No sé si los nacionalistas catalanes son conscientes de cómo están arruinando la marca Cataluña. Tampoco sé si les importa. Ellos van a lo suyo, en el sentido más cerril de la expresión: como buenos nacionalistas. (Y con un enemigo principal, que no son “los españoles”, sino los catalanes que no son nacionalistas).
Lo de la Marca España tuvo su gracia. El temible nacionalismo español del PP se manifestó así: reduciendo los énfasis apoteósicos y metafísicos del “¡Arriba España!” o el “¡Una, Grande y Libre!” a un asunto civil, comercial; de producto que podría encontrarse en las estanterías del Corte Inglés. Era la constatación de que el patriotismo había pasado a ser algo menor, más asequible: un escohotadiano “amigo del comercio”. La idea principal, higieniquísima, es que a la patria hay que sacarle algún dinerillo.
A lo mejor eso es lo patriótico hoy en día. Y lo nacionalista lo contrario: empodrecer el producto. Esa parte fundamental de la Marca España que es Cataluña la están dejando podrida, invendible. Un perjuicio para ellos mismos –los nacionalistas– y para todos.
Mi generación, la de los que éramos niños en la Transición, se crio admirando a Cataluña. Se nos dio (en la enseñanza pública al menos) una visión no nacionalista y sí crítica de la historia de España. Y en esa visión estaba integrada Cataluña como el lugar de España por el que se salía a Europa y por el que entraba Europa...
Y ahora estos palurdos retrógrados, como salidos del pozo español.
* * *
En The Objective.
22.3.17
20.3.17
¿Juego de tronos? ¡La Transición!
Me ha impresionado revisitar la serie de Victoria Prego sobre la Transición, que está entera en la web de RTVE. Cuando se emitió en 1995 causó impacto. Hoy el impacto es doble, debido a una paradoja: veintidós años después, ha ganado actualidad. Otro de los efectos regresivos de la “nueva política”. Los impugnadores de la Transición no están –contra lo que ellos mismos dicen– desenterrando información, sino escondiendo la que teníamos: simplificando una realidad que era complicada, y que en todo momento se percibió así.
Para el historiador Johan Huizinga (¡habría que citar siempre a Huizinga!) el estudioso de la historia ha de contemplarla desde una perspectiva indeterminista: “Debe situarse constantemente en un punto del pasado en el que los factores aún parezcan permitir desarrollos diferentes. Si se ocupa de la batalla de Salamina, debe hacerlo como si los persas pudieran ganarla aún”. Una de las virtudes de La Transición es que vemos cómo los persas pueden ganar en cualquier momento la batalla; o como mínimo, justo eso: dar batalla.
Lo alarmante de los impugnadores de la Transición es que se sitúan junto a los actores lamentables de entonces, los que metían miedo: Girón de Velasco, los militares franquistas o los asesinos ultras, en un extremo; y los terroristas de la ETA o el GRAPO, en el otro. Es curioso cómo para todos ellos la acusación favorita era la de “traición”. Los “traidores” Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, principalmente. Estaban (como sus herederos actuales) a favor de la “autenticidad”: la que había llevado a la guerra civil primero y a la dictadura después.
De la “autenticidad” política se ocupa precisamente José Luis Pardo en el último premio Anagrama de ensayo, Estudios del malestar. La define así: “Esa concepción de la política basada en el antagonismo y no en el pacto, y que no se piensa a sí misma como asentada en los cauces del derecho”. Algo que había sido lo típico en la historia de España hasta entonces. La Transición es el momento en que España se salió de la historia de España. El empeño de los que se oponían entonces era que no se saliera; el de los de ahora, meterla de nuevo: volver a las andadas.
Pablo Iglesias, con esa ignorancia sobrada de que hacen gala algunos profesores, le regaló al rey Felipe la serie Juego de tronos. Para que aprendiera sobre la política española, dijo. El Rey tendría que haberle regalado a cambio La Transición: para que aprendiera él, de verdad.
* * *
En El Español.
Para el historiador Johan Huizinga (¡habría que citar siempre a Huizinga!) el estudioso de la historia ha de contemplarla desde una perspectiva indeterminista: “Debe situarse constantemente en un punto del pasado en el que los factores aún parezcan permitir desarrollos diferentes. Si se ocupa de la batalla de Salamina, debe hacerlo como si los persas pudieran ganarla aún”. Una de las virtudes de La Transición es que vemos cómo los persas pueden ganar en cualquier momento la batalla; o como mínimo, justo eso: dar batalla.
Lo alarmante de los impugnadores de la Transición es que se sitúan junto a los actores lamentables de entonces, los que metían miedo: Girón de Velasco, los militares franquistas o los asesinos ultras, en un extremo; y los terroristas de la ETA o el GRAPO, en el otro. Es curioso cómo para todos ellos la acusación favorita era la de “traición”. Los “traidores” Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, principalmente. Estaban (como sus herederos actuales) a favor de la “autenticidad”: la que había llevado a la guerra civil primero y a la dictadura después.
De la “autenticidad” política se ocupa precisamente José Luis Pardo en el último premio Anagrama de ensayo, Estudios del malestar. La define así: “Esa concepción de la política basada en el antagonismo y no en el pacto, y que no se piensa a sí misma como asentada en los cauces del derecho”. Algo que había sido lo típico en la historia de España hasta entonces. La Transición es el momento en que España se salió de la historia de España. El empeño de los que se oponían entonces era que no se saliera; el de los de ahora, meterla de nuevo: volver a las andadas.
Pablo Iglesias, con esa ignorancia sobrada de que hacen gala algunos profesores, le regaló al rey Felipe la serie Juego de tronos. Para que aprendiera sobre la política española, dijo. El Rey tendría que haberle regalado a cambio La Transición: para que aprendiera él, de verdad.
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En El Español.
19.3.17
Jot Down 18
Ha salido el número 18 del trimestral en papel de Jot Down, especial Armagedón: el fin del mundo y otros finales. Participo con "El tiempo de las moscas", sobre el fin del aburrimento y de los tiempos muertos en la era digital; o el cambio del oro del tiempo (que buscaba Breton) por la calderilla de Twitter, y de todas las redes sociales. Se puede comprar en librerías o por la web de Jot Down.
6.3.17
El Barea de la plaza
Preciosa la mañana del sábado en Madrid. Se anunciaba lluvia, pero había un cielo velazqueño. El frío, compacto, cortante, le daba sobriedad al acto. Y el sol un toque cálido, dentro del frío.
Yo no había leído La forja de un rebelde hasta que hace tres años colaboré en la edición en Turner de Hotel Florida, de Amanda Vaill, un libro que cuenta la historia durante la Guerra Civil de –entre otros– Arturo Barea y su esposa Ilsa Kulcsar. Desde entonces siempre que paso por delante del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, me acuerdo de ellos: ahí se conocieron mientras trabajaban para la República, expuestos a los bombardeos franquistas. También he evocado a Barea cuando he pasado por el antiguo edificio de las Escuelas Pías, en Lavapiés, donde él estudió de niño. El sábado, al pie de ese edificio, se inauguró la placa con su nombre: Plaza de Arturo Barea.
Había emoción por él, porque fue un hombre ejemplar, y había también un sentimiento de reparación histórica. Era bochornoso que su nombre no lo llevase hasta ahora ninguna calle de su Madrid. La iniciativa, aprobada por el Ayuntamiento, partió de dos vecinas del barrio y fue impulsada por William Chislett, excorresponsal de The Times. En el acto del sábado, además de él y una de las vecinas, intervinieron personalidades como Ian Gibson, Elvira Lindo o la alcaldesa Manuela Carmena. Entre algún que otro lugar común, inevitable, se dijeron cosas que honraban adecuadamente a Barea. Yo me quedo con las de Chislett y las de Lindo. En cualquier caso, la emoción hubiese estado incluso sin las palabas.
Pero en mí, por debajo de la emoción, neta, nítida, aleteaba una inquietud. ¿Estaban todos –intervinientes y asistentes– homenajeando al mismo Barea? ¿O para algunos (tal vez muchos) el Barea de la plaza era un Barea fraudulento, edulcorado, simplificado ideológicamente en su condición de “republicano”?
Lo admirable de Arturo Barea es que fue fiel a la República: se esforzó por ella todo lo que pudo y desde 1938 tuvo que vivir en el exilio, hasta su muerte en 1957. Pero miró horrorizado los crímenes de la zona republicana. Y precipitó su exilio –al que se hubiera visto forzado de todas formas tras la victoria de Franco– porque sospechaba que los comunistas, a las órdenes de Stalin, querían matarlo a él y a su mujer. De Barea podría decirse, al cabo, lo que dijo Manuel Alcántara de Chaves Nogales: “Hace falta tener talento para que te quieran fusilar los dos bandos”.
Y no había equidistancia aquí: ambos eran republicanos. Solo que de la República democrática, que no era exactamente la que querían todos ni la que todos ahora reivindican. Para mí el Barea de la plaza será ese: el Barea real.
* * *
En El Español.
Yo no había leído La forja de un rebelde hasta que hace tres años colaboré en la edición en Turner de Hotel Florida, de Amanda Vaill, un libro que cuenta la historia durante la Guerra Civil de –entre otros– Arturo Barea y su esposa Ilsa Kulcsar. Desde entonces siempre que paso por delante del edificio de Telefónica, en la Gran Vía, me acuerdo de ellos: ahí se conocieron mientras trabajaban para la República, expuestos a los bombardeos franquistas. También he evocado a Barea cuando he pasado por el antiguo edificio de las Escuelas Pías, en Lavapiés, donde él estudió de niño. El sábado, al pie de ese edificio, se inauguró la placa con su nombre: Plaza de Arturo Barea.
Había emoción por él, porque fue un hombre ejemplar, y había también un sentimiento de reparación histórica. Era bochornoso que su nombre no lo llevase hasta ahora ninguna calle de su Madrid. La iniciativa, aprobada por el Ayuntamiento, partió de dos vecinas del barrio y fue impulsada por William Chislett, excorresponsal de The Times. En el acto del sábado, además de él y una de las vecinas, intervinieron personalidades como Ian Gibson, Elvira Lindo o la alcaldesa Manuela Carmena. Entre algún que otro lugar común, inevitable, se dijeron cosas que honraban adecuadamente a Barea. Yo me quedo con las de Chislett y las de Lindo. En cualquier caso, la emoción hubiese estado incluso sin las palabas.
Pero en mí, por debajo de la emoción, neta, nítida, aleteaba una inquietud. ¿Estaban todos –intervinientes y asistentes– homenajeando al mismo Barea? ¿O para algunos (tal vez muchos) el Barea de la plaza era un Barea fraudulento, edulcorado, simplificado ideológicamente en su condición de “republicano”?
Lo admirable de Arturo Barea es que fue fiel a la República: se esforzó por ella todo lo que pudo y desde 1938 tuvo que vivir en el exilio, hasta su muerte en 1957. Pero miró horrorizado los crímenes de la zona republicana. Y precipitó su exilio –al que se hubiera visto forzado de todas formas tras la victoria de Franco– porque sospechaba que los comunistas, a las órdenes de Stalin, querían matarlo a él y a su mujer. De Barea podría decirse, al cabo, lo que dijo Manuel Alcántara de Chaves Nogales: “Hace falta tener talento para que te quieran fusilar los dos bandos”.
Y no había equidistancia aquí: ambos eran republicanos. Solo que de la República democrática, que no era exactamente la que querían todos ni la que todos ahora reivindican. Para mí el Barea de la plaza será ese: el Barea real.
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En El Español.
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