El mal menor es mucho mal, pero sigue siendo el menor. Qué le vamos a hacer. Esto es lo que hay. (Frases resignadas). El PP se está convirtiendo en la práctica en el partido único, por regalo de sus oponentes de todo el espacio constitucional. Simbólicamente ocurre lo mismo con la bandera española.
Esto, por supuesto, no se puede sostener. Un partido no puede encarnar en solitario el institucionalismo sin que lo que resulte no sea “la dictadura perfecta”, como dijo Mario Vargas Llosa del sistema mexicano del PRI. El PP va camino de ser nuestro PRI. Solo que el caso de España es aún más exótico: son los otros partidos los que se están retirando del sistema, y en una dirección menos democrática que la del PP. Esta constatación, sin embargo, no sirve. Por eso el sistema va camino de su liquidación, o de su anquilosamiento.
La lástima (o la guinda de este asqueroso pastel) es que el PP esté ejerciendo la función de pilar del sistema con una muy escasa ejemplaridad. Es lo que le permite, por otra parte, la falta de competencia. Solo Ciudadanos le empuja un poquito en la buena dirección, en la medida exacta de sus votos: insuficientes. Ciudadanos como partido mejorador, que hubiese mejorado también al PSOE. Pero no fue posible.
El pasado miércoles 26 de julio resultó un día sintomático. En él estuvo todo: un concentrado perfecto de nuestra situación. El presidente Mariano Rajoy declaró como testigo en el juicio del caso Gürtel. Una declaración endeble, con preguntas endebles, como ha pormenorizado el director de EL ESPAÑOL. Podría haber sido la noticia más grave de la jornada. Pero lo cierto es que hubo otras más graves. De Rajoy se ha dicho que es un Don Tancredo y es verdad. Solo hay que añadir que en los otros partidos están locos por saltar a la plaza como subalternos, para desviarle el toro.
En cuanto Rajoy salió de la Audiencia Nacional aparecieron Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, cada uno por su lado pero con similares intervenciones gruesas. Apenas hubo tiempo para que la imagen de Rajoy se mantuviese exenta, socavándolo: enseguida Iglesias y Sánchez le estaban haciendo compañía, y recordándole al electorado que si no es Rajoy serán ellos...
Por la tarde el Parlament de Cataluña aprobó la aberrante reforma del reglamento para la ruptura exprés. Y al anochecer hubo un acto en Lérida con Joan Tardà y Arnaldo Otegi, que escribió en su Twitter: “Cómo han cambiado las cosas. Yo estoy aquí en una conferencia en Lleida con Joan y es Rajoy quien declara en la Audiencia Nacional”. Definitivamente, han dejado solo al PP en el lado presentable. Pese a los políticos del PP.
* * *
En El Español.
31.7.17
24.7.17
'Despacito' en el Pavilhão Chinês
Es curiosa la sensación de cómo se sale de España cuando se entra en Lisboa, con lo cerca que está. Puede que se deba a la conjunción de la amabilidad sosegada de los portugueses –respaldada por su idioma– y a la masa atlántica, que abre un horizonte infinito. Es una ciudad metafísica por su océano, como escribió Fernando Pessoa: “Que el mar con fin será griego o romano: / el mar sin fin es portugués”. Por este vuelo, y por la sensualidad de su belleza, Lisboa sigue siendo el lugar privilegiado de la Península. Su capital de verdad.
Aunque se ciernen amenazas. En el suntuoso y decadente Pavilhão Chinês, el bar de copas perfecto, en el que debería estar sonando siempre Mahler, sonó la otra noche Despacito; luego un individuo se levantó de una mesa y vi que iba en bañador: su paso era estridente ante las vitrinas con soldaditos de plomo. De madrugada pasaban hordas borrachas bajo el hotel, cerca de la plaza de Camões. Y en la Avenida da Liberdade y en la plaza del Rossio grupos de músicos machacaban las tardes con sus amplificadores... Lo irritante de todos estos delincuentes es que no estaban a la altura de la ciudad.
Por fortuna, esta resurgía a cada tramo. Lisboa está amenazada pero no vencida. Y sigue triunfando desde los miradores. Desde el de São Pedro de Alcântara provisionalmente no, porque se encuentra en obras, pero sí desde el de Santa Catarina, el de Graça, el de Santa Luzia, el de Marquês de Pombal y el del Castelo de São Jorge. Esta vez, además, me di una caminata con mi acompañante por la ribera del Tajo, pasamos por debajo del puente 25 de Abril y llegamos al monumento a los Descubrimientos. Me alegró ver que aquel suelo estaba pavimentado con las ondas del de Copacabana. Caí en que la flota que descubriría Brasil pasó por allí delante...
España, mientras tanto, no paraba de hacer numeritos, como un mono de feria. Cada vez que miraba las noticias me hacía una carantoña, por ver si me fastidiaba el viaje. Desde fuera parece un país más invivible de lo que realmente es. Primero apareció Pere Soler, el nuevo director de los Mossos d’Escuadra, uno de esos fascistas españoles de ahora que, desde su abrasivo tipismo español, están convencidos de que son antiespañoles. Después Ángel María Villar, detenido tras lustros de tragarnos su careto apazguatado al mando de la Federación Española de Fútbol. El 18 de julio nuestros antifranquistas, encabezados por Alberto Garzón, recordaron un año más la fecha, con una minuciosidad que no tuvo ni Fernando Vizcaíno Casas. El 19 Isabel Coixet señalaba que “no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP”, una frase en la que está todo.
El penúltimo día de mi viaje, mientras me encontraba visitando la Fundación Gulbenkian, admirado con una copa de alabastro egipcia del 2.700 a. de C., con un parasol veneciano del siglo XVI, con monedas y joyas griegas, cajitas japonesas, biombos chinos y relojes del siglo XVIII que hacían tictac, me llegó la noticia del suicidio de Miguel Blesa. Pensé en la poca sangre que ha habido en todos nuestros años de corrupción, una buena realidad pero un mal síntoma. O un buen síntoma, aunque desestabilizador: transmite la impresión de que todo no es más que una comedia... Pero fuera seguía Lisboa. Y aún me quedaba otro día en la ciudad.
* * *
En El Español.
Aunque se ciernen amenazas. En el suntuoso y decadente Pavilhão Chinês, el bar de copas perfecto, en el que debería estar sonando siempre Mahler, sonó la otra noche Despacito; luego un individuo se levantó de una mesa y vi que iba en bañador: su paso era estridente ante las vitrinas con soldaditos de plomo. De madrugada pasaban hordas borrachas bajo el hotel, cerca de la plaza de Camões. Y en la Avenida da Liberdade y en la plaza del Rossio grupos de músicos machacaban las tardes con sus amplificadores... Lo irritante de todos estos delincuentes es que no estaban a la altura de la ciudad.
Por fortuna, esta resurgía a cada tramo. Lisboa está amenazada pero no vencida. Y sigue triunfando desde los miradores. Desde el de São Pedro de Alcântara provisionalmente no, porque se encuentra en obras, pero sí desde el de Santa Catarina, el de Graça, el de Santa Luzia, el de Marquês de Pombal y el del Castelo de São Jorge. Esta vez, además, me di una caminata con mi acompañante por la ribera del Tajo, pasamos por debajo del puente 25 de Abril y llegamos al monumento a los Descubrimientos. Me alegró ver que aquel suelo estaba pavimentado con las ondas del de Copacabana. Caí en que la flota que descubriría Brasil pasó por allí delante...
España, mientras tanto, no paraba de hacer numeritos, como un mono de feria. Cada vez que miraba las noticias me hacía una carantoña, por ver si me fastidiaba el viaje. Desde fuera parece un país más invivible de lo que realmente es. Primero apareció Pere Soler, el nuevo director de los Mossos d’Escuadra, uno de esos fascistas españoles de ahora que, desde su abrasivo tipismo español, están convencidos de que son antiespañoles. Después Ángel María Villar, detenido tras lustros de tragarnos su careto apazguatado al mando de la Federación Española de Fútbol. El 18 de julio nuestros antifranquistas, encabezados por Alberto Garzón, recordaron un año más la fecha, con una minuciosidad que no tuvo ni Fernando Vizcaíno Casas. El 19 Isabel Coixet señalaba que “no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP”, una frase en la que está todo.
El penúltimo día de mi viaje, mientras me encontraba visitando la Fundación Gulbenkian, admirado con una copa de alabastro egipcia del 2.700 a. de C., con un parasol veneciano del siglo XVI, con monedas y joyas griegas, cajitas japonesas, biombos chinos y relojes del siglo XVIII que hacían tictac, me llegó la noticia del suicidio de Miguel Blesa. Pensé en la poca sangre que ha habido en todos nuestros años de corrupción, una buena realidad pero un mal síntoma. O un buen síntoma, aunque desestabilizador: transmite la impresión de que todo no es más que una comedia... Pero fuera seguía Lisboa. Y aún me quedaba otro día en la ciudad.
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En El Español.
17.7.17
El semáforo de la politización
Es comprensible la incomodidad de los podemitas ante los homenajes a Miguel Ángel Blanco. Esos homenajes los desmienten; o mejor, les dicen su verdad: los sitúan. Han tenido que hacer malabarismos retóricos para diferenciar su repulsa por el crimen (que yo me creo) de su significado político. Es decir, de eso que han venido llamando, para reprobarlo, su politización, su personalización. Asesinan por razones políticas a una persona, pero si se señala este aspecto crucial se está, según ellos, politizando y personalizando...
Son las prestidigitaciones, una vez más, de quienes hacen un uso exclusivamente estratégico del lenguaje (y de las ideas, de los análisis, de los razonamientos). Ellos están por su causa, y lo que digan tendrá como único fin potenciar su causa. Si aquello de lo que hay que hablar es algo que la cuestiona seriamente, las contorsiones verbales serán de aúpa. Un espectáculo entre risible y patético; para reír o llorar, según nos pille.
Hubiera sido más llevadero si no tuviéramos la experiencia de sus continuas (¡extenuantes!) politizaciones y personalizaciones; si no recordáramos las proclamas de Pablo Iglesias, apenas en septiembre del año pasado, en favor de “politizar el dolor”. Al final el podemismo se arroga el papel de semáforo de la politización. Verde: se puede politizar. Rojo: no se puede politizar.
La idea que late es que ellos tienen el monopolio de la política: de la política legítima. Los demás son usurpadores. En gradación distinta, naturalmente, que va desde aquellos con los que puede haber algún tipo de entendimiento, mayor o menor, hasta los excluidos totales, que serían Ciudadanos y –sobre todo– el PP. En ese deslinde entre lo que es politizable o no se aprecia nuevamente su mentalidad totalitaria, antipluralista. Solo sería politizable, al cabo, aquello que favorece su política y no lo que la cuestiona.
Por eso sus llamamientos a no politizar los homenajes a Miguel Ángel Blanco han sido, en la práctica, su manera partidista de politizarlos: intentando conjurar una politización que no les convenía.
La politización de los homenajes de ahora y de las manifestaciones de hace veinte años es innegable: se abogaba por una política democrática y contra el crimen, en favor de la Constitución. La historia dice que los que trataron de acabar con esta fueron los fascistas (los golpistas) y los etarras. Se comprende que los podemitas se sientan incómodos al verse situados en ese fango. Ellos son otra cosa, de acuerdo. Pero si no consideran legítima la democracia surgida de la Constitución, eso que llaman con desprecio “el régimen del 78”, el fango es ese y no otro. Y cierran el semáforo cuando la ocasión hace que se vea demasiado claro.
* * *
En El Español.
Son las prestidigitaciones, una vez más, de quienes hacen un uso exclusivamente estratégico del lenguaje (y de las ideas, de los análisis, de los razonamientos). Ellos están por su causa, y lo que digan tendrá como único fin potenciar su causa. Si aquello de lo que hay que hablar es algo que la cuestiona seriamente, las contorsiones verbales serán de aúpa. Un espectáculo entre risible y patético; para reír o llorar, según nos pille.
Hubiera sido más llevadero si no tuviéramos la experiencia de sus continuas (¡extenuantes!) politizaciones y personalizaciones; si no recordáramos las proclamas de Pablo Iglesias, apenas en septiembre del año pasado, en favor de “politizar el dolor”. Al final el podemismo se arroga el papel de semáforo de la politización. Verde: se puede politizar. Rojo: no se puede politizar.
La idea que late es que ellos tienen el monopolio de la política: de la política legítima. Los demás son usurpadores. En gradación distinta, naturalmente, que va desde aquellos con los que puede haber algún tipo de entendimiento, mayor o menor, hasta los excluidos totales, que serían Ciudadanos y –sobre todo– el PP. En ese deslinde entre lo que es politizable o no se aprecia nuevamente su mentalidad totalitaria, antipluralista. Solo sería politizable, al cabo, aquello que favorece su política y no lo que la cuestiona.
Por eso sus llamamientos a no politizar los homenajes a Miguel Ángel Blanco han sido, en la práctica, su manera partidista de politizarlos: intentando conjurar una politización que no les convenía.
La politización de los homenajes de ahora y de las manifestaciones de hace veinte años es innegable: se abogaba por una política democrática y contra el crimen, en favor de la Constitución. La historia dice que los que trataron de acabar con esta fueron los fascistas (los golpistas) y los etarras. Se comprende que los podemitas se sientan incómodos al verse situados en ese fango. Ellos son otra cosa, de acuerdo. Pero si no consideran legítima la democracia surgida de la Constitución, eso que llaman con desprecio “el régimen del 78”, el fango es ese y no otro. Y cierran el semáforo cuando la ocasión hace que se vea demasiado claro.
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En El Español.
12.7.17
Crímenes comparables
Alguien dijo, cuando liberaron a José Antonio Ortega Lara, que parecía salido de un campo de concentración nazi. Se horrorizaba de que algo así se hubiera visto de nuevo en Europa. Cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco la comparación fue con los últimos fusilamientos franquistas: la espera atroz, “al alba, al alba...”. Se recurría, pues, al nazismo y al franquismo para dejar patente el carácter de los crímenes de ETA.
Ese afán pedagógico, del que yo suelo echar mano también, es síntoma del mayor fracaso de la historia del siglo XX. En 1997, a tres años (o cuatro) de su final, aún había que recurrir a comparaciones. Uno de los matarifes ideológicos del siglo, el comunismo, se iba de rositas hacia el siguiente...
Y en el siguiente estamos. Pagando esa miseria. Toda la prevención social que por fortuna se mantiene (aunque con sustos) contra el fascismo, desaparece en buena medida cuando se trata del comunismo. Es algo que para mí resulta incomprensible; o cuya comprensión solo se atisba si se considera el fondo religioso, o teológico: la pretensión de pureza (abstracta siempre) pasando por encima del mundo físico, masacrándolo si hace falta.
Con el fascismo era igual, pero sus sacerdotes están desprestigiados. Al contrario que los del comunismo. El rebrote que ha habido últimamente, en todo el mundo y en particular en España, es desolador. Prestigio no es que tengan demasiado nuestros comunistas, pero sí predicamento. Y votos. Con todas las semillas criminales o protocriminales íntegras en su discurso. Que esas semillas no germinen se lo debemos (se lo deben) a las actuales circunstancias históricas: esas mismas que desprecian.
Las comparaciones, sin embargo, me parecen legítimas. Desde la izquierda ilustrada y democrática (¡tan trabajosa!), a estos individuos se les puede equiparar perfectamente a los fascistas. Como estrictos totalitarios que son.
* * *
En The Objective.
Ese afán pedagógico, del que yo suelo echar mano también, es síntoma del mayor fracaso de la historia del siglo XX. En 1997, a tres años (o cuatro) de su final, aún había que recurrir a comparaciones. Uno de los matarifes ideológicos del siglo, el comunismo, se iba de rositas hacia el siguiente...
Y en el siguiente estamos. Pagando esa miseria. Toda la prevención social que por fortuna se mantiene (aunque con sustos) contra el fascismo, desaparece en buena medida cuando se trata del comunismo. Es algo que para mí resulta incomprensible; o cuya comprensión solo se atisba si se considera el fondo religioso, o teológico: la pretensión de pureza (abstracta siempre) pasando por encima del mundo físico, masacrándolo si hace falta.
Con el fascismo era igual, pero sus sacerdotes están desprestigiados. Al contrario que los del comunismo. El rebrote que ha habido últimamente, en todo el mundo y en particular en España, es desolador. Prestigio no es que tengan demasiado nuestros comunistas, pero sí predicamento. Y votos. Con todas las semillas criminales o protocriminales íntegras en su discurso. Que esas semillas no germinen se lo debemos (se lo deben) a las actuales circunstancias históricas: esas mismas que desprecian.
Las comparaciones, sin embargo, me parecen legítimas. Desde la izquierda ilustrada y democrática (¡tan trabajosa!), a estos individuos se les puede equiparar perfectamente a los fascistas. Como estrictos totalitarios que son.
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En The Objective.
10.7.17
¿Qué hacer?
“¿Qué hacer?” es una pregunta que algunos no sabemos responder. A partir de ahí hemos tenido la precaución de no ser políticos, y eso tal vez sea lo mejor que hayamos hecho. Ni siquiera hemos dado en tertulianos o taxistas. Nuestros análisis o comentarios de la actualidad siempre se quedan colgados, o frenados, en el mismo estupor: “bien, y a partir de todo esto, ¿qué hacer?”. Son análisis que acaban en parálisis. Puede que padezcamos, además de una cierta inoperancia congénita, la superstición de que toda acción es demoniaca. No logramos reponernos de que con demasiada frecuencia la respuesta a esa pregunta haya acabado en escabechina. Sin ir más lejos, Lenin, que la respondió en su célebre libro titulado así: ¿Qué hacer?.
Con el endiablado asunto catalán yo francamente no sé qué hacer. Sé lo que pasa y sé quiénes son los culpables (porque hay unos culpables; unos y no otros: con un notable grado de bellaquería). ¿Pero qué hacer? ¿Qué hacer con ellos? Casi se podría utilizar la expresión coloquial de cuando se da a alguien por imposible: “¿Qué vamos a hacer contigo?”. Curiosamente, este dar por imposible tiene que ver tanto con lo que ese alguien ha hecho como con lo que ha dicho. Esto último suele pertenecer al género del no entrar en razón, por un uso fraudulento del lenguaje.
El president Carles Puigdemont (Putschdemont para los amigos) es un golpista al que no se le cae la palabra “democracia” de la boca y que no deja de llamar “antidemócratas” a los demócratas. ¿Qué hacer con él? El otro día Lluís Llach (la Estrellita Castro del independentismo), que había amenazado hace nada a los funcionarios catalanes, escribió: “El govern espanyol amenaça els ajuntaments amb accions judicials”. Y Puigdemont fue más allá: “Han declarat l’estat d’amenaça”. Y así una y otra vez: mentiras, infamias, más mentiras, más infamias... Con muchos asintiendo y aplaudiendo. ¿Qué vamos a hacer con todos ellos? ¿Qué se puede hacer?
Mariano Rajoy, un presidente que parece aquejado también del estupor del hacer, de momento no hace nada. Yo no sé qué hacer, pero me parece que él sí debería hacer algo... ¿Aplicar el artículo 155 de la Constitución? No lo sé. En principio sí, claro. ¿Pero qué pasaría? ¿Mejoraría la situación? ¡No lo sé!
Por otra parte, no estoy seguro de si Rajoy no ha hecho bien no haciendo nada en todo este tiempo. Su pasividad, al menos, tiene la utilidad de ser una especie de experimento sociológico, o politológico: ¿qué pasa si en una situación así no se hace nada? Lo que ha pasado es que los independentistas están como locos, diciendo ellos mismos todo lo que Rajoy está haciendo cuando no está haciendo nada. Proyectando lo que son: unos tipos de cuidado, con los que no sabemos qué hacer.
* * *
En El Español.
Con el endiablado asunto catalán yo francamente no sé qué hacer. Sé lo que pasa y sé quiénes son los culpables (porque hay unos culpables; unos y no otros: con un notable grado de bellaquería). ¿Pero qué hacer? ¿Qué hacer con ellos? Casi se podría utilizar la expresión coloquial de cuando se da a alguien por imposible: “¿Qué vamos a hacer contigo?”. Curiosamente, este dar por imposible tiene que ver tanto con lo que ese alguien ha hecho como con lo que ha dicho. Esto último suele pertenecer al género del no entrar en razón, por un uso fraudulento del lenguaje.
El president Carles Puigdemont (Putschdemont para los amigos) es un golpista al que no se le cae la palabra “democracia” de la boca y que no deja de llamar “antidemócratas” a los demócratas. ¿Qué hacer con él? El otro día Lluís Llach (la Estrellita Castro del independentismo), que había amenazado hace nada a los funcionarios catalanes, escribió: “El govern espanyol amenaça els ajuntaments amb accions judicials”. Y Puigdemont fue más allá: “Han declarat l’estat d’amenaça”. Y así una y otra vez: mentiras, infamias, más mentiras, más infamias... Con muchos asintiendo y aplaudiendo. ¿Qué vamos a hacer con todos ellos? ¿Qué se puede hacer?
Mariano Rajoy, un presidente que parece aquejado también del estupor del hacer, de momento no hace nada. Yo no sé qué hacer, pero me parece que él sí debería hacer algo... ¿Aplicar el artículo 155 de la Constitución? No lo sé. En principio sí, claro. ¿Pero qué pasaría? ¿Mejoraría la situación? ¡No lo sé!
Por otra parte, no estoy seguro de si Rajoy no ha hecho bien no haciendo nada en todo este tiempo. Su pasividad, al menos, tiene la utilidad de ser una especie de experimento sociológico, o politológico: ¿qué pasa si en una situación así no se hace nada? Lo que ha pasado es que los independentistas están como locos, diciendo ellos mismos todo lo que Rajoy está haciendo cuando no está haciendo nada. Proyectando lo que son: unos tipos de cuidado, con los que no sabemos qué hacer.
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En El Español.
3.7.17
Atornillarse la boina
No hay político español con fama de inteligente que no esté loquito por arruinar esa fama. Tal vez se sienta excéntrico respecto a sus colegas. El último ha sido Jordi Sevilla, exministro de Zapatero y actual sanchista, que esta semana ha soltado un tuit inaudito: “Pactemos: nosotros aceptamos que ellos son naciones culturales solo si ellos aceptan seguir en España, la única nación con Estado. ¿Vale?”. Yo le respondí, valleinclanescamente (aunque ya he borrado el tuit): “¡Cráneo privilegiado!”. Podría haberle dicho la otra frase craneal de Luces de bohemia: “¡Me quito el cráneo!”.
Y sin embargo la frase de Sevilla era en sí misma inteligente. En sí misma: si prescindimos del contexto; de la historia, de la experiencia. A los que no somos nacionalistas, y aquí me posiciono junto a Sevilla, toda esta monserga de la terminología nos da igual. Que se llamen como quieran, pensamos. Si ellos quieren y a nosotros nos da igual, adelante. Pasa como con las banderas. Pero la historia y la experiencia nos dicen ya (¡y a gritos!) que esa dejadez es un callejón sin salida, cuando no un despeñadero. Porque lo que ellos quieren no lo quieren con inocencia. Y además no lo quieren a secas: lo quieren contra otros; contra nosotros. Es un querer esponjado en el odio. Y con pretensiones de abuso.
Lo que Sevilla y Sánchez defienden con lo de las “naciones culturales” y el “Estado plurinacional” es el derecho de que quienes lo deseen lleven (¡simbólicamente!) boina. Derecho que yo defiendo también, y que además ya existe. Pero los nacionalistas no quieren eso. Lo que propugnan, con el énfasis, es la obligación de atornillarse la boina. No una boina de quitaipón, optativa, transitoria, revocable; sino una boina fija, sustancial, clavada –también valleinclanescamente– al cráneo, taladrando el cerebro. No defienden una libertad, sino una opresión. Eso y no otra cosa es lo que está en juego. Más que boina es un burka: la nación es el burka de las gentes.
He seguido con el ellos y el nosotros por mantener el esquema que marcó Sevilla. No hay problema, pero aclaremos. Ellos no son los catalanes, sino los nacionalistas; y nosotros no somos los españoles, sino los no nacionalistas, entre los que hay muchos catalanes. Es contra estos contra los que va en primerísimo lugar Puigdemont. Las declaraciones cada vez más violentas de los nacionalistas resultan escalofriantes si se piensa que, antes que contra unos ciudadanos de Madrid o Málaga, que les pillan lejos, van contra unos ciudadanos de Barcelona o Lérida, que los tienen al lado.
El eje no es entre tal o cual nación, sino entre democracia o no democracia. La cesión terminológica es darles otra coartada para que nos atornillen su boina.
* * *
En El Español.
Y sin embargo la frase de Sevilla era en sí misma inteligente. En sí misma: si prescindimos del contexto; de la historia, de la experiencia. A los que no somos nacionalistas, y aquí me posiciono junto a Sevilla, toda esta monserga de la terminología nos da igual. Que se llamen como quieran, pensamos. Si ellos quieren y a nosotros nos da igual, adelante. Pasa como con las banderas. Pero la historia y la experiencia nos dicen ya (¡y a gritos!) que esa dejadez es un callejón sin salida, cuando no un despeñadero. Porque lo que ellos quieren no lo quieren con inocencia. Y además no lo quieren a secas: lo quieren contra otros; contra nosotros. Es un querer esponjado en el odio. Y con pretensiones de abuso.
Lo que Sevilla y Sánchez defienden con lo de las “naciones culturales” y el “Estado plurinacional” es el derecho de que quienes lo deseen lleven (¡simbólicamente!) boina. Derecho que yo defiendo también, y que además ya existe. Pero los nacionalistas no quieren eso. Lo que propugnan, con el énfasis, es la obligación de atornillarse la boina. No una boina de quitaipón, optativa, transitoria, revocable; sino una boina fija, sustancial, clavada –también valleinclanescamente– al cráneo, taladrando el cerebro. No defienden una libertad, sino una opresión. Eso y no otra cosa es lo que está en juego. Más que boina es un burka: la nación es el burka de las gentes.
He seguido con el ellos y el nosotros por mantener el esquema que marcó Sevilla. No hay problema, pero aclaremos. Ellos no son los catalanes, sino los nacionalistas; y nosotros no somos los españoles, sino los no nacionalistas, entre los que hay muchos catalanes. Es contra estos contra los que va en primerísimo lugar Puigdemont. Las declaraciones cada vez más violentas de los nacionalistas resultan escalofriantes si se piensa que, antes que contra unos ciudadanos de Madrid o Málaga, que les pillan lejos, van contra unos ciudadanos de Barcelona o Lérida, que los tienen al lado.
El eje no es entre tal o cual nación, sino entre democracia o no democracia. La cesión terminológica es darles otra coartada para que nos atornillen su boina.
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En El Español.
2.7.17
Autobiografía brasileñista
Índice:
1. Tierra Virgen.
2. El Descubrimiento.
3. La Conquista.
4. La Colonización.
5. El (Quinto) Imperio.
* * *
“Sin música la vida sería un error”, dice uno de los más conocidos aforismos de Nietzsche. Yo a veces he pensado que así es, pero especificando: sin música brasileña. La afirmación resulta sólo un poco exagerada: en lo esencial es justo eso. Hablo, naturalmente, de mi vida.
1. Tierra Virgen
Hubo una prehistoria. Unos atisbos anteriores al descubrimiento. Tales atisbos no quedaron desmentidos después, sino reforzados: desembocaron con naturalidad en la historia, que contemplada al completo es feliz y limpia. Antes de ser consciente, yo ya estaba a favor de Brasil. Recuerdo un cortejo previo de sonrisas, ritmos, futbolistas, mulatas de carnaval. Famosas melodías, escuchadas sin atención, de Ary Barroso, Antonio Carlos Jobim y Jorge Ben. Carmen Miranda. Joe Carioca. Copacabana, Ipanema, el Pan de Azúcar. Nombres acabados en –inho. Nuestro –ón suavizado en –ão. La palabra “cangaceiro”. También emergencias sórdidas: las favelas, la violencia, la película Pixote. Los payaseos de Milikito: “Menos samba e mais trabalhar”. Culebrones doblados como Doña Beija o Gabriela, clavo y canela. Una película erótica: La dama del autobús. El apellido de su actriz (que también hacía de Gabriela): Sonia Braga. El nombre en la radio de alguien desconocido, que evocaba sofisticación: Caetano Veloso. El satírico lema del país: “Orden y Progreso”.
Un primer momento de consciencia, pero que se escurrió, fue el de una noche en que me detuve a escuchar la canción de una gala televisiva. Años después la identifiqué como “Você abusou”; y deduzco que la cantante debía de ser Maria Creuza. Aunque no ha estado luego entre mis apreciadas, entonces me asombró la belleza delicada de la música; y el placer, inmediato y profundo, que producía. Una facilidad que encontraba su límite en mí mismo: parecía exigir unos extremos de sensibilidad (de porosidad en la piel: en la piel del oído) para los que no tenía paciencia. Era como acariciar terciopelo: un gusto que no parecía para este mundo. Pienso ahora: como el sexo. El caso es que me encantó, pensé en ello... pero no busqué más.
Otro momento en que recuerdo haberme formulado “Brasil debe de estar bien” fue durante el Mundial de Fútbol de 1982 (yo tenía dieciséis años), por aquella selección brasileña a la que era una delicia ver jugar. Después del disfrute de los partidos, y de la decepción de su derrota, escuché por primera vez teorizar sobre Brasil. Lo hizo Francisco Umbral en una entrevista radiofónica. Yo me había aficionado a su literatura aquel mismo verano y lo admiraba: estaba atento a lo que decía. Dijo que desde días antes de la final tenía escrito el artículo en que celebraba el triunfo de la selección brasileña; pero lo tuvo que tirar a la basura tras su eliminación en la segunda fase. Hizo un canto a Brasil: lo que ponía en el artículo desperdiciado. En todo junto había alegría y nostalgia, que serían dos de las emociones frecuentes del brasileñismo: la alegría del juego, la nostalgia por la victoria que se frustró. Aquel verano leí también mi primera novela de Vargas Llosa, que resultó ser de tema brasileño: La guerra del fin del mundo; aunque en aquella ocasión el interés prosiguió por el autor, no por su tema.
En 1987 experimenté otra aproximación brasileñista asociada a la literatura. En mis tiempos de estudiante en Madrid, yo había adquirido la costumbre de asistir a las Semanas de Autor que organizaba el Instituto de Cooperación Iberoamericana, el benemérito ICI. A veces me acompañaba mi amigo Andújar, otro malagueño que estudiaba en la capital. Disfrutábamos mucho con aquello: el autor homenajeado, en los momentos blandos (y brillosos) del halago; los escritores y profesores con sus ponencias más o menos elocuentes; y el público, entre el que había personajes asiduos y pintorescos, como un comunista chileno que siempre reprochaba a los autores su conformismo y que no alentasen lo suficiente la revolución. Solía haber dos Semanas anuales, una en primavera y otra en otoño. La de la primavera de 1987 estuvo dedicada a Jorge Amado. Fueron unas sesiones entrañables, tiernas, jocosas, en las que intervino mucho, desde la primera fila, la mujer del escritor, Zélia Gattai. Nos hablaron en los discursos de la exuberancia tropical, multicolor, de las glorias de la sexualidad inocente, de sensaciones paradisíacas. Bahía se convirtió para nuestro imaginario en el símbolo de Brasil, en detrimento de Río. La última tarde intervino el comunista chileno, con su indignación quejumbrosa: ¿no resultaban alienantes el carnaval y la alegría, que le hacían olvidar al pueblo su pobreza y le quitaba de la cabeza la revolución? La respuesta de Jorge Amado emocionó a la sala: tras lamentar la pobreza de su pueblo, dio gracias por que, pese a ella, fuese feliz... Salí, salimos de aquellos días ya predispuestos para el brasileñismo; aunque la explosión aún tardaría un año y pico en producirse. Y empleo el plural porque mi pasión fue de la mano de la de Andújar. Él, de hecho, llegó un poco antes.
2. El Descubrimiento
Siempre me ha gustado el modo en que se produjo, porque fue, por decirlo así, en persona: procedente de un avión que acababa de cruzar el Atlántico. El padre de Andújar era entonces director del aeropuerto de Barajas. Un día vio un pequeño revuelo en la aduana. Se acercó y se encontró con que un mulato acababa de desembarcar desde Brasil, con un berimbau y una guitarra como único equipaje, y sin dinero. No le dejaban pasar, pero él se resistía a irse. Aseguraba que se ganaría la vida en España como músico. Al padre de Andújar le cayó simpático y lo avaló. Le ofreció alojamiento durante unas semanas, hasta que encontrase algo. El mulato de Belo Horizonte, llamado Ramar (pronúnciese con haches aspiradas: Hamáh), resultó ser una persona encantadora y permaneció en el apartamento durante muchos meses. Andújar, que vivía allí con su padre durante el curso, se hizo también amigo de Ramar. En ese tiempo se fue contagiando de la música brasileña: con las canciones que Ramar le enseñaba, los casetes y las partituras que le anotaba a mano.
Para entonces yo ya había vuelto a Málaga. A Ramar lo conocí en mayo de 1988, cuando viajé a Madrid en compañía de Palomo (otro amigo que se haría brasileñista), precisamente para asistir a otra Semana de Autor, la dedicada a Octavio Paz. Nos alojamos en el apartamento de Andújar, en la Alameda de Osuna. Ramar nos cayó muy bien, nos enseñó a tocar el berimbau e incluso asistimos a un conciertillo suyo en un bar de los bajos de Moncloa, que se llamaba Candomblé; pero no dejó de ser algo exótico (y por lo tanto ajeno) todavía. Recuerdo que en el tren de vuelta, Palomo y yo viajamos con una pareja brasileña en el compartimento y apenas hablamos con ellos. En el futuro nos repetiríamos muchas veces: “Si hubiera sido sólo un año y medio más tarde...”. Aquel verano volvimos a ver a Ramar en Málaga, durante una visita que le hizo a Andújar en las vacaciones. Paseamos con él por Fuengirola, por Torremolinos (recuerdo que en una plaza nos enseñó qué era la capoeira). Buscaba sitios donde tocar, pero por entonces la música brasileña no interesaba a los empresarios. Sin embargo, no fue aún la música lo que nos interesó, sino el sexo. Las aventuras que nos contaba, y que recordaban a las de las jornadas de Jorge Amado en el ICI. Un momento glorioso fue cuando nos pormenorizó lo que hacía con una mujer una vez llegaban a la cama. Se entregó a una descripción minuciosa de caricias y besos, tan demorada que impacientó a nuestro amigo Jurdao, allí presente: “Pero la polla, ¿cuándo te la sacas?”.
No sé en qué momento empezó a hablar Andújar, ya sin Ramar, quien se había marchado a Suiza, de la música brasileña. Sé que no podía ilustrarnos su afición, porque las cintas las tenía en Madrid. Yo viajé unos meses después, no sé si aún en 1988 o ya en 1989. Llegué una noche a su nuevo apartamento, en la calle Castelló. Por la mañana, mientras él estaba en clase, vi las cintas. Eran casetes de la serie Personalidade, de Philips: concretamente los de Caetano Veloso, Maria Bethânia, Jorge Ben y Milton Nascimento. Creo que la primera que puse fue la de este último, pero la quité a los primeros compases: no era lo que buscaba. Probé luego con Caetano y Bethânia y tampoco. Las canciones respectivas fueron “Nos bailes da vida”, “Beleza pura” y “Explode coração”. No es que no me gustasen, sino que no eran lo que yo esperaba de la música brasileña. Su sonido era moderno, límpido, con algo de auroral; se me ocurre ahora que como las aves que le anuncian al barco que la tierra está cercana. Puse entonces la de Jorge Ben. Ahí sí alcancé tierra. Era exactamente lo que yo quería: ese ritmo, ese toque, ese deje. Su selección empezaba con el popurrí “Por causa de você, menina / Chove chuva / Mas que nada”, al principio del cual el cantante lanzaba un vacilón: “¡Eh!”. Ahora, al volver a escucharlo, me doy cuenta de que era el saludo de la música brasileña en pleno. “¡Eh!”, parecía decirme: “¡Que estoy aquí! ¿A qué estabas esperando para empezar a disfrutar?”.
3. La Conquista
Andújar me prestó aquellos casetes y fue ya en Málaga donde los escuché una y otra vez: no sólo el de Jorge Ben, sino todos los demás. A los de Caetano Veloso, Maria Bethânia y Milton Nascimento, se unieron los de Toquinho & Vinícius, Gilberto Gil, Chico Buarque y Antonio Carlos Jobim. Esas ocho selecciones, todas de Personalidade, fueron los cimientos de mi afición; y todavía hoy me siguen emocionando. Ahí leí también por primera vez el nombre de quien se había encargado de ellas: Roberto Menescal. Y ese logotipo luego tan común: “Produzido na Zona Franca de Manaus”. Todo era nuevo, en realidad: las canciones, que no conocía; el portugués de sus títulos; los nombres de los artistas; sus caras en los dibujos del ilustrador de la colección, Mario Bag; y otros nombres que aparecían en los créditos de las canciones, y que se me fueron quedando: Vinícius Cantuária, Fernando Brant, Carlos Lyra, Ismael Silva, Noel Rosa, Capinam, Francis Hime... Y este otro que se decía en “Trocando em miúdos”, de la de Chico Buarque: Pixinguinha.
Me hice copias en cuatro cintas de noventa minutos, grabando uno de los Personalidade en cada cara. Aquellas cintas las he perdido, pero creo recordar que los emparejamientos fueron los siguientes: Jorge Ben-Caetano Veloso, Milton Nascimento-Maria Bethânia, Toquinho & Vinícius-Gilberto Gil, Antonio Carlos Jobim-Chico Buarque. Como se puede apreciar, eran asociaciones impremeditadas, frutos en buena parte del azar. Mi memoria también está confusa en este punto, pero ahora entreveo que los préstamos vinieron en dos hornadas: los cuatro primeros Personalidade antes, y los otros cuatro después. Con posterioridad llegaron cuatro más: los de Gal Costa, João Bosco, Leila Pinheiro e Ivan Lins. Todos ellos conformaron una suerte de canon. Con respecto a quienes se me quedaron fuera entonces, como Elis Regina o Nara Leão (de las que Andújar también tenía cintas, pero no hice copias), he mantenido luego una relación algo más distanciada. La excepción, naturalmente, sería João Gilberto.
Nuestro amigo Palomo también se contagió aquel verano de 1989. De los cuatro que éramos entonces, se mantuvo ajeno Curro. Un día descubrí en Radio 3 un programa especializado en música brasileña: Cuando los elefantes sueñan con la música, de Carlos Galilea. Y ése fue, casi desde el principio, el otro eje de nuestra pasión. Grabábamos las emisiones, los regrabábamos luego sin la voz del locutor, en copias sólo de música, en el orden en que iban apareciendo, y en unos meses nos hicimos con una colección de más de cien cintas: heterogéneas, maravillosas. Algunas de ellas contenían las grabaciones de conciertos en directo. Uno de ellos era el de un artista que se convirtió enseguida en otro de nuestros preferidos: Djavan. Éste y todos los demás nombres de la música brasileña, todas las demás referencias, se las escuchamos por primera vez a Carlos Galilea. En aquellos tiempos anteriores a internet, él fue nuestra inapreciable fuente de información. Uno o dos años después conseguimos además su libro Canta Brasil, que pese a llevar en la contracubierta un texto de nuestra detestada Ana Belén (cuya versión del “O que será” nos enfurecía retrospectivamente, al compararla con la de Chico y Milton, que venía en el Personalidade del primero), supuso un primer asentamiento de nuestra formación.
En realidad, digo “formación” por convención, por pedantería. No hubo nada más desordenado y menos deliberado que nuestra aproximación a la música brasileña, sobre todo en mi caso. Andújar y Palomo, al fin y al cabo, sabían solfeo y entendían de técnica musical. Yo no. Además, nunca pretendí ser riguroso. Primaba el disfrute inmediato. El disfrute, para mí, consiste acentuadamente en la repetición: cuando algo me gusta, lo escucho una y otra vez. No tengo ansia de novedades. Cuando algo me gusta, parte del gusto se convierte pronto en la misma insistencia en ello. Me pasa también con las palabras, con las bromas, con los tics. Con los autores. Me gusta fundar fidelidades, pero para ejercitarme en ellas. Así, con aquellas cintas de Personalidade me tiré meses, años. Todavía las escucho a veces, en las grabaciones en cedé que conseguí después. A este respecto, es sintomático lo que me ocurre con ellos. En cada cedé de Personalidade han incrustado dos o tres temas que no se encontraban en las cintas: novedades que me estropean la expectativa acrisolada, que llevo ya en la mente, de qué canción debe seguir a la anterior.
Los primeros álbumes propiamente dichos, al margen de antologías, fueron O eterno Deus Mu dança de Gilberto Gil y Totalmente demais de Caetano Veloso. De la ocasión me acuerdo perfectamente: noviembre de 1989, durante las jornadas de la caída del Muro de Berlín. Fueron días extraños, luminosos: no por el acontecimiento histórico, sino por mi propia vivencia. La madre de Andújar se había ido de viaje, y Palomo y yo nos instalamos en la casa de nuestro amigo durante aquellos días. Yo, que ya había vivido algunos cursos solo en Madrid, experimenté por primera vez la sensación de estar en Málaga fuera de la casa familiar. Percibí la ciudad de un modo diferente aquellos días, como si fuese otra; y la luz ligera del otoño, junto con la noticia espectacular de la caída del Muro, se entremezclan en mi memoria con las canciones de esos dos discos que Andújar tenía en vinilo. Recuerdo que pusimos más el de Gilberto Gil, que era más jocoso (con los bramidos graves de Ed Motta en el primer tema), pero de los dos me hice copia en otra cinta de noventa minutos y los estuve escuchando, ya en mi casa, durante muchísimo tiempo.
Otros álbumes de aquellos años primeros, comprados en casetes, fueron Francisco de Chico Buarque, Plural de Gal Costa, Fruto de Elba Ramalho (con Dominguinhos), Txai de Milton Nascimento, Estrangeiro de Caetano Veloso, y, un poco después, 23 de Jorge Ben, que había alargado su nombre y ahora era Jorge Benjor. Los discos, incluso en el formato pequeño de las cintas, solían traer las letras de las canciones; aunque en algunos casos estaban sólo en inglés, porque la que llegaba a España era la edición internacional. Las letras formaban parte de nuestro placer: por la belleza y sensualidad en sí del portugués brasileño; por los fragmentos de significados que se dejaban entrever gracias a la cercanía del idioma; y también por aquellos errores que proyectábamos y que solían ser poetizantes. Con el tiempo fuimos desvelándolos. Así, esas “noches de encaje” que creíamos percibir en “Lua e estrela”, cantada por Caetano Veloso, y que en portugués resultó ser “noite é bem tarde”. O los “palcos de luz” de la canción “Vida”, de Chico Buarque, que escuchaba yo con tanta contundencia que llegué a escoger ese título para un libro de poemas que al final no escribí. Pues bien, esos “palcos de luz” eran “palcos azuis” [escenarios azules]. También Andújar tituló un libro de poemas con una traducción equivocada: Don de eludir, por “Dom de iludir” [Don de engañar]. Pero la confusión más llamativa fue la de otro de mis temas preferidos de Chico, “Bye bye Brasil”, que donde dice “Oh, tenha dó de mim” [Oh, ten piedad de mí], yo entendía: “Ordeñador de mí”.
Andújar hizo un corto viaje a Brasil con su familia a principios de los noventa y compró un montón de libros de partituras de canciones, con sus letras. Yo le pedí a mi amigo Nadales, que pasó unas vacaciones en Portugal, que me trajese un diccionario. Fuimos aprendiendo palabras, algunos rudimentos de gramática. Pero el empujón idiomático nos lo dieron las brasileñas que conocimos a mediados de la década. Por aquel tiempo empezó a hacerse habitual la presencia de inmigrantes en España, mayoritariamente latinoamericanos, y entre ellos muchos brasileños. A éstos, nosotros los acogíamos como si fuésemos compatriotas en el exilio.
La banda sonora de aquel tiempo de contactos personales con los brasileños (con las brasileñas) fue para mí Marisa Monte. Mi pasión por su música fue también una pasión por ella: una pasión sensual. Empezó en septiembre de 1994. Yo iba buscando otro disco, cuando vi el primero de ella, Marisa Monte, y lo compré. Fue un flechazo. Ya conocía del programa de Galilea “Preciso me encontrar”, pero la había escuchado poco. Lo mío por Marisa Monte fue un enamoramiento en toda regla. Me compré lo que había de ella hasta el momento: Mais y el álbum que sacó justo aquel otoño, Rosa e carvão. Hice copias, selecciones y apostolado entre mis amigos brasileñistas y no brasileñistas, como quien presumía de novia. En fin, ahora me avergüenzo bastante y esta vergüenza me recuerda justamente a la de Petrarca, en el soneto inicial de su Cancionero: “Que anduve en boca de la gente siento / mucho tiempo y, así, frecuentemente / me advierto avergonzado y me confundo; // y que es vergüenza, y loco sentimiento, / el fruto de mi amor sé claramente”. Contagié a mi amigo Weil, que se hizo también marisamontista (y pronto brasileñista en general), y juntos emprendimos un viaje a Madrid en noviembre de aquel año, desafiando una tempestad que nos sacudió por el camino, para asistir a un concierto que daba nuestra diosa en la capital. Aquel concierto fue espantoso, por el sonido, pero a mí me dio igual: me lo pasé entero recorriendo la piel de mi amada por medio de mis prismáticos. Después asistiría a otros conciertos suyos, ya sí impecables desde el punto de vista técnico: los de Granada en 1996, Málaga en 1998 y de nuevo Madrid en el 2000. He seguido comprándome todos sus discos desde entonces, y me sigue gustando, aunque mi admiración es ya sólo musical. Como dato curioso añadiré que mi debut absoluto en internet, guiado por una amiga en su ordenador, fue escribiendo la dirección de su página web: esa fue la primera que abrí, calculo que sobre 1997.
De entonces fue también la afición a Leila Pinheiro, cuyo Personalidade, aunque ya conocía, empecé a escuchar con fruición. Y el descubrimiento de Marina Lima, a la que hasta entonces sólo conocía como compositora de una de mis canciones más queridas de Gal Costa, “Eu acredito”. Otro descubrimiento fue el de los chicos de Banda Raça Negra, quizá los peores, musicalmente hablando, de entre todos los brasileños que nos han gustado nunca, pero por los que Andújar y yo sentimos enseguida debilidad; una debilidad emocionada, aunque no exenta de ironía. Era una música como de verbena, baja, en que unas letras tremendamente dramáticas eran desgranadas con una musiquilla frívola y pegadiza, gritona. Un desencaje pasmoso entre forma y contenido cuyo efecto nos resultaba arrebatador.
En 1994 llegó otro disco fundamental: Tropicália 2, de Caetano Veloso y Gilberto Gil. Un disco modernísimo, en el que fue glorioso escuchar por primera vez aquel tema nacido directamente con el empaque de un clásico: “Desde que o samba é samba”. Se trataba de una de esas canciones-manifiesto, frecuentes en la música brasileña, que describen a la perfección las sensaciones que nos provoca tal música. Esta nueva decía cosas como “A tristeza é senhora / desde que o samba é samba é assim”, o “O samba é pai do prazer / o samba é filho da dor”; que enlazaban con el “Samba da benção” de Baden Powell y Vinícius (“É melhor ser alegre que ser triste / ... / mas pra fazer um samba com beleza / é preciso um bocado de tristeza”) y “Feitio de oração” de Vadico e Noel Rosa (“Sambar é chorar de alegria / é rir de nostalgia”). Ese entrelazamiento entre la tristeza y la alegría ha tenido un beneficio en mi vida que me resulta imposible cuantificar. Los años que fueron desde que terminé la carrera (en 1989) hasta que conseguí mi primer trabajo (1993), fueron oscuros, melancólicos. La música brasileña fue mi bálsamo. Su tristeza la aproximaba a mi tristeza; y los gérmenes de alegría que contenía la endulzaba y con frecuencia la eliminaba. Por lo demás, también en mi propia tristeza ha habido siempre gérmenes de alegría. No he sido un pesimista cenizo, sino chispeante: he tenido una desolación con burbujas.
Pero sí. Recuerdo aquellos años y, por encima del poso mediocre de los días, flota una luminosidad que es debida casi exclusivamente a la música brasileña. Cumplía la función del sol de invierno. Derramaba sensualidad en un cuerpo menesteroso. Creo que además, en un sentido muy profundo, me articulaba el alma: creaba conductos, pasillos transitables. La literatura cumplió también para mí esta función, desde un punto de vista sintáctico y léxico: le dio textura a mi espíritu, clarificó matices; pero la música brasileña fue un lubrificante luminoso. Literalmente, introdujo luciérnagas en mis zonas opacas.
Me acuerdo de unos meses particularmente abatidos de 1992, en que el asidero eran canciones como “Papel marché” (sic) de João Bosco o “Drão” cantada por Djavan; aquel renacimiento que recreaba la primera: “Dormir no teu colo / e tornar a nascer / violeta e azul / outro ser”. Con “Drão” y con otras como “Copo vazio”, “Minha senhora”, “Se eu quiser falar com Deus” o “Retiros espirituais”, descubrí al Gilberto Gil místico-intimista; me refiero al Gilberto Gil compositor, porque los temas estaban interpretados por otros artistas (respectivamente, el mencionado Djavan, Zizi Possi, Francis Hime, Gal Costa y Flávio Venturini). Las había escuchado en las selecciones del programa de Galilea y pertenecían al Songbook de Gilberto Gil, que fue el primero que me compré, para buscarlas. Las canciones de otro Songbook me sedujeron desde el principio: las del dedicado a Noel Rosa. Pero la explosión de mi pasión por Noel se produciría algunos años más tarde.
La primera vez que me detuve en su nombre, al margen de las que lo había visto escrito en los créditos de algunas canciones (“Adeus” en el Personalidade de Toquinho & Vinícius, o “Pra que mentir” en el Totalmente demais de Caetano), fue en “A Rita” de Chico Buarque, donde la tal Rita se llevaba, entre otras cosas del saqueo, “um bom disco de Noel”. “A Rita” la cantaba Gal Costa en Mina d’água do meu canto, álbum en el que se incluía “Como um samba de adeus”, compuesta conjuntamente por Chico Buarque y Caetano Veloso como despedida a Antonio Carlos Jobim, muerto a finales de 1994.
Me acuerdo de la noche de diciembre en que llegué a mi casa, me acosté con la radio encendida y Carlos Galilea anunció que Jobim había muerto. Dedicó el programa a poner sus composiciones, que me parecieron, según anoté en mi diario, “más tristes, más puras”. A partir de ese momento fui consciente de lo que la música brasileña tenía de “creación humana”. Había entrado de un modo tan incontestable en mi vida, con tanta naturalidad y tanta exuberancia, que me había limitado a acoger, agradecido, sus dones; sin pararme a pensar que no eran frutos espontáneos, sino que los habían creado unos seres humanos concretos. Y que, por ello, podrían no haber existido. Es una idea un poco obvia, pero me impresionó. Del propio Jobim yo sólo había escuchado su disco de Personalidade, que alternaba temas instrumentales y temas cantados. Me gustaba muchísimo, y recuerdo que, por ejemplo, regresando una tarde de Sevilla con mi padre, en coche, me quedé adormilado en mi asiento con el sol dándome en los párpados, y su música me transportó a estancias paradisíacas; volví en mí con un descanso profundo y una paz como pocas veces he vuelto a sentir. Sin embargo, no me había dado cuenta de la importancia verdadera de Jobim, de su peso.
Con el tiempo he aprendido que nos aficionamos a la música brasileña a través de la generación siguiente, la de Caetano, Chico, Bethânia, Gal, Milton, Gil, y que, aunque ellos en todo momento tuvieron presente a la generación anterior, a nosotros no nos llegaba con nitidez la jerarquía. Cuando uno irrumpe como aficionado en un mundo nuevo, con una tradición ya rica y formada, va conociendo al azar las piezas del puzzle, y sólo poco a poco va recomponiéndose el dibujo. Así, los principales clásicos de la bossa nova los conocí en sus versiones instrumentales del Personalidade de Jobim: “Garota de Ipanema”, “Corcovado”, “Insensatez”, “Chega de saudade”, “Samba de uma nota só”, “Meditação”, “Desafinado”... Hasta tiempo después no escucharía versiones cantadas: innumerables versiones cantadas.
Dos hechos marcan el final de este periodo algo caótico, y bárbaro, de conquista (que fue, en buena medida, no de conquista mía, sino de conquista de mí: fueron Brasil y su música quienes me conquistaban; como me colonizarían después): en el otoño de 1998 me fui a vivir con Nádia, una mineira (de Minas Gerais) con la que llevaba saliendo un año; y leí el libro de Caetano Veloso, Verdade tropical, que precisamente una amiga de Nádia me había traído, por encargo mío, de Brasil.
Caetano Veloso se había ido decantando durante todos esos años como uno de mis artistas brasileños favoritos; sólo comparable en mi devoción, quizá, a Chico Buarque. Había ido escuchando canciones sueltas y discos completos: Jóia, Outras palavras, Uns, Muito, Cinema transcendental... Justo en esos años de mi afición, había empezado a hacerse popular en España, gracias a su disco de temas en español Fina estampa; donde yo, por cierto, disfruté por vez primera con esas canciones que hasta entonces había desdeñado. Poco antes de su libro, había sacado el disco titulado Livro, haciendo uno de esos juegos de “intervención cultural” (conceptuales) que en su libro precisamente conocí y aprendí a valorar. En sus páginas quedaba claramente trazada su propia trayectoria, prendida a la vida de Brasil; así como la trayectoria del tropicalismo. Conocí también los orígenes del samba, conocí la esencia del carnaval y, sobre todo, conocí a João Gilberto y descubrí la importancia de João Gilberto.
Aunque parezca mentira, hasta entonces João Gilberto era para mí sólo un cantante. Un cantante excéntrico, personalísimo, que me gustaba pero que, no sé por qué, percibía como desgajado. Me resigno a que esta declaración sirva para contextualizar la pertinencia de que yo escriba artículos como éste; salvo que se entienda que no es un artículo de erudición, sino de pasión (de pasión desordenada –que se fue ordenando). El libro de Caetano Veloso, como me ocurriera con la muerte de Jobim cuatro años antes, supuso un aldabonazo para la restauración de la jerarquía. Comprendí que esa apariencia excéntrica de João Gilberto era, en realidad, el hilo puro que sintetizaba, y del que se nutría, la gran corriente de la música brasileña que a mí me gustaba.
En Verdade tropical, Caetano contaba el momento de epifanía que supuso para él la primera audición de “Chega de saudade” en 1958. En todas las biografías de músicos brasileños de su generación que leí después, había un momento similar. Yo de esa canción conocía dos versiones: la instrumental de Jobim y la cantada por el propio Caetano en Circuladô vivo; y me gustaba, pero no le había prestado una especial atención. Entonces, de algún modo, yo también sentí el contagio de “Chega de saudade”. Y aunque mi conocimiento fue tardío, y hasta negligente, también a mí me hizo iniciar una nueva etapa.
4. La Colonización
Con Nádia viví entre Torremolinos y Madrid. Al margen de nuestra relación personal, que no viene al caso, para mí supuso una inmersión en la vida brasileña: desde el punto de vista del idioma, de la gastronomía, de los guiños culturales (presentes y pasados), de la sociabilidad, de la afectividad, del sexo, del humor. Con Nádia viajé dos veces a Brasil. En 2000 a Río, Belo Horizonte y Vitória; y en 2001 a Salvador y Río. Antes de emprender el primer viaje, Andújar me dijo, medio en broma, medio en serio: “Ir a Brasil acompañado es doble gasto y mitad de placer”. Probablemente tenía razón, pero estuvo bien así. El haber ido con Nádia me permitió conocer el país en muchos aspectos cotidianos que de otro modo no hubiera conocido. Me permitió desentenderme, además, de la parte enojosa de los viajes, que es la de la localización de los sitios y otras minucias prácticas, y casi pude vivir, desde el principio, como un brasileño más. Al menos, desde mi punto de vista. En Río, Belo Horizonte y Vitória pude camuflarme entre la población, y la prueba es que varias veces fui preguntado por direcciones (que, además, me sabía). En Salvador, en cambio, aunque la población era aún más afectuosa que en las otras ciudades, sí noté que me miraban como a un turista. Y al intentar hacerles ver que no, se me ponía aún más cara de bobo (existe constancia gráfica, en una foto en que aparezco con unos capoeiristas en el Pelourinho). Hace poco mi amigo Úbeda, que precisamente vive en Bahía, soltó una idea muy buena: “El turismo alternativo altera a los nativos”. De manera que me he reconciliado con mi imagen de turista común: al menos, pudo entenderse como una señal de cortesía.
Brasil me encantó. Y me enamoré, por encima de todo, de Río. En los dos viajes, me traje las maletas cargadas de discos y de libros. Entre éstos, varios que me hicieron conocer, ya de un modo riguroso, la historia de la música brasileña: Noites tropicais de Nelson Motta, Chega de saudade: a história e as histórias da Bossa Nova de Ruy Castro, Tropicália: a história de uma revolução cultural de Carlos Calado, y biografías de Antonio Carlos Jobim, Nara Leão, Ronaldo Bôscoli, Chico Buarque, Cazuza, Orlando Silva... Los más importantes fueron los dos primeros, junto con otro, monumental, que me regaló Andújar: la biografía de Noel Rosa escrita por João Máximo y Carlos Didier, que ofrecía además un fastuoso relato del Río de principios del siglo XX; y cuya lectura acompañé con la audición de las grabaciones originales de la colección Revivendo. Precisamente, mi pasión consciente por Noel había empezado, en 1999, con el disco que prepararon sus dos biógrafos: Noel inêdito e desconhecido. Enseguida adquirí la selección Samba sensual, interpretada por Cristina Buarque y Henrique Cazes, y los dos discos del VivaNoel de Ivan Lins. Y en Río conseguí, al fin, el Songbook de Noel Rosa, cuyos principales temas ya teníamos en las cintas del programa de Galilea y que es, probablemente, mi disco de música brasileña favorito de todos los tiempos. Aunque con una carencia: João Gilberto... el cual le rindió por su parte otro homenaje a Noel, al incluir en su disco de 1991 un tema que me había encandilado (antes de saber que era de Noel): “Palpite infeliz”.
João Gilberto ocupó al fin el puesto que le correspondía en mi escalafón brasileñista. Escuché muchas veces todos sus discos. Tras conocer su importancia por los libros de Caetano Veloso y Nelson Motta, descubrí también al guitarrista por el de Ruy Castro, en el que se consignaban los detalles de su búsqueda artística y las magnitudes de su logro. En julio de 2000 tuve además la ocasión de verlo actuar: en un concierto en Barcelona al que asistí con mi amiga Marga. Tres veranos después pude verlo de nuevo en Málaga, acompañándome mi amigo Losada en esta ocasión. En ambos casos, conociendo la tradición de sus plantes, me mantuve deliberadamente incrédulo hasta no verlo aparecer en el escenario; en ambos casos, estuve durante toda su actuación con el corazón en un puño, ante la posibilidad de que pudiera enfadarse y marcharse en cualquier momento; y en ambos casos, el concierto fue absolutamente maravilloso. En Málaga, además, cantó “Málaga”; acto irrelevante en sí, pero exclusivo: la única vez en su carrera que João Gilberto cantó “Málaga” en Málaga.
¿A cuántos conciertos habré asistido en todos estos años? Sólo lamento no haber visto a Chico Buarque ni a Gal Costa. Del resto, creo que están todos. Además de los ya referidos João Gilberto y Marisa Monte: Djavan, Carlinhos Brown, Ney Matogrosso, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Milton Nascimento, Daniela Mercury, Lenine, Tania Maria, Joyce, Margareth Menezes, Roberto Menescal con Bossacucanova, Moreno +2, Eliane Elias, Bebel Gilberto, Wagner Tiso, Olivia Byington, Vinícius Cantuária, Marcos Valle, Arto Lindsay, Márcio Faraco, Jaques y Paula Morelenbaum, Ivan Lins, Maria Bethânia, Chico César, Rosa Passos... En Bahía, además, durante el carnaval de 2001, vimos en el trio elétrico de Gilberto Gil, el Expresso 2222, a Jorge Ben, Marina Lima, Moraes Moreira y algunos de los anteriores. Una de las noches iba Caetano Veloso. Cantó, naturalmente, “Atrás do trio elétrico”; y después se produjo un momento efectista pero emocionante: mientras cantaba “Chuva, suor e cerveja”, sobre todos nosotros, que le seguíamos bebiendo cerveza y sudando, empezó a llover.
Y, además, Adriana Calcanhotto, a quien he visto actuar dos veces: en 2004 en Madrid y en 2007 en Málaga. Ahora que caigo, éste ha sido el último concierto de música brasileña al que he asistido hasta ahora. Adriana Calcanhotto merece una mención especial. Durante los últimos diez años me he entusiasmado con Rosa Passos, Paulinho da Viola, Cartola, Ney Matogrosso (¡su disco sobre Cartola!), Nana Caymmi (¡no he hablado de Dorival!), Leny Andrade, Luiz Bonfá, Toninho Horta, Tim Maia, Tom Zé, Péricles Cavalcanti, Cássia Eller, Arnaldo Antunes; los Songbooks de Djavan, Ary Barroso, Marcos Valle, Edu Lobo, Chico Buarque (y su Chico ao vivo), João Donato (y su Só danço samba); Pixinguinha, los sambistas antiguos (¡“A voz do morro” en mi película brasileña favorita, Rio 40 graus!), los clásicos de la bossa nova, los músicos de jazz bossa nova como Milton Banana, Oscar Castro Neves, Bossa Três y Eumir Deodato, más el Brazilian love affair de George Duke; los discos Wave y Tide de Jobim, y el de Jobim con Sinatra... Pero, junto con las de Noel Rosa y João Gilberto, Adriana Calcanhotto ha sido mi gran pasión.
Desde los primeros tiempos de mi afición a la música brasileña estuvo presente. Adquirimos pronto, a principios de los noventa, sus dos álbumes iniciales, Enguiço y Senhas. Tuve temporadas de escucharlos mucho entonces. Me gustaban. Me resultaban sugerentes. Poseían un extraño toque original. Eran modernos. Pero les faltaba algo, rotundidad tal vez. No volvimos a saber nada de ella. Hasta que en el año 2000, en Río de Janeiro, vi dos discos suyos posteriores: A fábrica do poema y Maritmo. Tras algunos titubeos (hasta tal punto Adriana Calcanhotto no era todavía incontestable), los compré. En ese momento aún no sabía que iban a ser la banda sonora de mi nostalgia de Brasil. Durante los próximos meses no paré de escucharlos. Y lo mismo sucedió con los siguientes, que fui consiguiendo según salían: Público, Cantada, y Maré; además de la antología Perfil y Adriana Partimpim. Con ellos viví el amor y el desamor; mi duelo enquistado. Lo viví todo.
Echando la vista atrás, me doy cuenta de que mi afición brasileñista ha ido cabalgando sobre las transformaciones técnicas relacionadas con la música. Al principio escuchábamos cintas, y a veces (pocas veces) vinilos. Poco a poco fuimos adquiriendo cedés (los dos primeros fueron precisamente los de Adriana Calcanhotto). Los específicos de música brasileña no eran fáciles de encontrar entonces. Era necesario pedirlos a Tangará, la empresa de Barcelona especializada en Brasil. Poco a poco, los discos brasileños fueron ganando espacio en las estanterías. Hubo un momento de abundancia entre los últimos años noventa y los dos o tres primeros del 2000. Y de pronto, las tiendas y secciones de discos de los grandes almacenes empezaron a decaer, y algunas a cerrar. El espacio dedicado a la música brasileña se empobreció, hasta unos niveles desoladores... Pero lo cierto es que ya daba igual: porque por internet lo teníamos todo (ésta era la causa, claro está, de la decadencia de la venta de discos). Ahora, pues, lo tenemos todo: toda la música, todas las letras, todos los vídeos, toda la información. Nuestro propio proceso de aprendizaje, tal como aquí lo he contado, es ya una historia que nadie volverá a protagonizar de un modo parecido. (Aunque existirán, por supuesto, otros modos.)
Fuimos pasando también, para escuchar música por la calle (cosa que yo he hecho en abundancia), del walkman al discman, y ahora al ipod. En mi último viaje a Brasil todavía llevaba un walkman. Fue entre febrero y marzo de 2001 y Caetano Veloso acababa de sacar Noites do Norte. Mientras esperaba el despegue para el regreso a España, me puse a escuchar la copia en casete que me había hecho del disco. En mitad de la canción “Meu Rio”, la aeromoça me pidió que lo apagara, como era norma durante el vuelo. Así lo hice. Despegamos. Atravesamos el Atlántico y la noche. Ya en Barajas, esperando las maletas, pulsé el play del walkman sin pensar. La canción prosiguió justo por donde se había quedado, en Río. Como si no existiera la distancia.
5. El (Quinto) Imperio
He dejado para el final el origen: Portugal. También en mi vida estuvo antes, encarnado en Fernando Pessoa. Y estuvo, sigue estando, la lengua portuguesa. En mis primeros años de afición brasileñista tuve un dilema: ¿con qué acento aprender el portugués, con el de Portugal o el de Brasil? Son acentos muy distintos, cerrado el de Portugal, abierto el de Brasil. Quien empieza a estudiar portugués, debe elegir inevitablemente. No sin vacilaciones, opté por el segundo. Desde entonces he hablado (aunque hablo mal) con el acento brasileño como modelo, y cuando leo a solas, me represento los sonidos con ese acento. Me matriculé en la Casa do Brasil de Madrid. Al principio me pusieron una profesora de Porto Alegre, que tenía una pronunciación ya muy castellanizada y, como es común en su tierra, decía “quente” [caliente] igual que en español y no como a mí me gusta: quenchi. Recuerdo que, tras las primeras clases, exclamé ante Andújar: “¡Yo para decir quente me quedo en mi casa!”. Por fortuna, me cambiaron de grupo. La nueva profesora, Mirian Lopes, decía quenchi, y era excelente (o excelenchi).
Durante el curso estudiamos también un poco de literatura brasileña. Mis autores preferidos son Machado de Assis, Clarice Lispector y Rubem Fonseca (Jorge Amado no me gustó al final); los poetas Manuel Bandeira, João Cabral de Melo Neto y los hermanos De Campos (de Augusto me trajo Hervás de Argentina su libro sobre bossa nova); y el último descubrimiento: el dramaturgo y periodista Nelson Rodrigues. Sobre éste escribió una magnífica biografía Ruy Castro, O anjo pornográfico, que es también un recorrido por casi todo el siglo XX brasileño (hasta 1980, en que murió el biografiado). De Ruy Castro traduje en 2008 su Chega de saudade, que editó Turner con el título de Bossa Nova. La historia y las historias: periodo en que profundicé en el idioma y en el movimiento.
Pero estábamos con Pessoa. Hay una cierta relación con Brasil: su heterónimo Ricardo Reis vivió en Río de Janeiro (ciudad que es, literalmente, una Lisboa tropical). Y con la música brasileña: con motivo del centenario de 1988, se editaron dos discos brasileños con adaptaciones de sus poemas: A música em Pessoa y Mensagem de Fernando Pessoa. Al tema y aliento de Mensagem, el sebastianismo, ya aludió Caetano Veloso en Verdade tropical. A mí a veces me ha gustado pensar, más en plan juguetón (o poético) que mesiánico, que Brasil es la encarnación del anhelado Quinto Imperio. Un imperio que, según señala Ángel Crespo en La vida plural de Fernando Pessoa, sería un imperio lúdico, “de carácter cultural, y no predominantemente militar ni político”.
También me ha gustado fantasear a veces, desde mi ignorancia musical, con que en la música brasileña se cumple el ideal musical de Nietzsche, tal como lo esgrime en sus opúsculos contra Wagner; que yo encontré, por cierto, en Río de Janeiro. Traduzco de tal edición brasileña, por ejemplo, estas líneas de las primeras páginas de El caso Wagner: “Esta música [se refiere a la de Bizet, y que yo aplico a la brasileña] es alegre, pero no se trata de una alegría francesa o alemana. Su alegría es africana: tiene sobre sí la fatalidad, su felicidad es corta, repentina, sin perdón”.
Hubo un momento en mi adolescencia en que dudé si inclinarme por Italia, en vez de por Portugal. Italia, la Florencia del Renacimiento, representaba entonces la vitalidad, el sol, la alegría; Portugal era en cambio el territorio de la melancolía y la niebla. Escogí el camino de Portugal, el del oeste. Y la lección fue que traspasando el oeste se encontraba otra Italia, más viva aún que Italia: Brasil.
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Este artículo fue escrito en 2009 y publicado en el núm. 11 de la revista Zut (invierno 2010). Miniantología musical:
1. Tierra Virgen.
2. El Descubrimiento.
3. La Conquista.
4. La Colonización.
5. El (Quinto) Imperio.
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“Sin música la vida sería un error”, dice uno de los más conocidos aforismos de Nietzsche. Yo a veces he pensado que así es, pero especificando: sin música brasileña. La afirmación resulta sólo un poco exagerada: en lo esencial es justo eso. Hablo, naturalmente, de mi vida.
1. Tierra Virgen
Hubo una prehistoria. Unos atisbos anteriores al descubrimiento. Tales atisbos no quedaron desmentidos después, sino reforzados: desembocaron con naturalidad en la historia, que contemplada al completo es feliz y limpia. Antes de ser consciente, yo ya estaba a favor de Brasil. Recuerdo un cortejo previo de sonrisas, ritmos, futbolistas, mulatas de carnaval. Famosas melodías, escuchadas sin atención, de Ary Barroso, Antonio Carlos Jobim y Jorge Ben. Carmen Miranda. Joe Carioca. Copacabana, Ipanema, el Pan de Azúcar. Nombres acabados en –inho. Nuestro –ón suavizado en –ão. La palabra “cangaceiro”. También emergencias sórdidas: las favelas, la violencia, la película Pixote. Los payaseos de Milikito: “Menos samba e mais trabalhar”. Culebrones doblados como Doña Beija o Gabriela, clavo y canela. Una película erótica: La dama del autobús. El apellido de su actriz (que también hacía de Gabriela): Sonia Braga. El nombre en la radio de alguien desconocido, que evocaba sofisticación: Caetano Veloso. El satírico lema del país: “Orden y Progreso”.
Un primer momento de consciencia, pero que se escurrió, fue el de una noche en que me detuve a escuchar la canción de una gala televisiva. Años después la identifiqué como “Você abusou”; y deduzco que la cantante debía de ser Maria Creuza. Aunque no ha estado luego entre mis apreciadas, entonces me asombró la belleza delicada de la música; y el placer, inmediato y profundo, que producía. Una facilidad que encontraba su límite en mí mismo: parecía exigir unos extremos de sensibilidad (de porosidad en la piel: en la piel del oído) para los que no tenía paciencia. Era como acariciar terciopelo: un gusto que no parecía para este mundo. Pienso ahora: como el sexo. El caso es que me encantó, pensé en ello... pero no busqué más.
Otro momento en que recuerdo haberme formulado “Brasil debe de estar bien” fue durante el Mundial de Fútbol de 1982 (yo tenía dieciséis años), por aquella selección brasileña a la que era una delicia ver jugar. Después del disfrute de los partidos, y de la decepción de su derrota, escuché por primera vez teorizar sobre Brasil. Lo hizo Francisco Umbral en una entrevista radiofónica. Yo me había aficionado a su literatura aquel mismo verano y lo admiraba: estaba atento a lo que decía. Dijo que desde días antes de la final tenía escrito el artículo en que celebraba el triunfo de la selección brasileña; pero lo tuvo que tirar a la basura tras su eliminación en la segunda fase. Hizo un canto a Brasil: lo que ponía en el artículo desperdiciado. En todo junto había alegría y nostalgia, que serían dos de las emociones frecuentes del brasileñismo: la alegría del juego, la nostalgia por la victoria que se frustró. Aquel verano leí también mi primera novela de Vargas Llosa, que resultó ser de tema brasileño: La guerra del fin del mundo; aunque en aquella ocasión el interés prosiguió por el autor, no por su tema.
En 1987 experimenté otra aproximación brasileñista asociada a la literatura. En mis tiempos de estudiante en Madrid, yo había adquirido la costumbre de asistir a las Semanas de Autor que organizaba el Instituto de Cooperación Iberoamericana, el benemérito ICI. A veces me acompañaba mi amigo Andújar, otro malagueño que estudiaba en la capital. Disfrutábamos mucho con aquello: el autor homenajeado, en los momentos blandos (y brillosos) del halago; los escritores y profesores con sus ponencias más o menos elocuentes; y el público, entre el que había personajes asiduos y pintorescos, como un comunista chileno que siempre reprochaba a los autores su conformismo y que no alentasen lo suficiente la revolución. Solía haber dos Semanas anuales, una en primavera y otra en otoño. La de la primavera de 1987 estuvo dedicada a Jorge Amado. Fueron unas sesiones entrañables, tiernas, jocosas, en las que intervino mucho, desde la primera fila, la mujer del escritor, Zélia Gattai. Nos hablaron en los discursos de la exuberancia tropical, multicolor, de las glorias de la sexualidad inocente, de sensaciones paradisíacas. Bahía se convirtió para nuestro imaginario en el símbolo de Brasil, en detrimento de Río. La última tarde intervino el comunista chileno, con su indignación quejumbrosa: ¿no resultaban alienantes el carnaval y la alegría, que le hacían olvidar al pueblo su pobreza y le quitaba de la cabeza la revolución? La respuesta de Jorge Amado emocionó a la sala: tras lamentar la pobreza de su pueblo, dio gracias por que, pese a ella, fuese feliz... Salí, salimos de aquellos días ya predispuestos para el brasileñismo; aunque la explosión aún tardaría un año y pico en producirse. Y empleo el plural porque mi pasión fue de la mano de la de Andújar. Él, de hecho, llegó un poco antes.
2. El Descubrimiento
Siempre me ha gustado el modo en que se produjo, porque fue, por decirlo así, en persona: procedente de un avión que acababa de cruzar el Atlántico. El padre de Andújar era entonces director del aeropuerto de Barajas. Un día vio un pequeño revuelo en la aduana. Se acercó y se encontró con que un mulato acababa de desembarcar desde Brasil, con un berimbau y una guitarra como único equipaje, y sin dinero. No le dejaban pasar, pero él se resistía a irse. Aseguraba que se ganaría la vida en España como músico. Al padre de Andújar le cayó simpático y lo avaló. Le ofreció alojamiento durante unas semanas, hasta que encontrase algo. El mulato de Belo Horizonte, llamado Ramar (pronúnciese con haches aspiradas: Hamáh), resultó ser una persona encantadora y permaneció en el apartamento durante muchos meses. Andújar, que vivía allí con su padre durante el curso, se hizo también amigo de Ramar. En ese tiempo se fue contagiando de la música brasileña: con las canciones que Ramar le enseñaba, los casetes y las partituras que le anotaba a mano.
Para entonces yo ya había vuelto a Málaga. A Ramar lo conocí en mayo de 1988, cuando viajé a Madrid en compañía de Palomo (otro amigo que se haría brasileñista), precisamente para asistir a otra Semana de Autor, la dedicada a Octavio Paz. Nos alojamos en el apartamento de Andújar, en la Alameda de Osuna. Ramar nos cayó muy bien, nos enseñó a tocar el berimbau e incluso asistimos a un conciertillo suyo en un bar de los bajos de Moncloa, que se llamaba Candomblé; pero no dejó de ser algo exótico (y por lo tanto ajeno) todavía. Recuerdo que en el tren de vuelta, Palomo y yo viajamos con una pareja brasileña en el compartimento y apenas hablamos con ellos. En el futuro nos repetiríamos muchas veces: “Si hubiera sido sólo un año y medio más tarde...”. Aquel verano volvimos a ver a Ramar en Málaga, durante una visita que le hizo a Andújar en las vacaciones. Paseamos con él por Fuengirola, por Torremolinos (recuerdo que en una plaza nos enseñó qué era la capoeira). Buscaba sitios donde tocar, pero por entonces la música brasileña no interesaba a los empresarios. Sin embargo, no fue aún la música lo que nos interesó, sino el sexo. Las aventuras que nos contaba, y que recordaban a las de las jornadas de Jorge Amado en el ICI. Un momento glorioso fue cuando nos pormenorizó lo que hacía con una mujer una vez llegaban a la cama. Se entregó a una descripción minuciosa de caricias y besos, tan demorada que impacientó a nuestro amigo Jurdao, allí presente: “Pero la polla, ¿cuándo te la sacas?”.
No sé en qué momento empezó a hablar Andújar, ya sin Ramar, quien se había marchado a Suiza, de la música brasileña. Sé que no podía ilustrarnos su afición, porque las cintas las tenía en Madrid. Yo viajé unos meses después, no sé si aún en 1988 o ya en 1989. Llegué una noche a su nuevo apartamento, en la calle Castelló. Por la mañana, mientras él estaba en clase, vi las cintas. Eran casetes de la serie Personalidade, de Philips: concretamente los de Caetano Veloso, Maria Bethânia, Jorge Ben y Milton Nascimento. Creo que la primera que puse fue la de este último, pero la quité a los primeros compases: no era lo que buscaba. Probé luego con Caetano y Bethânia y tampoco. Las canciones respectivas fueron “Nos bailes da vida”, “Beleza pura” y “Explode coração”. No es que no me gustasen, sino que no eran lo que yo esperaba de la música brasileña. Su sonido era moderno, límpido, con algo de auroral; se me ocurre ahora que como las aves que le anuncian al barco que la tierra está cercana. Puse entonces la de Jorge Ben. Ahí sí alcancé tierra. Era exactamente lo que yo quería: ese ritmo, ese toque, ese deje. Su selección empezaba con el popurrí “Por causa de você, menina / Chove chuva / Mas que nada”, al principio del cual el cantante lanzaba un vacilón: “¡Eh!”. Ahora, al volver a escucharlo, me doy cuenta de que era el saludo de la música brasileña en pleno. “¡Eh!”, parecía decirme: “¡Que estoy aquí! ¿A qué estabas esperando para empezar a disfrutar?”.
3. La Conquista
Andújar me prestó aquellos casetes y fue ya en Málaga donde los escuché una y otra vez: no sólo el de Jorge Ben, sino todos los demás. A los de Caetano Veloso, Maria Bethânia y Milton Nascimento, se unieron los de Toquinho & Vinícius, Gilberto Gil, Chico Buarque y Antonio Carlos Jobim. Esas ocho selecciones, todas de Personalidade, fueron los cimientos de mi afición; y todavía hoy me siguen emocionando. Ahí leí también por primera vez el nombre de quien se había encargado de ellas: Roberto Menescal. Y ese logotipo luego tan común: “Produzido na Zona Franca de Manaus”. Todo era nuevo, en realidad: las canciones, que no conocía; el portugués de sus títulos; los nombres de los artistas; sus caras en los dibujos del ilustrador de la colección, Mario Bag; y otros nombres que aparecían en los créditos de las canciones, y que se me fueron quedando: Vinícius Cantuária, Fernando Brant, Carlos Lyra, Ismael Silva, Noel Rosa, Capinam, Francis Hime... Y este otro que se decía en “Trocando em miúdos”, de la de Chico Buarque: Pixinguinha.
Me hice copias en cuatro cintas de noventa minutos, grabando uno de los Personalidade en cada cara. Aquellas cintas las he perdido, pero creo recordar que los emparejamientos fueron los siguientes: Jorge Ben-Caetano Veloso, Milton Nascimento-Maria Bethânia, Toquinho & Vinícius-Gilberto Gil, Antonio Carlos Jobim-Chico Buarque. Como se puede apreciar, eran asociaciones impremeditadas, frutos en buena parte del azar. Mi memoria también está confusa en este punto, pero ahora entreveo que los préstamos vinieron en dos hornadas: los cuatro primeros Personalidade antes, y los otros cuatro después. Con posterioridad llegaron cuatro más: los de Gal Costa, João Bosco, Leila Pinheiro e Ivan Lins. Todos ellos conformaron una suerte de canon. Con respecto a quienes se me quedaron fuera entonces, como Elis Regina o Nara Leão (de las que Andújar también tenía cintas, pero no hice copias), he mantenido luego una relación algo más distanciada. La excepción, naturalmente, sería João Gilberto.
Nuestro amigo Palomo también se contagió aquel verano de 1989. De los cuatro que éramos entonces, se mantuvo ajeno Curro. Un día descubrí en Radio 3 un programa especializado en música brasileña: Cuando los elefantes sueñan con la música, de Carlos Galilea. Y ése fue, casi desde el principio, el otro eje de nuestra pasión. Grabábamos las emisiones, los regrabábamos luego sin la voz del locutor, en copias sólo de música, en el orden en que iban apareciendo, y en unos meses nos hicimos con una colección de más de cien cintas: heterogéneas, maravillosas. Algunas de ellas contenían las grabaciones de conciertos en directo. Uno de ellos era el de un artista que se convirtió enseguida en otro de nuestros preferidos: Djavan. Éste y todos los demás nombres de la música brasileña, todas las demás referencias, se las escuchamos por primera vez a Carlos Galilea. En aquellos tiempos anteriores a internet, él fue nuestra inapreciable fuente de información. Uno o dos años después conseguimos además su libro Canta Brasil, que pese a llevar en la contracubierta un texto de nuestra detestada Ana Belén (cuya versión del “O que será” nos enfurecía retrospectivamente, al compararla con la de Chico y Milton, que venía en el Personalidade del primero), supuso un primer asentamiento de nuestra formación.
En realidad, digo “formación” por convención, por pedantería. No hubo nada más desordenado y menos deliberado que nuestra aproximación a la música brasileña, sobre todo en mi caso. Andújar y Palomo, al fin y al cabo, sabían solfeo y entendían de técnica musical. Yo no. Además, nunca pretendí ser riguroso. Primaba el disfrute inmediato. El disfrute, para mí, consiste acentuadamente en la repetición: cuando algo me gusta, lo escucho una y otra vez. No tengo ansia de novedades. Cuando algo me gusta, parte del gusto se convierte pronto en la misma insistencia en ello. Me pasa también con las palabras, con las bromas, con los tics. Con los autores. Me gusta fundar fidelidades, pero para ejercitarme en ellas. Así, con aquellas cintas de Personalidade me tiré meses, años. Todavía las escucho a veces, en las grabaciones en cedé que conseguí después. A este respecto, es sintomático lo que me ocurre con ellos. En cada cedé de Personalidade han incrustado dos o tres temas que no se encontraban en las cintas: novedades que me estropean la expectativa acrisolada, que llevo ya en la mente, de qué canción debe seguir a la anterior.
Los primeros álbumes propiamente dichos, al margen de antologías, fueron O eterno Deus Mu dança de Gilberto Gil y Totalmente demais de Caetano Veloso. De la ocasión me acuerdo perfectamente: noviembre de 1989, durante las jornadas de la caída del Muro de Berlín. Fueron días extraños, luminosos: no por el acontecimiento histórico, sino por mi propia vivencia. La madre de Andújar se había ido de viaje, y Palomo y yo nos instalamos en la casa de nuestro amigo durante aquellos días. Yo, que ya había vivido algunos cursos solo en Madrid, experimenté por primera vez la sensación de estar en Málaga fuera de la casa familiar. Percibí la ciudad de un modo diferente aquellos días, como si fuese otra; y la luz ligera del otoño, junto con la noticia espectacular de la caída del Muro, se entremezclan en mi memoria con las canciones de esos dos discos que Andújar tenía en vinilo. Recuerdo que pusimos más el de Gilberto Gil, que era más jocoso (con los bramidos graves de Ed Motta en el primer tema), pero de los dos me hice copia en otra cinta de noventa minutos y los estuve escuchando, ya en mi casa, durante muchísimo tiempo.
Otros álbumes de aquellos años primeros, comprados en casetes, fueron Francisco de Chico Buarque, Plural de Gal Costa, Fruto de Elba Ramalho (con Dominguinhos), Txai de Milton Nascimento, Estrangeiro de Caetano Veloso, y, un poco después, 23 de Jorge Ben, que había alargado su nombre y ahora era Jorge Benjor. Los discos, incluso en el formato pequeño de las cintas, solían traer las letras de las canciones; aunque en algunos casos estaban sólo en inglés, porque la que llegaba a España era la edición internacional. Las letras formaban parte de nuestro placer: por la belleza y sensualidad en sí del portugués brasileño; por los fragmentos de significados que se dejaban entrever gracias a la cercanía del idioma; y también por aquellos errores que proyectábamos y que solían ser poetizantes. Con el tiempo fuimos desvelándolos. Así, esas “noches de encaje” que creíamos percibir en “Lua e estrela”, cantada por Caetano Veloso, y que en portugués resultó ser “noite é bem tarde”. O los “palcos de luz” de la canción “Vida”, de Chico Buarque, que escuchaba yo con tanta contundencia que llegué a escoger ese título para un libro de poemas que al final no escribí. Pues bien, esos “palcos de luz” eran “palcos azuis” [escenarios azules]. También Andújar tituló un libro de poemas con una traducción equivocada: Don de eludir, por “Dom de iludir” [Don de engañar]. Pero la confusión más llamativa fue la de otro de mis temas preferidos de Chico, “Bye bye Brasil”, que donde dice “Oh, tenha dó de mim” [Oh, ten piedad de mí], yo entendía: “Ordeñador de mí”.
Andújar hizo un corto viaje a Brasil con su familia a principios de los noventa y compró un montón de libros de partituras de canciones, con sus letras. Yo le pedí a mi amigo Nadales, que pasó unas vacaciones en Portugal, que me trajese un diccionario. Fuimos aprendiendo palabras, algunos rudimentos de gramática. Pero el empujón idiomático nos lo dieron las brasileñas que conocimos a mediados de la década. Por aquel tiempo empezó a hacerse habitual la presencia de inmigrantes en España, mayoritariamente latinoamericanos, y entre ellos muchos brasileños. A éstos, nosotros los acogíamos como si fuésemos compatriotas en el exilio.
La banda sonora de aquel tiempo de contactos personales con los brasileños (con las brasileñas) fue para mí Marisa Monte. Mi pasión por su música fue también una pasión por ella: una pasión sensual. Empezó en septiembre de 1994. Yo iba buscando otro disco, cuando vi el primero de ella, Marisa Monte, y lo compré. Fue un flechazo. Ya conocía del programa de Galilea “Preciso me encontrar”, pero la había escuchado poco. Lo mío por Marisa Monte fue un enamoramiento en toda regla. Me compré lo que había de ella hasta el momento: Mais y el álbum que sacó justo aquel otoño, Rosa e carvão. Hice copias, selecciones y apostolado entre mis amigos brasileñistas y no brasileñistas, como quien presumía de novia. En fin, ahora me avergüenzo bastante y esta vergüenza me recuerda justamente a la de Petrarca, en el soneto inicial de su Cancionero: “Que anduve en boca de la gente siento / mucho tiempo y, así, frecuentemente / me advierto avergonzado y me confundo; // y que es vergüenza, y loco sentimiento, / el fruto de mi amor sé claramente”. Contagié a mi amigo Weil, que se hizo también marisamontista (y pronto brasileñista en general), y juntos emprendimos un viaje a Madrid en noviembre de aquel año, desafiando una tempestad que nos sacudió por el camino, para asistir a un concierto que daba nuestra diosa en la capital. Aquel concierto fue espantoso, por el sonido, pero a mí me dio igual: me lo pasé entero recorriendo la piel de mi amada por medio de mis prismáticos. Después asistiría a otros conciertos suyos, ya sí impecables desde el punto de vista técnico: los de Granada en 1996, Málaga en 1998 y de nuevo Madrid en el 2000. He seguido comprándome todos sus discos desde entonces, y me sigue gustando, aunque mi admiración es ya sólo musical. Como dato curioso añadiré que mi debut absoluto en internet, guiado por una amiga en su ordenador, fue escribiendo la dirección de su página web: esa fue la primera que abrí, calculo que sobre 1997.
De entonces fue también la afición a Leila Pinheiro, cuyo Personalidade, aunque ya conocía, empecé a escuchar con fruición. Y el descubrimiento de Marina Lima, a la que hasta entonces sólo conocía como compositora de una de mis canciones más queridas de Gal Costa, “Eu acredito”. Otro descubrimiento fue el de los chicos de Banda Raça Negra, quizá los peores, musicalmente hablando, de entre todos los brasileños que nos han gustado nunca, pero por los que Andújar y yo sentimos enseguida debilidad; una debilidad emocionada, aunque no exenta de ironía. Era una música como de verbena, baja, en que unas letras tremendamente dramáticas eran desgranadas con una musiquilla frívola y pegadiza, gritona. Un desencaje pasmoso entre forma y contenido cuyo efecto nos resultaba arrebatador.
En 1994 llegó otro disco fundamental: Tropicália 2, de Caetano Veloso y Gilberto Gil. Un disco modernísimo, en el que fue glorioso escuchar por primera vez aquel tema nacido directamente con el empaque de un clásico: “Desde que o samba é samba”. Se trataba de una de esas canciones-manifiesto, frecuentes en la música brasileña, que describen a la perfección las sensaciones que nos provoca tal música. Esta nueva decía cosas como “A tristeza é senhora / desde que o samba é samba é assim”, o “O samba é pai do prazer / o samba é filho da dor”; que enlazaban con el “Samba da benção” de Baden Powell y Vinícius (“É melhor ser alegre que ser triste / ... / mas pra fazer um samba com beleza / é preciso um bocado de tristeza”) y “Feitio de oração” de Vadico e Noel Rosa (“Sambar é chorar de alegria / é rir de nostalgia”). Ese entrelazamiento entre la tristeza y la alegría ha tenido un beneficio en mi vida que me resulta imposible cuantificar. Los años que fueron desde que terminé la carrera (en 1989) hasta que conseguí mi primer trabajo (1993), fueron oscuros, melancólicos. La música brasileña fue mi bálsamo. Su tristeza la aproximaba a mi tristeza; y los gérmenes de alegría que contenía la endulzaba y con frecuencia la eliminaba. Por lo demás, también en mi propia tristeza ha habido siempre gérmenes de alegría. No he sido un pesimista cenizo, sino chispeante: he tenido una desolación con burbujas.
Pero sí. Recuerdo aquellos años y, por encima del poso mediocre de los días, flota una luminosidad que es debida casi exclusivamente a la música brasileña. Cumplía la función del sol de invierno. Derramaba sensualidad en un cuerpo menesteroso. Creo que además, en un sentido muy profundo, me articulaba el alma: creaba conductos, pasillos transitables. La literatura cumplió también para mí esta función, desde un punto de vista sintáctico y léxico: le dio textura a mi espíritu, clarificó matices; pero la música brasileña fue un lubrificante luminoso. Literalmente, introdujo luciérnagas en mis zonas opacas.
Me acuerdo de unos meses particularmente abatidos de 1992, en que el asidero eran canciones como “Papel marché” (sic) de João Bosco o “Drão” cantada por Djavan; aquel renacimiento que recreaba la primera: “Dormir no teu colo / e tornar a nascer / violeta e azul / outro ser”. Con “Drão” y con otras como “Copo vazio”, “Minha senhora”, “Se eu quiser falar com Deus” o “Retiros espirituais”, descubrí al Gilberto Gil místico-intimista; me refiero al Gilberto Gil compositor, porque los temas estaban interpretados por otros artistas (respectivamente, el mencionado Djavan, Zizi Possi, Francis Hime, Gal Costa y Flávio Venturini). Las había escuchado en las selecciones del programa de Galilea y pertenecían al Songbook de Gilberto Gil, que fue el primero que me compré, para buscarlas. Las canciones de otro Songbook me sedujeron desde el principio: las del dedicado a Noel Rosa. Pero la explosión de mi pasión por Noel se produciría algunos años más tarde.
La primera vez que me detuve en su nombre, al margen de las que lo había visto escrito en los créditos de algunas canciones (“Adeus” en el Personalidade de Toquinho & Vinícius, o “Pra que mentir” en el Totalmente demais de Caetano), fue en “A Rita” de Chico Buarque, donde la tal Rita se llevaba, entre otras cosas del saqueo, “um bom disco de Noel”. “A Rita” la cantaba Gal Costa en Mina d’água do meu canto, álbum en el que se incluía “Como um samba de adeus”, compuesta conjuntamente por Chico Buarque y Caetano Veloso como despedida a Antonio Carlos Jobim, muerto a finales de 1994.
Me acuerdo de la noche de diciembre en que llegué a mi casa, me acosté con la radio encendida y Carlos Galilea anunció que Jobim había muerto. Dedicó el programa a poner sus composiciones, que me parecieron, según anoté en mi diario, “más tristes, más puras”. A partir de ese momento fui consciente de lo que la música brasileña tenía de “creación humana”. Había entrado de un modo tan incontestable en mi vida, con tanta naturalidad y tanta exuberancia, que me había limitado a acoger, agradecido, sus dones; sin pararme a pensar que no eran frutos espontáneos, sino que los habían creado unos seres humanos concretos. Y que, por ello, podrían no haber existido. Es una idea un poco obvia, pero me impresionó. Del propio Jobim yo sólo había escuchado su disco de Personalidade, que alternaba temas instrumentales y temas cantados. Me gustaba muchísimo, y recuerdo que, por ejemplo, regresando una tarde de Sevilla con mi padre, en coche, me quedé adormilado en mi asiento con el sol dándome en los párpados, y su música me transportó a estancias paradisíacas; volví en mí con un descanso profundo y una paz como pocas veces he vuelto a sentir. Sin embargo, no me había dado cuenta de la importancia verdadera de Jobim, de su peso.
Con el tiempo he aprendido que nos aficionamos a la música brasileña a través de la generación siguiente, la de Caetano, Chico, Bethânia, Gal, Milton, Gil, y que, aunque ellos en todo momento tuvieron presente a la generación anterior, a nosotros no nos llegaba con nitidez la jerarquía. Cuando uno irrumpe como aficionado en un mundo nuevo, con una tradición ya rica y formada, va conociendo al azar las piezas del puzzle, y sólo poco a poco va recomponiéndose el dibujo. Así, los principales clásicos de la bossa nova los conocí en sus versiones instrumentales del Personalidade de Jobim: “Garota de Ipanema”, “Corcovado”, “Insensatez”, “Chega de saudade”, “Samba de uma nota só”, “Meditação”, “Desafinado”... Hasta tiempo después no escucharía versiones cantadas: innumerables versiones cantadas.
Dos hechos marcan el final de este periodo algo caótico, y bárbaro, de conquista (que fue, en buena medida, no de conquista mía, sino de conquista de mí: fueron Brasil y su música quienes me conquistaban; como me colonizarían después): en el otoño de 1998 me fui a vivir con Nádia, una mineira (de Minas Gerais) con la que llevaba saliendo un año; y leí el libro de Caetano Veloso, Verdade tropical, que precisamente una amiga de Nádia me había traído, por encargo mío, de Brasil.
Caetano Veloso se había ido decantando durante todos esos años como uno de mis artistas brasileños favoritos; sólo comparable en mi devoción, quizá, a Chico Buarque. Había ido escuchando canciones sueltas y discos completos: Jóia, Outras palavras, Uns, Muito, Cinema transcendental... Justo en esos años de mi afición, había empezado a hacerse popular en España, gracias a su disco de temas en español Fina estampa; donde yo, por cierto, disfruté por vez primera con esas canciones que hasta entonces había desdeñado. Poco antes de su libro, había sacado el disco titulado Livro, haciendo uno de esos juegos de “intervención cultural” (conceptuales) que en su libro precisamente conocí y aprendí a valorar. En sus páginas quedaba claramente trazada su propia trayectoria, prendida a la vida de Brasil; así como la trayectoria del tropicalismo. Conocí también los orígenes del samba, conocí la esencia del carnaval y, sobre todo, conocí a João Gilberto y descubrí la importancia de João Gilberto.
Aunque parezca mentira, hasta entonces João Gilberto era para mí sólo un cantante. Un cantante excéntrico, personalísimo, que me gustaba pero que, no sé por qué, percibía como desgajado. Me resigno a que esta declaración sirva para contextualizar la pertinencia de que yo escriba artículos como éste; salvo que se entienda que no es un artículo de erudición, sino de pasión (de pasión desordenada –que se fue ordenando). El libro de Caetano Veloso, como me ocurriera con la muerte de Jobim cuatro años antes, supuso un aldabonazo para la restauración de la jerarquía. Comprendí que esa apariencia excéntrica de João Gilberto era, en realidad, el hilo puro que sintetizaba, y del que se nutría, la gran corriente de la música brasileña que a mí me gustaba.
En Verdade tropical, Caetano contaba el momento de epifanía que supuso para él la primera audición de “Chega de saudade” en 1958. En todas las biografías de músicos brasileños de su generación que leí después, había un momento similar. Yo de esa canción conocía dos versiones: la instrumental de Jobim y la cantada por el propio Caetano en Circuladô vivo; y me gustaba, pero no le había prestado una especial atención. Entonces, de algún modo, yo también sentí el contagio de “Chega de saudade”. Y aunque mi conocimiento fue tardío, y hasta negligente, también a mí me hizo iniciar una nueva etapa.
4. La Colonización
Con Nádia viví entre Torremolinos y Madrid. Al margen de nuestra relación personal, que no viene al caso, para mí supuso una inmersión en la vida brasileña: desde el punto de vista del idioma, de la gastronomía, de los guiños culturales (presentes y pasados), de la sociabilidad, de la afectividad, del sexo, del humor. Con Nádia viajé dos veces a Brasil. En 2000 a Río, Belo Horizonte y Vitória; y en 2001 a Salvador y Río. Antes de emprender el primer viaje, Andújar me dijo, medio en broma, medio en serio: “Ir a Brasil acompañado es doble gasto y mitad de placer”. Probablemente tenía razón, pero estuvo bien así. El haber ido con Nádia me permitió conocer el país en muchos aspectos cotidianos que de otro modo no hubiera conocido. Me permitió desentenderme, además, de la parte enojosa de los viajes, que es la de la localización de los sitios y otras minucias prácticas, y casi pude vivir, desde el principio, como un brasileño más. Al menos, desde mi punto de vista. En Río, Belo Horizonte y Vitória pude camuflarme entre la población, y la prueba es que varias veces fui preguntado por direcciones (que, además, me sabía). En Salvador, en cambio, aunque la población era aún más afectuosa que en las otras ciudades, sí noté que me miraban como a un turista. Y al intentar hacerles ver que no, se me ponía aún más cara de bobo (existe constancia gráfica, en una foto en que aparezco con unos capoeiristas en el Pelourinho). Hace poco mi amigo Úbeda, que precisamente vive en Bahía, soltó una idea muy buena: “El turismo alternativo altera a los nativos”. De manera que me he reconciliado con mi imagen de turista común: al menos, pudo entenderse como una señal de cortesía.
Brasil me encantó. Y me enamoré, por encima de todo, de Río. En los dos viajes, me traje las maletas cargadas de discos y de libros. Entre éstos, varios que me hicieron conocer, ya de un modo riguroso, la historia de la música brasileña: Noites tropicais de Nelson Motta, Chega de saudade: a história e as histórias da Bossa Nova de Ruy Castro, Tropicália: a história de uma revolução cultural de Carlos Calado, y biografías de Antonio Carlos Jobim, Nara Leão, Ronaldo Bôscoli, Chico Buarque, Cazuza, Orlando Silva... Los más importantes fueron los dos primeros, junto con otro, monumental, que me regaló Andújar: la biografía de Noel Rosa escrita por João Máximo y Carlos Didier, que ofrecía además un fastuoso relato del Río de principios del siglo XX; y cuya lectura acompañé con la audición de las grabaciones originales de la colección Revivendo. Precisamente, mi pasión consciente por Noel había empezado, en 1999, con el disco que prepararon sus dos biógrafos: Noel inêdito e desconhecido. Enseguida adquirí la selección Samba sensual, interpretada por Cristina Buarque y Henrique Cazes, y los dos discos del VivaNoel de Ivan Lins. Y en Río conseguí, al fin, el Songbook de Noel Rosa, cuyos principales temas ya teníamos en las cintas del programa de Galilea y que es, probablemente, mi disco de música brasileña favorito de todos los tiempos. Aunque con una carencia: João Gilberto... el cual le rindió por su parte otro homenaje a Noel, al incluir en su disco de 1991 un tema que me había encandilado (antes de saber que era de Noel): “Palpite infeliz”.
João Gilberto ocupó al fin el puesto que le correspondía en mi escalafón brasileñista. Escuché muchas veces todos sus discos. Tras conocer su importancia por los libros de Caetano Veloso y Nelson Motta, descubrí también al guitarrista por el de Ruy Castro, en el que se consignaban los detalles de su búsqueda artística y las magnitudes de su logro. En julio de 2000 tuve además la ocasión de verlo actuar: en un concierto en Barcelona al que asistí con mi amiga Marga. Tres veranos después pude verlo de nuevo en Málaga, acompañándome mi amigo Losada en esta ocasión. En ambos casos, conociendo la tradición de sus plantes, me mantuve deliberadamente incrédulo hasta no verlo aparecer en el escenario; en ambos casos, estuve durante toda su actuación con el corazón en un puño, ante la posibilidad de que pudiera enfadarse y marcharse en cualquier momento; y en ambos casos, el concierto fue absolutamente maravilloso. En Málaga, además, cantó “Málaga”; acto irrelevante en sí, pero exclusivo: la única vez en su carrera que João Gilberto cantó “Málaga” en Málaga.
¿A cuántos conciertos habré asistido en todos estos años? Sólo lamento no haber visto a Chico Buarque ni a Gal Costa. Del resto, creo que están todos. Además de los ya referidos João Gilberto y Marisa Monte: Djavan, Carlinhos Brown, Ney Matogrosso, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Milton Nascimento, Daniela Mercury, Lenine, Tania Maria, Joyce, Margareth Menezes, Roberto Menescal con Bossacucanova, Moreno +2, Eliane Elias, Bebel Gilberto, Wagner Tiso, Olivia Byington, Vinícius Cantuária, Marcos Valle, Arto Lindsay, Márcio Faraco, Jaques y Paula Morelenbaum, Ivan Lins, Maria Bethânia, Chico César, Rosa Passos... En Bahía, además, durante el carnaval de 2001, vimos en el trio elétrico de Gilberto Gil, el Expresso 2222, a Jorge Ben, Marina Lima, Moraes Moreira y algunos de los anteriores. Una de las noches iba Caetano Veloso. Cantó, naturalmente, “Atrás do trio elétrico”; y después se produjo un momento efectista pero emocionante: mientras cantaba “Chuva, suor e cerveja”, sobre todos nosotros, que le seguíamos bebiendo cerveza y sudando, empezó a llover.
Y, además, Adriana Calcanhotto, a quien he visto actuar dos veces: en 2004 en Madrid y en 2007 en Málaga. Ahora que caigo, éste ha sido el último concierto de música brasileña al que he asistido hasta ahora. Adriana Calcanhotto merece una mención especial. Durante los últimos diez años me he entusiasmado con Rosa Passos, Paulinho da Viola, Cartola, Ney Matogrosso (¡su disco sobre Cartola!), Nana Caymmi (¡no he hablado de Dorival!), Leny Andrade, Luiz Bonfá, Toninho Horta, Tim Maia, Tom Zé, Péricles Cavalcanti, Cássia Eller, Arnaldo Antunes; los Songbooks de Djavan, Ary Barroso, Marcos Valle, Edu Lobo, Chico Buarque (y su Chico ao vivo), João Donato (y su Só danço samba); Pixinguinha, los sambistas antiguos (¡“A voz do morro” en mi película brasileña favorita, Rio 40 graus!), los clásicos de la bossa nova, los músicos de jazz bossa nova como Milton Banana, Oscar Castro Neves, Bossa Três y Eumir Deodato, más el Brazilian love affair de George Duke; los discos Wave y Tide de Jobim, y el de Jobim con Sinatra... Pero, junto con las de Noel Rosa y João Gilberto, Adriana Calcanhotto ha sido mi gran pasión.
Desde los primeros tiempos de mi afición a la música brasileña estuvo presente. Adquirimos pronto, a principios de los noventa, sus dos álbumes iniciales, Enguiço y Senhas. Tuve temporadas de escucharlos mucho entonces. Me gustaban. Me resultaban sugerentes. Poseían un extraño toque original. Eran modernos. Pero les faltaba algo, rotundidad tal vez. No volvimos a saber nada de ella. Hasta que en el año 2000, en Río de Janeiro, vi dos discos suyos posteriores: A fábrica do poema y Maritmo. Tras algunos titubeos (hasta tal punto Adriana Calcanhotto no era todavía incontestable), los compré. En ese momento aún no sabía que iban a ser la banda sonora de mi nostalgia de Brasil. Durante los próximos meses no paré de escucharlos. Y lo mismo sucedió con los siguientes, que fui consiguiendo según salían: Público, Cantada, y Maré; además de la antología Perfil y Adriana Partimpim. Con ellos viví el amor y el desamor; mi duelo enquistado. Lo viví todo.
Echando la vista atrás, me doy cuenta de que mi afición brasileñista ha ido cabalgando sobre las transformaciones técnicas relacionadas con la música. Al principio escuchábamos cintas, y a veces (pocas veces) vinilos. Poco a poco fuimos adquiriendo cedés (los dos primeros fueron precisamente los de Adriana Calcanhotto). Los específicos de música brasileña no eran fáciles de encontrar entonces. Era necesario pedirlos a Tangará, la empresa de Barcelona especializada en Brasil. Poco a poco, los discos brasileños fueron ganando espacio en las estanterías. Hubo un momento de abundancia entre los últimos años noventa y los dos o tres primeros del 2000. Y de pronto, las tiendas y secciones de discos de los grandes almacenes empezaron a decaer, y algunas a cerrar. El espacio dedicado a la música brasileña se empobreció, hasta unos niveles desoladores... Pero lo cierto es que ya daba igual: porque por internet lo teníamos todo (ésta era la causa, claro está, de la decadencia de la venta de discos). Ahora, pues, lo tenemos todo: toda la música, todas las letras, todos los vídeos, toda la información. Nuestro propio proceso de aprendizaje, tal como aquí lo he contado, es ya una historia que nadie volverá a protagonizar de un modo parecido. (Aunque existirán, por supuesto, otros modos.)
Fuimos pasando también, para escuchar música por la calle (cosa que yo he hecho en abundancia), del walkman al discman, y ahora al ipod. En mi último viaje a Brasil todavía llevaba un walkman. Fue entre febrero y marzo de 2001 y Caetano Veloso acababa de sacar Noites do Norte. Mientras esperaba el despegue para el regreso a España, me puse a escuchar la copia en casete que me había hecho del disco. En mitad de la canción “Meu Rio”, la aeromoça me pidió que lo apagara, como era norma durante el vuelo. Así lo hice. Despegamos. Atravesamos el Atlántico y la noche. Ya en Barajas, esperando las maletas, pulsé el play del walkman sin pensar. La canción prosiguió justo por donde se había quedado, en Río. Como si no existiera la distancia.
5. El (Quinto) Imperio
He dejado para el final el origen: Portugal. También en mi vida estuvo antes, encarnado en Fernando Pessoa. Y estuvo, sigue estando, la lengua portuguesa. En mis primeros años de afición brasileñista tuve un dilema: ¿con qué acento aprender el portugués, con el de Portugal o el de Brasil? Son acentos muy distintos, cerrado el de Portugal, abierto el de Brasil. Quien empieza a estudiar portugués, debe elegir inevitablemente. No sin vacilaciones, opté por el segundo. Desde entonces he hablado (aunque hablo mal) con el acento brasileño como modelo, y cuando leo a solas, me represento los sonidos con ese acento. Me matriculé en la Casa do Brasil de Madrid. Al principio me pusieron una profesora de Porto Alegre, que tenía una pronunciación ya muy castellanizada y, como es común en su tierra, decía “quente” [caliente] igual que en español y no como a mí me gusta: quenchi. Recuerdo que, tras las primeras clases, exclamé ante Andújar: “¡Yo para decir quente me quedo en mi casa!”. Por fortuna, me cambiaron de grupo. La nueva profesora, Mirian Lopes, decía quenchi, y era excelente (o excelenchi).
Durante el curso estudiamos también un poco de literatura brasileña. Mis autores preferidos son Machado de Assis, Clarice Lispector y Rubem Fonseca (Jorge Amado no me gustó al final); los poetas Manuel Bandeira, João Cabral de Melo Neto y los hermanos De Campos (de Augusto me trajo Hervás de Argentina su libro sobre bossa nova); y el último descubrimiento: el dramaturgo y periodista Nelson Rodrigues. Sobre éste escribió una magnífica biografía Ruy Castro, O anjo pornográfico, que es también un recorrido por casi todo el siglo XX brasileño (hasta 1980, en que murió el biografiado). De Ruy Castro traduje en 2008 su Chega de saudade, que editó Turner con el título de Bossa Nova. La historia y las historias: periodo en que profundicé en el idioma y en el movimiento.
Pero estábamos con Pessoa. Hay una cierta relación con Brasil: su heterónimo Ricardo Reis vivió en Río de Janeiro (ciudad que es, literalmente, una Lisboa tropical). Y con la música brasileña: con motivo del centenario de 1988, se editaron dos discos brasileños con adaptaciones de sus poemas: A música em Pessoa y Mensagem de Fernando Pessoa. Al tema y aliento de Mensagem, el sebastianismo, ya aludió Caetano Veloso en Verdade tropical. A mí a veces me ha gustado pensar, más en plan juguetón (o poético) que mesiánico, que Brasil es la encarnación del anhelado Quinto Imperio. Un imperio que, según señala Ángel Crespo en La vida plural de Fernando Pessoa, sería un imperio lúdico, “de carácter cultural, y no predominantemente militar ni político”.
También me ha gustado fantasear a veces, desde mi ignorancia musical, con que en la música brasileña se cumple el ideal musical de Nietzsche, tal como lo esgrime en sus opúsculos contra Wagner; que yo encontré, por cierto, en Río de Janeiro. Traduzco de tal edición brasileña, por ejemplo, estas líneas de las primeras páginas de El caso Wagner: “Esta música [se refiere a la de Bizet, y que yo aplico a la brasileña] es alegre, pero no se trata de una alegría francesa o alemana. Su alegría es africana: tiene sobre sí la fatalidad, su felicidad es corta, repentina, sin perdón”.
Hubo un momento en mi adolescencia en que dudé si inclinarme por Italia, en vez de por Portugal. Italia, la Florencia del Renacimiento, representaba entonces la vitalidad, el sol, la alegría; Portugal era en cambio el territorio de la melancolía y la niebla. Escogí el camino de Portugal, el del oeste. Y la lección fue que traspasando el oeste se encontraba otra Italia, más viva aún que Italia: Brasil.
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Este artículo fue escrito en 2009 y publicado en el núm. 11 de la revista Zut (invierno 2010). Miniantología musical:
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