Siempre me acuerdo, por sus implicaciones éticas, de una escena de Traidor en el infierno, la película de Billy Wilder ambientada en un campo de prisioneros nazi para soldados estadounidenses. Entre estos hay un traidor que avisa a los carceleros de los intentos de fuga. Todos sospechan del personaje interpretado por William Holden, que se lo ha montado lo mejor que puede para vivir en el campo, dadas las circunstancias. Una noche sus compañeros lo envuelven en una manta y le dan una paliza. Holden, que no es el traidor, reflexiona: "Yo tampoco sabía su identidad, pero sin duda era el que me golpeaba más fuerte". Al final sabemos que era además el más moralista. La ética puede ser también el último refugio de los canallas.
En España nos hemos pasado meses soportando las prédicas de la plana mayor de Podemos: su denostación de lo que llaman "el régimen del 78", o sea, de nuestra democracia constitucional (que no es una cosa cualquiera: sino la uniquísima posibilidad de democracia prolongada de la que se ha podido beneficiar España en toda su historia), en aras de no se sabe qué (sus modelos políticos no son precisamente ni prometedores ni ejemplares; por no ser, no suelen ser ni democráticos); y sus inquisiciones supuestamente purificadoras sobre la conducta de los demás, con una retórica entre de hoguera y guillotina. Y ahora les llega el turno a ellos de estar en la picota y resulta que todo son excusas, autoexcusas, autoexculpación. Con la comprensión y hasta el aplauso de buena parte (no toda) de sus justicieras bases. En relación con la ética, los "círculos" de Podemos se han revelado como unos perfectos círculos viciosos.
Al final, ya sabemos lo que era la ética –o la apelación a la ética– para ellos: una simple estrategia. Un arma arrojadiza: un arma ideológica, sin más. No un sistema de valores más o menos objetivables, para orientarse en la tarea de vivir y hacerse ideas sobre uno mismo y los demás, sino una mera retórica para el enjuiciamiento del prójimo cuando esto resulta útil para unos determinados fines que no tienen nada que ver con la ética. El ejercicio que hacen de ella es estrictamente cínico. Con Podemos vuelve lo de "el fin justifica los medios": maquiavelismo perroflauta. Podemos: la casta con ínfulas.
[Publicado en Zoom News]
24.2.15
17.2.15
Ola de suicidios en la política española
Hay quien ha echado a faltar, en estos años de crisis, el espectáculo de magnates arruinados y de corruptos echándose por las ventanas, como parece que ocurrió tras el Crack del 29. El ser humano ha ido a menos y el antirromanticismo también ha llegado ahí. Por aquellos suicidios se atisba que en los plutócratas todavía quedaba un resto de código que, llegado el caso, les llevaba a comportarse como samuráis: sin honor, no merecía la pena vivir. Con el tiempo han aprendido que no hay que tomarse las cosas tan a pecho.
Pero esa pulsión de muerte se ha mantenido, por no contradecir al último Freud, que consideraba que las dos grandes fuerzas eran Eros y Tánatos; tan fuertes, que si se reprimían de un sitio salían por otro. De Eros nos ocuparemos otro día (¡ojalá llegue!), hoy toca solo el impulso tanático. Esos suicidios que no se han producido en los individuos (por fortuna, que en el columnismo tampoco nos tomamos ya las cosas tan a pecho), han empezado a producirse, y de qué modo, en los partidos políticos.
Se trata de suicidios colegiados, en que las cúpulas de los partidos ejercen de orquesta del Titanic que, en vez de con instrumentos musicales, tocase con picos y taladradoras, y cuya música fuera la del agujereamiento del casco. O cúpulas que, como una actriz histérica, no dejan de dar mandobles por la muñeca del partido con una cuchilla de afeitar, por ver si le encuentran la vena a las siglas. De otro modo no se entiende lo que están haciendo los dirigentes del PSOE, IU, CiU, UPyD, casi Podemos ya y el PP incluso, este de un modo más enrevesado.
El PSOE con su deriva de almodovariana vaca sin cencerro, cuyo último episodio ha sido la pelea Sánchez-Gómez (españolísima a nivel apellidos). IU con el saltimbanqueo de Sánchez (la Sánchez: por estas cosas hay que ponerlas a veces el artículo), y con esa rabia de no haberse convertido en Podemos antes de Podemos, que es lo que quería Alberto Garzón. De Mas, ya se sabe: un puro truco de prestidigitación, en que se envuelve en la bandera, luego se desenrolla la bandera y ya no está él. UPyD con Gorriarán dándolo todo en Twitter, a coz por tuit, últimamente contra Ciudadanos (este, por cierto, quizá no se esté suicidando ahora porque lo intentó hace unos años y no le salió); ya hasta circula un chiste cuyo protagonista absoluto podría ser Gorriarán:
–Oiga, que se le ha caído un partido.
–No, no, si lo he tirado yo.
Podemos, por su parte, parece instalado ya en su techo electoral, como lamparón del sistema, tras haberse comprobado lo casta que es también (Errejón, Monedero, Alegre) y lo que se enfada en las tertulias (Iglesias). En vez de ofrecer una respuesta diferencial a sus problemas, ha optado por enrocarse, como un partido político español suicida cualquiera.
Lo del PP, como decía, es algo más enrevesado. El presidente Rajoy se ha decantado por ese pseudosuicidio, o suicidio provisional, que es la hibernación. Es nuestro Walt Disney, que no está muerto sino congelado. A cambio, para calmar a las fieras, sí se ha encargado de suicidar (casi personalmente) algunos trozos del partido: los de Cataluña y Andalucía, por ejemplo, que están a la moda de lo que se lleva ahora en la política nacional, como hemos visto.
El problema de esta política, para Rajoy, es que está un pelín caliente: es una política en fase de calentamiento, que puede ir derritiéndole el bloque de hielo hasta verse convertido en un charco. Aunque tal como van las cosas, ese charco (sumamente del gusto de Arriola, por lo demás, tan calladito) también ganaría las elecciones.
[Publicado en Zoom News]
Pero esa pulsión de muerte se ha mantenido, por no contradecir al último Freud, que consideraba que las dos grandes fuerzas eran Eros y Tánatos; tan fuertes, que si se reprimían de un sitio salían por otro. De Eros nos ocuparemos otro día (¡ojalá llegue!), hoy toca solo el impulso tanático. Esos suicidios que no se han producido en los individuos (por fortuna, que en el columnismo tampoco nos tomamos ya las cosas tan a pecho), han empezado a producirse, y de qué modo, en los partidos políticos.
Se trata de suicidios colegiados, en que las cúpulas de los partidos ejercen de orquesta del Titanic que, en vez de con instrumentos musicales, tocase con picos y taladradoras, y cuya música fuera la del agujereamiento del casco. O cúpulas que, como una actriz histérica, no dejan de dar mandobles por la muñeca del partido con una cuchilla de afeitar, por ver si le encuentran la vena a las siglas. De otro modo no se entiende lo que están haciendo los dirigentes del PSOE, IU, CiU, UPyD, casi Podemos ya y el PP incluso, este de un modo más enrevesado.
El PSOE con su deriva de almodovariana vaca sin cencerro, cuyo último episodio ha sido la pelea Sánchez-Gómez (españolísima a nivel apellidos). IU con el saltimbanqueo de Sánchez (la Sánchez: por estas cosas hay que ponerlas a veces el artículo), y con esa rabia de no haberse convertido en Podemos antes de Podemos, que es lo que quería Alberto Garzón. De Mas, ya se sabe: un puro truco de prestidigitación, en que se envuelve en la bandera, luego se desenrolla la bandera y ya no está él. UPyD con Gorriarán dándolo todo en Twitter, a coz por tuit, últimamente contra Ciudadanos (este, por cierto, quizá no se esté suicidando ahora porque lo intentó hace unos años y no le salió); ya hasta circula un chiste cuyo protagonista absoluto podría ser Gorriarán:
–Oiga, que se le ha caído un partido.
–No, no, si lo he tirado yo.
Podemos, por su parte, parece instalado ya en su techo electoral, como lamparón del sistema, tras haberse comprobado lo casta que es también (Errejón, Monedero, Alegre) y lo que se enfada en las tertulias (Iglesias). En vez de ofrecer una respuesta diferencial a sus problemas, ha optado por enrocarse, como un partido político español suicida cualquiera.
Lo del PP, como decía, es algo más enrevesado. El presidente Rajoy se ha decantado por ese pseudosuicidio, o suicidio provisional, que es la hibernación. Es nuestro Walt Disney, que no está muerto sino congelado. A cambio, para calmar a las fieras, sí se ha encargado de suicidar (casi personalmente) algunos trozos del partido: los de Cataluña y Andalucía, por ejemplo, que están a la moda de lo que se lleva ahora en la política nacional, como hemos visto.
El problema de esta política, para Rajoy, es que está un pelín caliente: es una política en fase de calentamiento, que puede ir derritiéndole el bloque de hielo hasta verse convertido en un charco. Aunque tal como van las cosas, ese charco (sumamente del gusto de Arriola, por lo demás, tan calladito) también ganaría las elecciones.
[Publicado en Zoom News]
3.2.15
Entre todas las banderas
Amor, amor solo he tenido por una bandera: la de Brasil. Aunque no le negaré nada al que me diga que lo llamo amor cuando quiero decir sexo. Solo que sexo en amplísimo sentido, en mi caso: la erotización total por un país, por una cultura. Con humor también desde el principio: ese Ordem e progresso irónico. Ningún país pone en su bandera un chiste. Brasil empieza por colocarse la bandera como disfraz de carnaval...
Frente a la bandera de Brasil (cuyo nido además lo tengo a seis mil kilómetros, y eso ayuda), todas me son entre indiferentes y antipáticas. La española también. Aunque con esta se ha producido un efecto interesante que me la ha ido limpiando de antipatía, por decirlo así: tras el empacho franquista, ha sido muy fácil convivir con ella. Una vez que voló el aguilucho, la relajación patriótica en la que hemos vivido los españoles (exceptuando a los nacionalistas de "las Españitas", que decía García Calvo) ha sido un lujo histórico impagable. Quizá un día se termine, por reacción. Pero de momento se mantiene.
Esa suavidad no se le ha perdonado, y a su tolerancia, a esa especie de estar sin estar suyo, compatible también con la ironía, se le ha respondido con el desprecio o la exclusión. Tendrá que ver con la rareza española, que al fin y al cabo es la nacionalidad a la que da oficialmente sus colores. A propósito, hace un par de semanas asistí a una mesa redonda en la que corresponsales extranjeros hablaban de su experiencia en nuestro país. Junto con defectos a los que no eran ciegos, resaltaron una virtud, más encomiable aún durante esta crisis: España no es un país xenófobo. Luego pensé que, en realidad, la única xenofobia visible en España es la que hay contra los españoles...
Nuestra rareza se vio también el sábado en la manifestación de Podemos, de la que habría mucho que hablar pero yo solo voy a hablar de las banderas. Llamaba la atención cuántas había y que ninguna fuera la española. Su ausencia era un macroaguilucho. Hubo un momento prometedor en el 15-M y fue cuando prohibieron las banderas. Ahora se ha abierto la jaula y el aluvión parece la parada de los monstruos. La proporción de antidemocráticas, o de dudosamente democráticas, era abrumadora. Hermann Tertsch habló de "las banderas de la revancha sacadas del inmenso basurero de los fracasos sangrientos de la historia".
Muchas eran banderas de países que no existen en España: la Cataluña independiente, la Galicia independiente, la Andalucía independiente, o nuestra pobre República, que ya no existe tampoco. Pablo Iglesias habló de sueños y ahí los llevaban en los trapos: cada cual con el suyo, como en la escena de los sueños de Bienvenido, Mister Marshall. Todos esos países beneficiándose de no haber existido nunca o de haber muerto, condiciones propicias para no tener que enfrentarse a los problemas reales ni que pagar las facturas. Privilegio que no puede ahorrarse el país que sí existe, el de la bandera española, que por eso no mola nada.
Pero al final, en Sol, sí estaba allí: no entre los manifestantes, sino colgada en el balcón institucional. Aristocrática, au desus de la mêlée, para todos, sin caprichitos. La bandera objetiva, la sin monserga, la no histérica, la no cursi, la no excluyente: la del conjunto completo de los españoles, ellos también.
[Publicado en Zoom News]
Frente a la bandera de Brasil (cuyo nido además lo tengo a seis mil kilómetros, y eso ayuda), todas me son entre indiferentes y antipáticas. La española también. Aunque con esta se ha producido un efecto interesante que me la ha ido limpiando de antipatía, por decirlo así: tras el empacho franquista, ha sido muy fácil convivir con ella. Una vez que voló el aguilucho, la relajación patriótica en la que hemos vivido los españoles (exceptuando a los nacionalistas de "las Españitas", que decía García Calvo) ha sido un lujo histórico impagable. Quizá un día se termine, por reacción. Pero de momento se mantiene.
Esa suavidad no se le ha perdonado, y a su tolerancia, a esa especie de estar sin estar suyo, compatible también con la ironía, se le ha respondido con el desprecio o la exclusión. Tendrá que ver con la rareza española, que al fin y al cabo es la nacionalidad a la que da oficialmente sus colores. A propósito, hace un par de semanas asistí a una mesa redonda en la que corresponsales extranjeros hablaban de su experiencia en nuestro país. Junto con defectos a los que no eran ciegos, resaltaron una virtud, más encomiable aún durante esta crisis: España no es un país xenófobo. Luego pensé que, en realidad, la única xenofobia visible en España es la que hay contra los españoles...
Nuestra rareza se vio también el sábado en la manifestación de Podemos, de la que habría mucho que hablar pero yo solo voy a hablar de las banderas. Llamaba la atención cuántas había y que ninguna fuera la española. Su ausencia era un macroaguilucho. Hubo un momento prometedor en el 15-M y fue cuando prohibieron las banderas. Ahora se ha abierto la jaula y el aluvión parece la parada de los monstruos. La proporción de antidemocráticas, o de dudosamente democráticas, era abrumadora. Hermann Tertsch habló de "las banderas de la revancha sacadas del inmenso basurero de los fracasos sangrientos de la historia".
Muchas eran banderas de países que no existen en España: la Cataluña independiente, la Galicia independiente, la Andalucía independiente, o nuestra pobre República, que ya no existe tampoco. Pablo Iglesias habló de sueños y ahí los llevaban en los trapos: cada cual con el suyo, como en la escena de los sueños de Bienvenido, Mister Marshall. Todos esos países beneficiándose de no haber existido nunca o de haber muerto, condiciones propicias para no tener que enfrentarse a los problemas reales ni que pagar las facturas. Privilegio que no puede ahorrarse el país que sí existe, el de la bandera española, que por eso no mola nada.
Pero al final, en Sol, sí estaba allí: no entre los manifestantes, sino colgada en el balcón institucional. Aristocrática, au desus de la mêlée, para todos, sin caprichitos. La bandera objetiva, la sin monserga, la no histérica, la no cursi, la no excluyente: la del conjunto completo de los españoles, ellos también.
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