteticismo dejaba entre paréntesis el mundo, en unos años que celebraban a Cioran y Pessoa. Quizá la diferencia esté en que entonces se ganaba dinero con eso y ya no. Lo que se ha perdido es una salida económica para la melancolía.

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En El Español.

(18.1.2017) A partir del 46:50.

12.1.17

Siglo largo, experiencia corta

Puede que nos hayamos precipitado al declarar corto el siglo XX. La fórmula, leo ahora que de Iván Berend, la popularizó Eric Hobsbawm y la ha utilizado también John Lukacs. Los tres son historiadores de ese siglo, por lo que resulta comprensible la pulsión de dar por concluido su objeto de estudio: solo se puede hacer historia de lo que ha terminado.

Pero yo no dejo de ver siglo XX por todas partes. Para mí está resultando un siglo demasiado largo, que se ha comido ya lo que llevamos del XXI. Por un lado nos encontramos en territorio nuevo, sí: en un mundo globalizado y digitalizado, en el llamado capitalismo posindustrial, con los robots en ciernes, etc., etc. Pero por otro no dejan de zumbarnos las moscas del siglo pasado.

En el momento en que escribo, en Twitter España son trending topics La Pasionaria y Carrero Blanco. En Alemania se vende como rosquillas Mein Kampf. Nuestros comunistas se aprestan a celebrar el centenario de la Revolución Rusa con nostalgia y elogios. Y a la presidencia de Estados Unidos acaba de llegar un mamarracho que parece un espadón del siglo XIX. (Solo en eso podría no parecer del XX: en que parece del XIX). El triunfo de Trump, por cierto, ha implicado reabrir la Guerra Fría... para que la ganen los rusos.

Lo corto ha sido la experiencia. Es desolador ver que la Transición la hicieron en España quienes habían sufrido físicamente la Guerra Civil. Y la construcción de Europa quienes habían sufrido las dos guerras mundiales. No ha habido aprendizaje mental, racional. En dos o tres generaciones, en cuanto el dolor de los cuerpos apaleados se ha extinguido, se está volviendo a las andadas. Esto es lo que hay, supongo. Y por eso, supongo, la historia siempre ha sido así.

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En The Objective.

10.1.17

Cuestionario Proust (2017)

Respondo una vez más al Cuestionario Proust. Ya lo hice en 2006 y 2012, pero esta es la primera que lo hago después de haber leído En busca del tiempo perdido (hace dos años). ¡Y desde mis aquilatados cincuenta!

Los principales rasgos de mi carácter
¡Me molesta la pregunta! Y esta molestia es sintomática: estoy un poco cansado de mí, o quizá me ha sobrevenido un ataque de pudor. Digamos que me siento caracterizado por un cruce de alegría y melancolía, o de agitación y estancamiento. Mis rasgos en general resultan poco darwinistas. Así estaría bien, si tuviese dinero.

La cualidad que prefiero en un hombre
A estas alturas, que no dé mucho la lata.

La cualidad que prefiero en una mujer
En una mujer me molesta menos que dé la lata, aunque tampoco es lo deseable. Me gusta que sea lista, incluso listilla. Y si hay posibilidad erótica, me gusta que me guste.

Lo que más aprecio de mis amigos
Que lo sigan siendo. Y esto es una espléndida señal para ellos, puesto que ni uno solo de mis examigos (¡lo digo objetivamente!) ha dejado de revelarse como un gilipollas.

Mi principal defecto
Diré dos: un cierto egotismo y mis problemas con el hacer (con la producción, con la poiesis).

Mi ocupación favorita
Pasear, leer/escribir y estar juntos.

Mi sueño de felicidad
El amor correspondido y la obra lograda. Disponer de años (y días) hábiles.

Lo que para mí sería la mayor desgracia
Acabar en la indigencia.

Quién me gustaría ser
El que quiero. Con ligereza, naturalidad y exitillo económico.

Dónde me gustaría vivir
A quinientos kilómetros como máximo, y con billetes del Ave.

Mi color preferido
El azul mediterráneo.

La flor que más me gusta
El tulipán.

Mi ave favorita
El gorrión.

Mis autores preferidos
Proust (¡lo pongo el primero por cortesía!), Nietzsche, Montaigne, Pessoa, Cioran, Jünger, Bernhard, Borges, Savater.

Mis poetas favoritos
Apollinaire, Cernuda, Aldana, Eliot, Paz, Carnero, Szymborska.

Mis héroes de ficción
El Goethe de Eckermann, el Johnson de Boswell y el Trapiello de sus diarios.

Mis heroínas de ficción
Las protagonistas de las canciones de Adriana Calcanhotto.

Mis compositores preferidos
Bach, Mozart, Schubert, Coltrane, Jobim, João Donato.

Mis artistas favoritos
¡Estoy post-artístico! Así que Duchamp. Y los fotógrafos de lo que hay.

Mis héroes en la vida real
Los de la resistencia antinacionalista en la Cataluña ocupada por los nacionalistas.

Mis heroínas históricas
Rosa Parks (que le daría un bofetón a Garganté).

Los nombres que más me gustan
Los de las musas de Ricardo Reis: Lídia, Cloe, Neera... Los de las musas de Horacio: Glícera, Lice, Barine, Pirra... ¡Y Simonetta Vespucci!

Lo que más odio
El ceporrismo.

Los personajes históricos que menos me gustan
Los demagogos, los tiranos, los sacerdotes de la ideología.

La campaña militar que más admiro
La del general Grant (según la cuenta John Keegan).

La reforma que más aprecio
Apreciaría una reforma educativa de verdad, si se produjera. Por lo demás, aprecio justamente el reformismo. Y la Ilustración.

El don de la naturaleza que me gustaría tener
El de darles belleza a los crepúsculos.

Cómo me gustaría morir
Amado y sin dolor. Con la vida cumplida.

El estado actual de mi espíritu
Con ganas; aunque preocupado por lo que pueda ir deparando esa bomba de relojería que es la edad.

Las faltas que puedo soportar
Las que no se deben a la crueldad, la estupidez o la mezquindad.

Mi lema
"É a Hora!".

9.1.17

Aznar contra la 'pax' de Rajoy

Tengo amigos simpatizantes del PP que simpatizan además con Mariano Rajoy. No hablo de mera aceptación como mal menor, sino de que les resulta simpático. Parece un oxímoron, pero me aseguran que le encuentran la gracia. Hablan de “retranca gallega”, y entonces entreveo una suerte de humorismo regional, como el del catalán –ya fallecido– Eugenio. Aunque a mí personalmente, como dice Carlos Boyero de algunas películas, “no me llega”.

La novedad estas Navidades ha sido que un par de amigos simpatizantes del PSOE y una amiga simpatizante de IU me han soltado, en conversaciones distintas, que Rajoy les cae bien. En parte debe de ser por el cariño que suscita el vencedor. Y en parte por el cansancio tras el año de disputas infructuosas. No es descartable el espíritu propio de las fechas: al fin y al cabo, ningún político tiene más pinta de Papá Noel. Su gran regalo, por cierto, han sido las Navidades mismas; es decir, unas Navidades normales, sin las elecciones que las amenazaban. (Al PSOE le sigue faltando suerte: contribuyó al regalo y solo le han traído carbón).

El estado de los demás partidos es un elemento esencial en la pax de Rajoy, que se alimenta –economía aparte– de las guerras intestinas del PSOE y de Podemos. Estos últimos (¡angelitos!) incluso le han puesto un biombo al próximo congreso del PP, al haber decidido celebrar en los mismos días el suyo, que se augura más animado. Una animación nivel circo romano: gladiadores con piolet. Con todas las cámaras en el congreso de Podemos, el indolente Rajoy cortará y pinchará sin perturbación: de sus pioletazos, si los hubiere, se enterarán los afectados y pocos más.

Toda la Galia está, pues, ocupada por el rajoyismo. ¿Toda? ¡No! Una facción liderada por el irreductible José María Aznar resiste todavía y siempre al sucesor.

Por muy taponadas que estén, hay grietas en la pax rajoyana. En la encuesta que publicó ayer EL ESPAÑOL, el presidente suspende y su gestión solo la aprueba uno de cada cuatro votantes. Rajoy vence, pero no termina de convencer. Junto con los amigos rajoyistas de que hablé al comienzo, tengo otros –también simpatizantes del PP– a los que Rajoy no les hace ninguna gracia: detestan su espíritu acomodaticio, su dejadez ideológica. A estas alturas, quizá sean ellos sus mayores críticos de verdad.

A partir del análisis de los resultados de la encuesta, concluye hoy este periódico que habría sitio para un partido a la derecha del PP, liderado por Aznar. Lo cual tendría su belleza, y hasta su justicia poética: a falta de meneos exteriores, la inmovilidad de Rajoy se vería sacudida por uno interior. Un homenaje al principio filosófico de que nada se está quieto en este mundo inestable: si no te mueves, te mueven. Rajoy lo tiene todo atado y bien atado: menos a Aznar, que se desató de la presidencia de honor del PP, no se sabe si con vistas a echarse un bailecito.

Para los espectadores, sería impagable la guasa de que ese hipotético partido aznarista fuese para el PP lo mismo que Podemos para el PSOE. ¿Habrá algún atisbo en el congreso de febrero? Por si acaso, convendría reservar algunas cámaras.

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En El Español.

3.1.17

Incoaligables

Una de las excentricidades de la vida política española, síntoma de su inmadurez, es la imposibilidad de que el PP y el PSOE se coaliguen. Hasta los que estábamos a favor de la Gran Coalición éramos conscientes de su imposibilidad. Le pedíamos peras al olmo, para que por pedir no quedase.

La imposibilidad es ontológico-teatral. Es decir: tiene que ver con esencias que dependen del teatro, de la escenificación. El PP y el PSOE son dos marcas, como la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, cuya diferencia –aparte del ligerísimo cambio de sabor de un refresco que básicamente es el mismo– está en el etiquetado. Y este, el etiquetado, es el verdadero campo de maniobras; como probó la Pepsi-Cola cuando pasó a llamarse solo Pepsi, eliminando ese “Cola” que compartía con su hipócrita competidora: ¡su semejante, su hermana!

Hay diferencias de sabor en el PP y el PSOE, pero básicamente, en tanto partidos institucionales, o institucionalistas, son el mismo refresco. Y lo digo como algo positivo, por cuanto que la institucionalidad que apoyan no es la de un Estado aberrante, sino –de acuerdo con la Constitución– la de “un Estado social y democrático de Derecho”. Se da la excentricidad (¡no faltan excentricidades en nuestra política!) de que los partidos que denuncian esa semejanza propugnan –y a veces practican– una anti-institucionalidad que es, en sí misma, una aberración...

El problema es que ese institucionalismo se plasma únicamente en acuerdos concretos del PP y el PSOE, en esa “coalición de facto” que señalaba aquí Arias Maldonado. Se resisten a la coalición formal –sobre todo el PSOE en este último periodo–, acaso porque una vez que representasen el mismo papel sobre el escenario, se apreciaría que lo que los diferencia es, ante todo, la escenificación de que son diferentes y, por lo tanto, incoaligables.

Un prurito teatral que, todo sea dicho, no nace en los partidos porque sí, sino porque lo demandan sus votantes. También estos se quieren sentir únicos y especiales, como buenos consumidores.

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En The Objective.