Es curiosa la sensación de cómo se sale de España cuando se entra en Lisboa, con lo cerca que está. Puede que se deba a la conjunción de la amabilidad sosegada de los portugueses –respaldada por su idioma– y a la masa atlántica, que abre un horizonte infinito. Es una ciudad metafísica por su océano, como escribió Fernando Pessoa: “Que el mar con fin será griego o romano: / el mar sin fin es portugués”. Por este vuelo, y por la sensualidad de su belleza, Lisboa sigue siendo el lugar privilegiado de la Península. Su capital de verdad.
Aunque se ciernen amenazas. En el suntuoso y decadente Pavilhão Chinês, el bar de copas perfecto, en el que debería estar sonando siempre Mahler, sonó la otra noche Despacito; luego un individuo se levantó de una mesa y vi que iba en bañador: su paso era estridente ante las vitrinas con soldaditos de plomo. De madrugada pasaban hordas borrachas bajo el hotel, cerca de la plaza de Camões. Y en la Avenida da Liberdade y en la plaza del Rossio grupos de músicos machacaban las tardes con sus amplificadores... Lo irritante de todos estos delincuentes es que no estaban a la altura de la ciudad.
Por fortuna, esta resurgía a cada tramo. Lisboa está amenazada pero no vencida. Y sigue triunfando desde los miradores. Desde el de São Pedro de Alcântara provisionalmente no, porque se encuentra en obras, pero sí desde el de Santa Catarina, el de Graça, el de Santa Luzia, el de Marquês de Pombal y el del Castelo de São Jorge. Esta vez, además, me di una caminata con mi acompañante por la ribera del Tajo, pasamos por debajo del puente 25 de Abril y llegamos al monumento a los Descubrimientos. Me alegró ver que aquel suelo estaba pavimentado con las ondas del de Copacabana. Caí en que la flota que descubriría Brasil pasó por allí delante...
España, mientras tanto, no paraba de hacer numeritos, como un mono de feria. Cada vez que miraba las noticias me hacía una carantoña, por ver si me fastidiaba el viaje. Desde fuera parece un país más invivible de lo que realmente es. Primero apareció Pere Soler, el nuevo director de los Mossos d’Escuadra, uno de esos fascistas españoles de ahora que, desde su abrasivo tipismo español, están convencidos de que son antiespañoles. Después Ángel María Villar, detenido tras lustros de tragarnos su careto apazguatado al mando de la Federación Española de Fútbol. El 18 de julio nuestros antifranquistas, encabezados por Alberto Garzón, recordaron un año más la fecha, con una minuciosidad que no tuvo ni Fernando Vizcaíno Casas. El 19 Isabel Coixet señalaba que “no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP”, una frase en la que está todo.
El penúltimo día de mi viaje, mientras me encontraba visitando la Fundación Gulbenkian, admirado con una copa de alabastro egipcia del 2.700 a. de C., con un parasol veneciano del siglo XVI, con monedas y joyas griegas, cajitas japonesas, biombos chinos y relojes del siglo XVIII que hacían tictac, me llegó la noticia del suicidio de Miguel Blesa. Pensé en la poca sangre que ha habido en todos nuestros años de corrupción, una buena realidad pero un mal síntoma. O un buen síntoma, aunque desestabilizador: transmite la impresión de que todo no es más que una comedia... Pero fuera seguía Lisboa. Y aún me quedaba otro día en la ciudad.
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En El Español.