Lo más bonito es que no se ha roto la relación esencial que teníamos con la bandera española desde la muerte de Franco: esa relación abierta, algo distante, irónica. Una relación no nacionalista.
Hubo un detalle en el Ave que iba de Madrid a Barcelona el domingo 8 de octubre temprano. El tren iba lleno de gente con banderas para la manifestación. Parecía que algo había cambiado, que las banderas iban volviéndose sustanciales. Yo estaba por ellas, iba con ellas, me manifestaría junto a ellas, pero algo me incomodaba: la previsión de que se perdería ligereza. Entonces alguien dijo de broma, señalando uno de los televisores del vagón: “¡Que nos pongan el Nodo!”. Y reímos. Nos reímos saludablemente de nosotros mismos. Nos manteníamos en el mismo espacio mental.
Y ese era el espacio que acudíamos a defender. Está ya claro que nos hemos pasado de dejadez en los últimos cuarenta años, que la otra cara de esa ironía es que no hemos tenido una relación normal con la bandera y ha persistido la culpa del nacionalcatolicismo aunque ya no nos correspondiese; pero esta actitud al fin y al cabo se traducía en libertad cotidiana. Lo que nos faltaba era explicitar que es nuestra bandera la que la preserva, porque es el símbolo de esta España democrática que ampara a todos.
Durante estas semanas he venido fijándome en las banderas de la fachada de un edificio enorme que hay en las afueras de mi ciudad. Ha ido aumentando su número conforme la crisis independentista de Cataluña se agudizaba. Pero el lunes por la tarde me asomé y ya no había ninguna. Esa es nuestra normalidad. Lo que hemos aprendido (y esto también es bonito) es que para preservar nuestra relación irónica con las banderas a veces hay que sacarlas en serio.
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En The Objective.