Una de las excentricidades de la vida política española, síntoma de su inmadurez, es la imposibilidad de que el PP y el PSOE se coaliguen. Hasta los que estábamos a favor de la Gran Coalición éramos conscientes de su imposibilidad. Le pedíamos peras al olmo, para que por pedir no quedase.
La imposibilidad es ontológico-teatral. Es decir: tiene que ver con esencias que dependen del teatro, de la escenificación. El PP y el PSOE son dos marcas, como la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, cuya diferencia –aparte del ligerísimo cambio de sabor de un refresco que básicamente es el mismo– está en el etiquetado. Y este, el etiquetado, es el verdadero campo de maniobras; como probó la Pepsi-Cola cuando pasó a llamarse solo Pepsi, eliminando ese “Cola” que compartía con su hipócrita competidora: ¡su semejante, su hermana!
Hay diferencias de sabor en el PP y el PSOE, pero básicamente, en tanto partidos institucionales, o institucionalistas, son el mismo refresco. Y lo digo como algo positivo, por cuanto que la institucionalidad que apoyan no es la de un Estado aberrante, sino –de acuerdo con la Constitución– la de “un Estado social y democrático de Derecho”. Se da la excentricidad (¡no faltan excentricidades en nuestra política!) de que los partidos que denuncian esa semejanza propugnan –y a veces practican– una anti-institucionalidad que es, en sí misma, una aberración...
El problema es que ese institucionalismo se plasma únicamente en acuerdos concretos del PP y el PSOE, en esa “coalición de facto” que señalaba aquí Arias Maldonado. Se resisten a la coalición formal –sobre todo el PSOE en este último periodo–, acaso porque una vez que representasen el mismo papel sobre el escenario, se apreciaría que lo que los diferencia es, ante todo, la escenificación de que son diferentes y, por lo tanto, incoaligables.
Un prurito teatral que, todo sea dicho, no nace en los partidos porque sí, sino porque lo demandan sus votantes. También estos se quieren sentir únicos y especiales, como buenos consumidores.
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En The Objective.