
El caso es que mi regocijo pudo ser completado, porque unos días después, todavía con los restos del escenario en la plaza, acompañé a un amigo al Hot Girls. Y digo acompañé porque yo (también bastante papalmente) no quise recurrir a los servicios de ninguna cortesana. Era mi amigo el que iba a lo que iba. Nos tomamos una copa, luego mi amigo entró con una chica y yo me quedé esperándolo, entretenido con el paisaje. De algún modo me pareció más limpio aquel trasiego de ejecutivos y putas que imaginarme a Vicent o a Umbral babeando ante una poetisa engatusada con la Visa Oro de ellos, que en aquel tiempo era el carnet de El País. Pero yo (¡ay!) pertenezco a ese deleznable sector intelectual. Por eso, cuando se me acercaba alguna a proponerme “travesuras sanas”, yo le respondía con boutades, como si me encontrase en el mismísimo Bocaccio. Me dio por soltarles que si aquellos días habían recibido visitas de las autoridades eclesiásticas, ávidas de pecar un poco antes de confesarse; si habían ido por allí obispos, cardenales... e incluso Su Santidad. La reacción de las putas era indefectiblemente la misma: el escándalo. Me regañaban y me daban la espalda, sus culitos de lencería. Me acordé de la Jeanne Duval de Baudelaire, la cortesana negra que se escandalizaba cuando el poeta la llevaba a ver los desnudos del Louvre.
De vuelta ya con mi amigo por la noche madrileña pensé con ternura en las chicas del Hot Girls. Seguro que algunas (eso se me olvidó preguntarlo) habían salido a ver al Papa. Se mezclarían con los histéricos boy scouts, con las hordas de fervorosos Milikitos: todos gritando hacia el escenario sin saber que a su lado estaba la salvación.
[Publicado en Jot Down]