30.11.17

El álbum de Tsevan Rabtan

¡Qué libro más bonito es el Atlas del bien y del mal de Tsevan Rabtan (ed. geoPlaneta)! Perfecto para regalo, incluso a uno mismo. De pronto, un primor. Con todo en grado de excelencia: el texto de Tsevan Rabtan, las ilustraciones de Alejandra Acosta, el prólogo de Manuel Jabois y hasta el formato, con el tamaño de aquellos álbumes de la biblioteca que yo leía de niño y adolescente.

Y este ha sido para mí el primer efecto de su lectura: me he visto como entonces, metido en junglas y desiertos, en ejércitos, en expediciones, en matanzas, ante crueldades, bellaquerías, venganzas, ambiciones e inesperados gestos de desprendimiento y generosidad. Jabois consigna bien en el prólogo el empeño del autor: “A través de la Historia cuenta una particular novela de aventuras con el agravante de lo real”. Y acuña una fórmula brillante: se trata de “un thriller con pudor”. En efecto: el estilo es escueto pero parsimonioso, con una higiénica contención ante el exceso de lo que cuenta. Se diría que, ya que no en el contenido, aberrante y desquiciado en muchos casos, la razón está en la prosa. Una razón con encanto: punteada de ironías.

Tsevan Rabtan ofrece la clave de su interés: “Siempre me han llamado la atención las anomalías históricas, los monstruos en el mundo convulso de las naciones, casi siempre nacidos violenta y caóticamente por la confluencia del azar, la aventura y el comercio”. Yo encuentro una coherencia estricta entre esto y su pasión por la ley, de la que el abogado Tsevan Rabtan es su mayor defensor. La ley, al cabo, intenta contener, ordenar un poco esa realidad que sin ella sería –justamente– más monstruosa, caótica y violenta.

Pero vuelvo a lo que he experimentado durante mi lectura. Ha sido ciertamente mágico recuperar las viejas sensaciones, porque yo (¡demasiado adulto ya!) abandoné aquellos libros. Pero lo mejor es que no he tenido que dejar de sentirme adulto para disfrutar del Atlas del bien y del mal, que con su sabiduría tiende puentes entre la adolescencia y la madurez.

En este mapa de las miserias y grandezas del ser humano por los cinco continentes, en treinta y una historias, he hallado –con la inevitable exageración de los casos tremebundos– lo que he venido aprendiendo de la vida, de lo real. Tsevan Rabtan se centra exclusivamente en las historias, sin moraleja; pero con su inteligencia logra que se desprenda una lección. La que yo he recibido tiene el eco nietzscheano del título.

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En The Objective.

27.11.17

Savater en forma

Me he pegado un lingotazo de briosa claridad con el nuevo libro de Fernando Savater, Contra el separatismo (ed. Ariel), que recoge un panfleto breve con ese título y varios de sus artículos del último año. Aunque se mantiene en su tristeza y en su duelo (lo apunta dos veces), el maestro está en forma: por fortuna, la cabeza va por otro carril. La cabeza y el coraje cívico. Así, sigue siendo para nosotros ese “contemporáneo esencial” que él reconoció en otros intelectuales.

Me regocija que mientras los Argulloles callan y los Cotarelos no paran de decir mamarrachadas, dos variedades del narcisismo, Savater siga en su línea lúcida: atacado en cada momento por quienes es un honor ser atacado. Y siempre con gracia, siempre con chispa. Cuando le preguntan insiste en que su mundo se le ha muerto, pero él sigue vivo. Dan ganas de agradecerle al procés que le haya servido de estimulante...

Una cosa bonita es cómo Savater nos descoloca a los que somos más savateristas que Savater. Sus admiradores (¡que a veces parecemos catecúmenos!) repetimos desde hace años una frase que dijo en su día: “No hay nacionalismos buenos y malos, sino graves o leves”. Ahora excusa un cierto tipo de nacionalismo, el “leve”, para centrar su artillería en el separatismo: lo verdaderamente malo es el intento de desgajar el país, es decir, de quebrantar la ley y la ciudadanía de todos.

Lo llamativo del texto que se presenta como panfleto es que, en realidad, no es tan violento como el género exigiría. Lo panfletario aquí es que se anda sin remilgos, sin pamplinas; algo que destaca mucho en este tiempo de turbiedades, especialmente entre sus colegas, que cuando la realidad se ha puesto endiablada han aguzado su instinto cobardón y ventajista de marear la perdiz. Tales ejercicios de distracción son imperdonables, porque lo que está en juego es diáfano: “La ciudadanía democrática moderna no la da el terruño en que se vive, ni los apellidos de raigambre local, ni la apelación a leyendas ancestrales que sustituyen a la historia efectiva con sus fantasías, sino la aceptación de una ley común establecida por todos los ciudadanos constituidos como cuerpo político abstracto, que establece una base de derechos y deberes iguales a partir de la cual cada uno puede buscar su propio perfil de identidad”.

Al final da siete razones por las que el separatismo “es un achaque político que hay que evitar y combatir”: es antidemocrático, es retrógrado, es antisocial, es dañino para la economía, es desestabilizador, crea amargura y frustración, y crea un peligroso precedente.

No me resisto a citar este chistecillo de uno de los artículos que se añaden, inédito hasta ahora en España porque se publicó en México: “Si les gusta a ustedes la comedia española del Siglo de Oro, deben ir en Madrid al teatro de Bellas Artes, donde se representa una pieza de Cervantes titulada El rufián dichoso. Pero si prefieren el esperpento más desabrido, procuren asistir a las Cortes, donde actúa en sesiones de mañana y tarde el dichoso Rufián”. Por estas maldades Savater es tan bueno para el lector.

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En El Español.

20.11.17

Franco y los niños

Franco era un personaje más de la tele, y de los más aburridos. Más aburrido todavía que los presentadores del Telediario. Nuestros personajes, los de los niños nacidos en la década de 1960, eran Locomotoro, Valentina, el Capitán Tan, Rin Tin Tin, Pipi Calzaslargas, Heidi... Franco ni siquiera estaba entre los malos, que eran los hermanos Malasombra, la madrastra de Blancanieves, el perro Patán o don Cicuta. O un malo que apareció una noche y que fue el primero del que tuve miedo de verdad (aunque ni siquiera era malo): King-Kong. Franco estaba en esa franja seria y rara de los adultos, la del Telediario, que los mayores llamaban “el parte”. O en el No-Do, cuando íbamos al cine de verano o el domingo al matinal.

Aunque los niños teníamos una relación entrañable con el dictador (al que, como es normal, no llamábamos así entonces): su cara era la que estaba en las pesetas y en los duros. Nuestra relación con Franco era la de correr al quiosco a cambiarlo cuanto antes por chupachúps, palotes, poloflanes, helados, pipas, kikos, chicles Bazooka o Cosmos, sobres de soldaditos, vaqueros, indios, aviones, tanques, bolas o trompos o paracaidistas según la temporada, o cromos de futbolistas, animales, automóviles, países exóticos y personajes de la televisión entre los que nunca estaba Franco. Solo te daban un Franco por otro Franco si comprabas sellos, pero los niños jamás comprábamos sellos.

Mis padres no eran franquistas, pero se casaron un 18 de julio; lo que celebraban ese día era que fuese festivo, y la paga extraordinaria: también ellos cambiaban a Franco por algo lúdico. Vine al mundo en Carlos Haya, un hospital de Málaga que había inaugurado Franco diez años antes. Según el Abc del día siguiente (1-V-1956), las calles “estaban invadidas de público, que, a la llegada del Jefe del Estado, prorrumpieron en aclamaciones y vítores. El Generalísimo, sonriente y satisfecho, correspondía desde su coche a esta adhesión de los malagueños con cariñosos saludos”. Mi padre estaba entre esa multitud porque los señoritos de la finca en que trabajaba le habían dado unos duros para que acudiese.

Cerca de mi barriada, al lado del campo de fútbol de La Rosaleda, estaba la llamada “Escuela de Franco”, de formación profesional. Ahora me resulta curioso que nunca interpretase la expresión, infantilmente, como la escuela en la que estudió Franco de niño. Y es que ni se nos pasaba por la cabeza que Franco hubiese sido niño: era solo el viejecillo de la tele. La única extrañeza, en cuanto a sus edades, era que en las monedas parecía más joven.

En algún momento se empezó a hablar de la enfermedad de Franco. Me llamaba la atención el contraste entre el tono grave de los presentadores del Telediario y los comentarios de mi entorno, que tendían a ser jocosos. Dentro y fuera de mi familia, había una avalancha de chistes sobre Franco. Aunque, por indicios que he interpretado retrospectivamente, existía también preocupación. La mañana del jueves 20 de noviembre mi madre me llevaba al colegio cuando nos cruzamos con otra madre que volvía con su hijo: “Que no hay clase, que Franco se ha muerto esta noche”. He vuelto a ver tantas veces el vídeo de Arias Navarro diciendo lloroso “españoles, Franco ha muerto” que no sé qué me pareció de niño. Lo que recuerdo es la música militar en la tele, imágenes de desfiles, documentales sobre Franco. Creo que fue la primera vez que me fijé en Franco como soldado. Y me pareció, naturalmente, poco marcial.

Cuando volvimos al colegio unos días después, el profesor nos mandó hacer una redacción sobre Franco. De lo que puse solo me acuerdo de una cosa, con esa retórica que los niños utilizan porque piensan que es lo que hay que decir: que Franco era “muy bueno”. No creo que el profesor fuese franquista. Lo que querría, he pensado luego muchas veces, sería hacerse con un documento sociológico, o histórico-sociológico, de primer orden: las redacciones de treinta o cuarenta niños de nueve años sobre el dictador que acababa de morir.

En la clase habían puesto además dos carteles: uno con el “Último mensaje de Francisco Franco” y otro con el “Primer mensaje del Rey”. Lo gracioso es que la pared en la que estaban se convirtió en zona de castigo: la pena de ponerse de cara a la pared pasó a ser la pena de ponerse de cara a los mensajes y leerlos. Me recuerdo leyéndolos con el tedio con el que cumplíamos los castigos. No me animaba la sensación de que eran algo “histórico”.

La muerte de Franco, en fin, no me afectó; o me produjo solo una pena abstracta, convencional. Sí me había afectado, dos años antes, la muerte de Nino Bravo. Y lo haría muy pronto la de mis abuelas. Y de repente la de Fofó. Esta –ocurrida en junio de 1976– fue para los niños el verdadero mazazo. Ese verano murió también Cecilia, y cuatro años después Félix Rodríguez de la Fuente. Hubo un epílogo de ficción: la muerte de Chanquete. La lloramos también.

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En El Español.

19.11.17

Amor fati

Hay una sabiduría –enjundiosa y tersa– que consiste en aceptarnos a nosotros mismos y en aceptar nuestra historia de un modo total, pleno, aunque sobrio, sin alharacas ni tragedia. Eso produce una sonrisa íntima y una suerte de felicidad. Todo lo que nos ha pasado, todo lo que no nos ha pasado para llegar aquí. Ahora descubrimos que cada instante transpiraba miel: una miel translúcida y ligera que entonces no percibíamos pero que nos llega ahora, atravesando los años, con toda su dulzura. Lo que hemos vivido, sin que haya sido gran cosa, nos produce una alegría de carácter irónico, nos produce una piedad limpia, sin resentimiento. El amor fati, el amor al destino (no tanto el que nos va a llevar a otro punto, como el que nos ha traído a éste), es el sentimiento que se produce en uno cuando acepta –de manera física, sensible, plena– la inocencia del devenir. Es precisamente su sustancia, su incesante pasar, lo que hace valioso al tiempo. Si se detuviera, moriría –a la vez que lo desamaríamos.

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El sentido hondo, radical, del amor fati: el tiempo, la vida, nos ha traído hasta aquí, y justo de esta forma que somos; no podemos eliminar (ni eludir) ni una sola de sus circunstancias. Todo desemboca en este instante, y de otro modo no seríamos. Quejarse no tiene sentido. Implica una falta de comprensión profunda de la inocencia del devenir. (Lo que se anhela en el fondo con la queja es la repetición, la irrealidad, la muerte.) La madurez, la responsabilidad, no tiene otro camino que el doloroso –y gozoso– juego de los límites.

15.11.17

El 'procés' nos mantenía calientes

Cuando Arias Maldonado escribió hace poco que ya iba siendo hora de ocuparse de otra cosa que no fuese el procés, sentí un vacío. ¿Qué va a ser de mí? Le he cogido afición al tema: un tema algodonoso, acogedor, con referentes claros, sobre el que sé lo que pensar, con personajes entretenidos, sorpresitas, emociones y diversión asegurada. ¡Yo no quiero salir de aquí! Me acordé de los versos de T. S. Eliot al comienzo de La tierra baldía, cuando rechaza la llegada de la primavera: “El invierno nos mantenía calientes, cubriendo / tierra con nieve olvidadiza, nutriendo / un poco de vida con tubérculos secos”. Sí, el procés nos mantenía calientes...

El procés es, en verdad, un problema: ¡un gran problema! Pero un problema peculiar, con propiedades mágicas: elimina los demás problemas. He repasado mi archivo y he visto que desde hace dos meses solo escribo del procés (salvo excursioncitas a Piglia, Pla y Chiquito). El procés, aunque haya constituido una grave preocupación, me ha servido también de balneario: y en sus aguas termales he descansado de todos los demás asuntos. La actualidad, pues, abigarrada, turbulenta y deprimente siempre, se me ha simplificado de manera considerable. Concentrarme en un solo problema me ha resultado sumamente beneficioso para la salud.

Y sí, sé que lo suyo sería ir dejando ya de escribir del procés. ¡Pero no quiero! Hasta el propio Arias Maldonado ha seguido escribiendo del procés tras su advertencia. Y es que se está tan calentito... ¡No nos moverán!

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The The Objective.

13.11.17

Gente que miente

Da igual que el sábado en Barcelona se manifestaran cien mil o un millón: son gente que miente. Bueno, no da igual, porque cuanta más gente mienta peor. Y son muchos los que están mintiendo. En España no hay presos políticos. Esto no es una opinión, sino una verdad. Se puede pedir la libertad de los independentistas encarcelados, por las razones que sean; pero no se puede decir que son presos políticos. El que lo dice, miente. O, en el mejor de los casos, se miente. (Y si se cree su propia mentira, se engaña).

Es escalofriante, pues, una manifestación como la del sábado con tanta gente mintiendo. O una huelga como la del miércoles. Gente que lleva a sus niños y les ponen la pegatina mentirosa. Profesores que mienten a sus alumnos. Políticos, periodistas, filósofos, escritores y escritoras que mienten. Alcaldesas que mienten. ¿Qué diálogo es posible con esa gente que miente? Se plantan ante la cámara –como el otro día una política de la CUP en el programa de Ferreras– y con una rigidez robótica, sin mover un músculo de la cara, entreabriendo la boca al mínimo, se ponen a emitir sus mentiras, una tras otra, montándolas como ladrillos verbales que erigen una realidad falsa.

Qué pesada es esta técnica de Goebbels de insistencia en la mentira. Su efecto último, por supuesto, no es que esa falsedad se haga verdadera, sino que la verdad se falsee. Es una técnica de socavamiento de la verdad; y, por lo tanto, de la realidad.

Un argumento poderoso –para mí, infalible– contra las aspiraciones independentistas es que se fundan en la mentira. Abusiva, abrasivamente. Uno podría imaginarse (porque en abstracto sería posible) un independentismo aseado, racional, respetuoso de la realidad, ilustrado, democrático. Frío. Pero no: el que ha surgido entre nosotros es poco higiénico, irracional, despreciador de la realidad, oscurantista, antidemocrático. Calenturiento.

La razón es sencilla: no tiene razones. Por eso, por su sinrazón, no le queda otro recurso que el de la mentira. Con la independencia Cataluña no solo no tendría ganancias reales, ni en derechos ni en prosperidad, sino que tendría pérdidas, en ambos aspectos. Por eso los independentistas deben mentir.

La independencia solo tendría sentido si la España franquista y monstruosa que pintan fuese la real. Por eso la pintan. La gran paradoja de nuestros independentistas es justo esa: si han podido llegar tan lejos, es precisamente porque la España de la que hablan es falsa; pero solo pueden autojustificarse si hablan de esa España falsa.

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En El Español.

6.11.17

Proceso masturbatorio

Si hablamos de sentimientos, sentí pena cuando Marta Rovira se echó a llorar ante las cámaras por el encarcelamiento de Oriol Junqueras y los demás exconsellers; pero también sentí asco. No por ella, sino por mi repugnancia a ese tipo de emociones asociadas a la política. Y por el carácter masturbatorio que detecto en el procés. ¿Cómo se ha podido meter esa gente ahí, en esa poza de mermelada tan densamente sentimental?

No me tomo a broma sus lágrimas, ni las de Rovira ni las de quienes lloran en las concentraciones independentistas; porque no me parecen lágrimas cínicas sino auténticas. Pero resultan embarazosas porque son la efusión de un proceso íntegramente autorreferencial. Están atrapados en el bucle melancólico de que hablaba Jon Juaristi, que en el caso del nacionalismo catalán es también narcisista, sadomasoquista y pasivo-agresivo. Cuesta (e incluso duele) hacer estas afirmaciones tan tajantes, poniéndome de psiquiatra. Pero a estas alturas está todo claro, obscenamente claro... El espectáculo de estos meses ha sido de una transparencia atroz.

Nuestros separatistas tienen un concepto tan elevado de sí mismos que no se pueden permitir reconocer el odio que sienten. No les cuadra verse tan altos y ser tan bajos. Entonces proyectan ese odio de manera especular, y lo que perciben es que sus odiados son quienes les odian. El odio (falso) con que dicen que les odiamos es el odio (real) con que nos odian. (Y en esta primera persona del plural incluyo a los catalanes que se sienten españoles).

Sin el odio no se explica lo que nos han hecho, lo que nos están haciendo. Ese desprecio pasmoso por nuestra democracia, por nuestra Constitución, por lo que somos y representamos. Ese deseo de hundirnos y arruinarnos (como se lee en los infames tuits de Llach, Mainat o Moliner), esa pulsión por trazar la frontera (como hizo Terribas en TV3 en el minuto en que la independencia parecía que iba a funcionar: “Conectamos con el extranjero, con nuestro corresponsal en Madrid”). Desde el otro lado –desde nuestro lado– no hay una agresividad ni una retórica equivalentes. Solo hemos reaccionado a su agresión, desde el Estado de derecho y por el Estado de derecho. Pero nuestra respuesta legítima la introducen ellos nuevamente en su circuito cerrado y la procesan como odio: su propio odio rebotado. Es un engranaje infernal.

Me gustaría que no llorara nadie. Pero no se me ocurre otro modo digno de evitarlo que no sea el de sacar a esas personas del chantaje que se están haciendo a ellas mismas. El chantaje, por supuesto, es a nosotros; pero ante todo a ellos: los independentistas son víctimas, por lo mal que lo pasan. Su victimismo es real a este respecto. Son víctimas de sí. De su propia estafa.

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En El Español.

2.11.17

Banderas irónicas

Lo más bonito es que no se ha roto la relación esencial que teníamos con la bandera española desde la muerte de Franco: esa relación abierta, algo distante, irónica. Una relación no nacionalista.

Hubo un detalle en el Ave que iba de Madrid a Barcelona el domingo 8 de octubre temprano. El tren iba lleno de gente con banderas para la manifestación. Parecía que algo había cambiado, que las banderas iban volviéndose sustanciales. Yo estaba por ellas, iba con ellas, me manifestaría junto a ellas, pero algo me incomodaba: la previsión de que se perdería ligereza. Entonces alguien dijo de broma, señalando uno de los televisores del vagón: “¡Que nos pongan el Nodo!”. Y reímos. Nos reímos saludablemente de nosotros mismos. Nos manteníamos en el mismo espacio mental.

Y ese era el espacio que acudíamos a defender. Está ya claro que nos hemos pasado de dejadez en los últimos cuarenta años, que la otra cara de esa ironía es que no hemos tenido una relación normal con la bandera y ha persistido la culpa del nacionalcatolicismo aunque ya no nos correspondiese; pero esta actitud al fin y al cabo se traducía en libertad cotidiana. Lo que nos faltaba era explicitar que es nuestra bandera la que la preserva, porque es el símbolo de esta España democrática que ampara a todos.

Durante estas semanas he venido fijándome en las banderas de la fachada de un edificio enorme que hay en las afueras de mi ciudad. Ha ido aumentando su número conforme la crisis independentista de Cataluña se agudizaba. Pero el lunes por la tarde me asomé y ya no había ninguna. Esa es nuestra normalidad. Lo que hemos aprendido (y esto también es bonito) es que para preservar nuestra relación irónica con las banderas a veces hay que sacarlas en serio.

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En The Objective.