27.3.17

Risto, el típico ser único

Me hace mucha gracia Risto Mejide con sus alardes de personalidad: tensos, pomposos, envarados y en fin de cuentas previsibles. Podría aplicársele el eslogan de una marca de whisky que se anunciaba antes en la radio: “El típico ser único”. Ahí está todo. Es el ideal publicitario por excelencia, que el publicitario Risto encarna (y vende) a la perfección: una individualidad de escaparate que resulta, en último extremo, adocenada. Rascas un poquito en el “ser único” y está eso: lo típico.

No por ello carece de seducción. Yo mismo, si me topo con Risto en el zapping, me quedo. Su personaje funciona; y de mi entretenimiento forma parte también ese contraste entre su pose y su realidad. Cuando irrumpió hace años en Operación Triunfo hasta resultaba fresco ver a un aguafiestas entre tanto entusiasta. Aunque claro, el fallo estaba cuando dejaba traslucir su ideal estético: los gorgoritos que él propugnaba eran aún más indigestos que los de los concursantes criticados; por no hablar de sus prédicas de autoayuda, propias de un Paulo Coelho malote. Que se tomara todo aquel circo en serio no dejaba de ser la mayor broma...

En la polémica final de Got Talent ha vuelto a presumir de que se toma “muy en serio” su trabajo. Por esa razón abandonó su puesto en el jurado. Se negó a asistir a la “payasada”, dijo, del triunfo de Antonio El Tekila. Puede que todo esté guionizado, como suele ocurrir en la tele; pero yo entro en el juego y me tomo en serio su seriedad, que me pareció –por lo tanto– sumamente irrisoria.

Ahora no hago más que ponerme vídeos del Tekila, y me parto de risa, más que por sus bailes, por la convicción de que es un verdadero artista y lo que ha hecho Risto ha sido rechazar al primer (¡al único!) verdadero artista que se le ha puesto delante en todos sus años televisivos...

El Tekila es un soberbio dinamitador del pseudoarte de cartón piedra de todos estos programas de triunfitos y talentos. Y lo hace no en plan falso y listillo, como aquel revenido Chikilicuatre, sino con alegría genuina, popular. Por entre sus contorsiones se cuela algo primigenio, de abajo. Naturalmente, chirriante. Y con evidente mal gusto. Pero no va a ir uno de un pueblo de Badajoz a bailarle al señorito Risto lo que este considere de buen gusto. El Tekila es un ser único pero no típico. Y mira por dónde ha ido a hacerle a Risto lo que este no ha terminado de hacer nunca verdaderamente (y de ahí su éxito y sus facturaciones): molestar.

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En El Español.

22.3.17

Marca Cataluña

No sé si los nacionalistas catalanes son conscientes de cómo están arruinando la marca Cataluña. Tampoco sé si les importa. Ellos van a lo suyo, en el sentido más cerril de la expresión: como buenos nacionalistas. (Y con un enemigo principal, que no son “los españoles”, sino los catalanes que no son nacionalistas).

Lo de la Marca España tuvo su gracia. El temible nacionalismo español del PP se manifestó así: reduciendo los énfasis apoteósicos y metafísicos del “¡Arriba España!” o el “¡Una, Grande y Libre!” a un asunto civil, comercial; de producto que podría encontrarse en las estanterías del Corte Inglés. Era la constatación de que el patriotismo había pasado a ser algo menor, más asequible: un escohotadiano “amigo del comercio”. La idea principal, higieniquísima, es que a la patria hay que sacarle algún dinerillo.

A lo mejor eso es lo patriótico hoy en día. Y lo nacionalista lo contrario: empodrecer el producto. Esa parte fundamental de la Marca España que es Cataluña la están dejando podrida, invendible. Un perjuicio para ellos mismos –los nacionalistas– y para todos.

Mi generación, la de los que éramos niños en la Transición, se crio admirando a Cataluña. Se nos dio (en la enseñanza pública al menos) una visión no nacionalista y sí crítica de la historia de España. Y en esa visión estaba integrada Cataluña como el lugar de España por el que se salía a Europa y por el que entraba Europa...

Y ahora estos palurdos retrógrados, como salidos del pozo español.

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En The Objective.

20.3.17

¿Juego de tronos? ¡La Transición!

Me ha impresionado revisitar la serie de Victoria Prego sobre la Transición, que está entera en la web de RTVE. Cuando se emitió en 1995 causó impacto. Hoy el impacto es doble, debido a una paradoja: veintidós años después, ha ganado actualidad. Otro de los efectos regresivos de la “nueva política”. Los impugnadores de la Transición no están –contra lo que ellos mismos dicen– desenterrando información, sino escondiendo la que teníamos: simplificando una realidad que era complicada, y que en todo momento se percibió así.

Para el historiador Johan Huizinga (¡habría que citar siempre a Huizinga!) el estudioso de la historia ha de contemplarla desde una perspectiva indeterminista: “Debe situarse constantemente en un punto del pasado en el que los factores aún parezcan permitir desarrollos diferentes. Si se ocupa de la batalla de Salamina, debe hacerlo como si los persas pudieran ganarla aún”. Una de las virtudes de La Transición es que vemos cómo los persas pueden ganar en cualquier momento la batalla; o como mínimo, justo eso: dar batalla.

Lo alarmante de los impugnadores de la Transición es que se sitúan junto a los actores lamentables de entonces, los que metían miedo: Girón de Velasco, los militares franquistas o los asesinos ultras, en un extremo; y los terroristas de la ETA o el GRAPO, en el otro. Es curioso cómo para todos ellos la acusación favorita era la de “traición”. Los “traidores” Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, principalmente. Estaban (como sus herederos actuales) a favor de la “autenticidad”: la que había llevado a la guerra civil primero y a la dictadura después.

De la “autenticidad” política se ocupa precisamente José Luis Pardo en el último premio Anagrama de ensayo, Estudios del malestar. La define así: “Esa concepción de la política basada en el antagonismo y no en el pacto, y que no se piensa a sí misma como asentada en los cauces del derecho”. Algo que había sido lo típico en la historia de España hasta entonces. La Transición es el momento en que España se salió de la historia de España. El empeño de los que se oponían entonces era que no se saliera; el de los de ahora, meterla de nuevo: volver a las andadas.

Pablo Iglesias, con esa ignorancia sobrada de que hacen gala algunos profesores, le regaló al rey Felipe la serie Juego de tronos. Para que aprendiera sobre la política española, dijo. El Rey tendría que haberle regalado a cambio La Transición: para que aprendiera él, de verdad.

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En El Español.

19.3.17

Jot Down 18

Ha salido el número 18 del trimestral en papel de Jot Down, especial Armagedón: el fin del mundo y otros finales. Participo con "El tiempo de las moscas", sobre el fin del aburrimento y de los tiempos muertos en la era digital; o el cambio del oro del tiempo (que buscaba Breton) por la calderilla de Twitter, y de todas las redes sociales. Se puede comprar en librerías o por la web de Jot Down.

13.3.17

Virtudes primarias

Le ha costado, pero al fin se ha decidido: Susana Díaz presentará su candidatura a la secretaría general del PSOE. Se ha pasado los últimos años hablando sentimentalmente, con un quiebro en la voz, de “mi tierra”, refiriéndose a Andalucía; pero qué diablos, su tierra también es España. (Si algo tenemos los andaluces es que podemos ponernos sentimentales en estéreo). En las primarias socialistas, por lo tanto, competirán tres: ella, Pedro Sánchez y Patxi López. Díaz, Sánchez y López: pase lo que pase, el PSOE es ya el verdadero partido de la gente. Aunque está por ver que la gente se dé por enterada y vaya a votarlo tanto como cuando estaba González...

Se ha criticado la falta de virtudes de Susana Díaz. Pero, sin rebuscar demasiado, yo le encuentro dos incontestables, monumentales incluso: una, la de no ser Pedro Sánchez; dos, la de no ser Patxi López. Eso es muchísimo. Aunque puede que no le baste. Al fin y al cabo, Pedro Sánchez tampoco carece de virtudes. Destacan, en concreto, dos, no menos incontestables y monumentales: la de no ser Susana Díaz y la de no ser Patxi López. Este, por su parte, lejos de quedar desplazado, también puede presumir de dos virtudes tan incontestables y monumentales como las de los otros: la de no ser Pedro Sánchez y la de no ser Susana Díaz. La cosa está bastante empatada en cuanto a virtudes.

La competición entre estos tres fenómenos, con dos virtudes –y quizá ninguna más– cada uno, le pone la decisión muy difícil a la militancia. Esta podrá darse el gustazo, eso sí, de desdeñar a dos de los candidatos. Pero a un precio tal vez excesivo: el de apoyar al tercero. ¿Merecerá la pena, por ejemplo, desdeñar a Pedro Sánchez y Patxi López a cambio de apoyar a Susana Díaz? Es para pensárselo. (Y de ejemplo valdrían igualmente las otras combinaciones).

Con Díaz, que es la que me pilla más cerca, tengo la curiosidad de si pasará Despeñaperros. En caso afirmativo, serían Sánchez y López los despeñados. Los andaluces pasan (¡pasamos!) Despeñaperros sin problemas, pero en Díaz encuentro un estilo andaluz un tanto abrasivo. Con Felipe González funcionaba, porque lo andaluz era en él un vehículo seductor para otras cosas. En Díaz, sin embargo, creo que lo andaluz se lo come todo: parece un prototipo específico para la política autonómica. Los sanchistas ya han empezado a reírse de esto. Aunque no con la abundancia con que lo hace Canal Sur, que depende de la propia Díaz... Por lo demás, que no se pongan gallitos los sanchistas: que la virtud de Díaz de no ser Sánchez puede que le resulte suficiente.

No sabemos, en fin, si las primarias servirán para ir dándole salida a la crisis del PSOE. Lo que sí podemos adelantar es que la terna misma es una expresión monumental e incontestable de la crisis.

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En El Español.

9.3.17

Catacumbismo masculino

¡A los hombres se nos multiplican los placeres! El último es ese al que le he puesto el nombre de “catacumbismo masculino”. Consiste en un encuentro –por lo general comida o cena– entre amigos: solo hombres, sin ninguna mujer. No tarda en fluir una conversación maravillosamente libre, alimentada por el morbo de que no podría mantenerse en público, tal y como están hoy las cosas. En esas catacumbas se respira el inequívoco airecillo de la libertad: un picor revitalizante, gustoso.

Y que no se precipiten los censores (¡ni las censoras!): no se trata de conversaciones exactamente machistas; sino eso, masculinas. Por lo general son (¡somos!) hombres ilustrados, defensores de la igualdad de derechos. Nuestras conversaciones no son las de los trogloditas de toda la vida, sino conversaciones cultas. Cultas y picantes. No hablamos con la impunidad con que hablan los machistas cuando se juntan –los cuales, por otra parte, no necesitan juntarse solo ellos para ejercer–, sino de algo más sofisticado, o quizá ingenuo: gozar de un rincón de espontaneidad con algo parecido a la travesura.

Alguna broma cargada se suelta, naturalmente: nos complacemos en incurrir en incorrecciones políticas; aunque no exentas de ironía, ante todo con nosotros mismos. Nos domina en general un estupor: el de la constatación biográfica del darwinismo de las mujeres. En algún momento descubrimos lo que dijo Josep Pla: “La mujer es el ser antirromántico por excelencia”. Y en el fondo, al tiempo que nos duele, lo admiramos. Y procuramos que nos haga más sobrios.

No son estas las únicas conversaciones que mantenemos, por supuesto. Mi interlocutora favorita, de hecho, es una mujer. Y los mismos amigos nos lo pasamos igual de bien cuando hay mujeres con nosotros. Solo que la conversación es distinta. El catacumbismo masculino produce una conversación (¡y un placer!) singular.

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En The Objective.

6.3.17

El Barea de la plaza

Preciosa la mañana del sábado en Madrid. Se anunciaba lluvia, pero había un cielo velazqueño. El frío, compacto, cortante, le daba sobriedad al acto. Y el sol un toque cálido, dentro del frío.

Yo no había leído La forja de un rebelde hasta que hace tres años colaboré en la edición en Turner de Hotel Florida, de Amanda Vaill, un libro que cuenta la historia durante la Guerra Civil de –entre otros– Arturo Barea y su esposa Ilsa Kulcsar. Desde entonces siempre que paso por delante del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, me acuerdo de ellos: ahí se conocieron mientras trabajaban para la República, expuestos a los bombardeos franquistas. También he evocado a Barea cuando he pasado por el antiguo edificio de las Escuelas Pías, en Lavapiés, donde él estudió de niño. El sábado, al pie de ese edificio, se inauguró la placa con su nombre: Plaza de Arturo Barea.

Había emoción por él, porque fue un hombre ejemplar, y había también un sentimiento de reparación histórica. Era bochornoso que su nombre no lo llevase hasta ahora ninguna calle de su Madrid. La iniciativa, aprobada por el Ayuntamiento, partió de dos vecinas del barrio y fue impulsada por William Chislett, excorresponsal de The Times. En el acto del sábado, además de él y una de las vecinas, intervinieron personalidades como Ian Gibson, Elvira Lindo o la alcaldesa Manuela Carmena. Entre algún que otro lugar común, inevitable, se dijeron cosas que honraban adecuadamente a Barea. Yo me quedo con las de Chislett y las de Lindo. En cualquier caso, la emoción hubiese estado incluso sin las palabas.

Pero en mí, por debajo de la emoción, neta, nítida, aleteaba una inquietud. ¿Estaban todos –intervinientes y asistentes– homenajeando al mismo Barea? ¿O para algunos (tal vez muchos) el Barea de la plaza era un Barea fraudulento, edulcorado, simplificado ideológicamente en su condición de “republicano”?

Lo admirable de Arturo Barea es que fue fiel a la República: se esforzó por ella todo lo que pudo y desde 1938 tuvo que vivir en el exilio, hasta su muerte en 1957. Pero miró horrorizado los crímenes de la zona republicana. Y precipitó su exilio –al que se hubiera visto forzado de todas formas tras la victoria de Franco– porque sospechaba que los comunistas, a las órdenes de Stalin, querían matarlo a él y a su mujer. De Barea podría decirse, al cabo, lo que dijo Manuel Alcántara de Chaves Nogales: “Hace falta tener talento para que te quieran fusilar los dos bandos”.

Y no había equidistancia aquí: ambos eran republicanos. Solo que de la República democrática, que no era exactamente la que querían todos ni la que todos ahora reivindican. Para mí el Barea de la plaza será ese: el Barea real.

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En El Español.