“Mejor la destrucción, el fuego”, como terminaba Cernuda un poema. Sigue latiendo ese impulso. La tentación del cortocircuito. Hay un alivio de fondo en volver a la abstención (¡las manos limpias!), porque el no votar a Ciudadanos no se va a traducir en votar a los demás partidos, que me siguen pareciendo lamentables. Hay como un frenesí destructivo ahora, de colaborar en el hundimiento de lo que se está hundiendo; pero molesta ver a otros que empujan también y que son peores, mucho peores. Claman por una dignidad que nunca tuvieron; celebran ejemplaridades ajenas y ni se plantean las propias... Quienes elogian a Valls por haberse negado a Vox y por haberle cortado el paso a ERC, por ejemplo, bien podrían criticar a Sánchez por apoyarse en Bildu. Pero esperaremos sentados.
Le dije a una amiga: “Cerramos partidos como quienes cierran bares”. Todo esto ya lo vivimos con UPyD. Y no deja de tener su gracia que Martínez Gorriarán esté ahora en Twitter comentando la jugada y recomendando su libro sobre el hundimiento de UPyD, que se titula La democracia robada pero que viene a ser El asesinato de Rogelio Ackroyd de la política.
Lo cierto es que Cs se mmmuere, como el Goethe del relato de Bernhard, según el cual las últimas palabras del gran clásico alemán no fueron Mehr Licht! (¡más luz!), sino Mehr nicht! (¡más nada!). Lo que quería al morir no era más iluminación, sino que se acabara de una vez el asunto. Cs como partido seguirá, de todas formas. El que muere o mmmuere es el Cs que conocíamos: el Cs al que votábamos. Roldán lo formuló bien en su despedida: es Cs el que ha cambiado. Rivera ha decidido prescindir del votante específico de Cs (ese que de Cs se irá a la abstención, que es donde estaba antes) y quedarse con el que vota a Cs como podría votar al PP e incluso a Vox.
Escribió Nietzsche (¡hoy estoy citón!): “El lector de periódicos dice: con tal error ese partido se arruina. Mi política superior dice: un partido que comete tales errores está acabado –ya no posee su seguridad instintiva”. Todos los errores que viene cometiendo Ciudadanos tienen su origen en esa disipación. Dejó de ser aquel delicioso partido ondoyante (¡pero que sabía perfectamente adónde no se tenía que acercar con sus ondulaciones!) y se ha convertido en un plomo que no se mueve (¡no se mmmueve!), y encima en el lugar equivocado.
* * *
En The Objective.
26.6.19
17.6.19
Bisagra del PP (y Vox)
Da rabia lo de Ciudadanos porque este era el momento. Por primera vez desde su fundación puede alcanzar el objetivo para el que fue creado, gracias a la mayoría absoluta que sumaría con el PSOE en el Congreso si los dos partidos pactaran. Es un chiste que Ciudadanos haya llegado a este momento cuando su objetivo ya era otro: no ser un partido bisagra del constitucionalismo sino el primer partido de la derecha. Lo que hace que el chiste sea encima malo es que ese otro objetivo no lo va a alcanzar nunca. De manera que estamos asistiendo a un bucle absurdo, con una impotencia descomunal.
Lo triste es que, aunque al final Ciudadanos permita una nueva presidencia de Pedro Sánchez por medio de la abstención, como dicen que terminará haciendo, su debilidad será ya irreparable. Nada que ver con la fuerza que hubiese tenido de haber planteado un pacto desde el principio. Es cierto que este pacto no lo podía plantear sin ser incoherente con lo que Albert Rivera prometió en la campaña electoral, y con su discurso de los últimos meses. Pero es que esa promesa y ese discurso estaban ya equivocados. El error viene de atrás.
Su trazabilidad es reconocible desde la moción de censura de Sánchez, que dejó descolocado a Rivera. Hasta entonces Ciudadanos iba el primero en las encuestas. Sánchez le robó la cartera y parte del discurso. Para cuando se vio que Sánchez solo se había puesto la careta de centro, sin ser el centro, Rivera ya había dejado el centro libre. Para Sánchez. Inmediatamente después las culpas de Sánchez quedaron absueltas de cara al electorado por la emergencia de Vox. Sánchez solo lo pagó un poquito en Andalucía: y en su enemiga Susana Díaz, lo que también le vino fenomenal. Luego se recompuso. Por Vox, a Sánchez le han salido gratis sus tonteos con los independentistas.
Estoy de acuerdo con la reconvención de Francesc de Carreras a Rivera. Es cierto que en su carta hay una frase sintomática, como ha señalado el agudo Rafa Latorre: ese “por tu culpa arrojas al PSOE a pactar con Podemos y con los nacionalistas”. Pero es síntoma no tanto de que excuse las responsabilidades del PSOE como de darlo por imposible. Es devastador para el PSOE, en realidad. El sentido del pacto era justo ese: mejorar al PSOE (¡e incluso salvarlo de sí mismo!). Y mejorar al propio Ciudadanos, que sale muy empeorado de sus tonteos (y encima remilgados) con Vox.
Ciudadanos era un partido único: su envidiable condición de bisagra le permitía pactar con el PP y con el PSOE. Esa era su singularidad. Ahora, fracasado su intento de sorpasso al PP, solo puede pactar con el PP (calderillas municipales y autonómicas aparte). Se ha convertido en una mera bisagra del PP. Una puerta que solo da a un lado. Y que llega hasta el fondo oscuro (¡Vox!) de ese lado.
* * *
En El Español.
Lo triste es que, aunque al final Ciudadanos permita una nueva presidencia de Pedro Sánchez por medio de la abstención, como dicen que terminará haciendo, su debilidad será ya irreparable. Nada que ver con la fuerza que hubiese tenido de haber planteado un pacto desde el principio. Es cierto que este pacto no lo podía plantear sin ser incoherente con lo que Albert Rivera prometió en la campaña electoral, y con su discurso de los últimos meses. Pero es que esa promesa y ese discurso estaban ya equivocados. El error viene de atrás.
Su trazabilidad es reconocible desde la moción de censura de Sánchez, que dejó descolocado a Rivera. Hasta entonces Ciudadanos iba el primero en las encuestas. Sánchez le robó la cartera y parte del discurso. Para cuando se vio que Sánchez solo se había puesto la careta de centro, sin ser el centro, Rivera ya había dejado el centro libre. Para Sánchez. Inmediatamente después las culpas de Sánchez quedaron absueltas de cara al electorado por la emergencia de Vox. Sánchez solo lo pagó un poquito en Andalucía: y en su enemiga Susana Díaz, lo que también le vino fenomenal. Luego se recompuso. Por Vox, a Sánchez le han salido gratis sus tonteos con los independentistas.
Estoy de acuerdo con la reconvención de Francesc de Carreras a Rivera. Es cierto que en su carta hay una frase sintomática, como ha señalado el agudo Rafa Latorre: ese “por tu culpa arrojas al PSOE a pactar con Podemos y con los nacionalistas”. Pero es síntoma no tanto de que excuse las responsabilidades del PSOE como de darlo por imposible. Es devastador para el PSOE, en realidad. El sentido del pacto era justo ese: mejorar al PSOE (¡e incluso salvarlo de sí mismo!). Y mejorar al propio Ciudadanos, que sale muy empeorado de sus tonteos (y encima remilgados) con Vox.
Ciudadanos era un partido único: su envidiable condición de bisagra le permitía pactar con el PP y con el PSOE. Esa era su singularidad. Ahora, fracasado su intento de sorpasso al PP, solo puede pactar con el PP (calderillas municipales y autonómicas aparte). Se ha convertido en una mera bisagra del PP. Una puerta que solo da a un lado. Y que llega hasta el fondo oscuro (¡Vox!) de ese lado.
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En El Español.
12.6.19
El discurso libre
Una de las alegrías de esta primavera ha sido la concesión del premio Anagrama de Ensayo al filósofo Daniel Gamper por Las mejores palabras, que se acaba de publicar. A Gamper le debo la escritura de mi “Autobiografía brasileñista”, y consideré emblemático que participara con una entrevista a Rüdiger Safranski en un librito de este muy importante para mí: Sobre el tiempo (Katz/CCCB). Tiene otras entrevistas en la misma colección a Zygmunt Bauman, Judith Butler, John Gray o Martha C. Nussbaum, ha traducido a pensadores como Friedrich Nietzsche, Max Scheler o Jürgen Habermas, y ha publicado en Trotta La fe en la ciudad secular.
Las mejores palabras es un libro elegante, civilizado (civilizatorio) sobre el ejercicio de la libre expresión y sus implicaciones existenciales, morales y políticas. Es suave y al mismo tiempo contundente, como el autor anuncia en la primera página: “Entiendo este texto como una especie de cascanueces que debe combinar la fuerza con cierta delicada habilidad para lograr sacar el fruto sin herirlo”. Su manera sutil de proceder me ha recordado el aserto de Nietzsche: “Los grandes pensamientos avanzan con pasos de paloma”. Los veintitrés ensayitos que componen el libro van avanzando así en su abordaje del tema, sumando facetas que se van completando, y en ocasiones tensionando, en sus reflexiones sobre la búsqueda (y recepción) de “las mejores palabras”; reflexiones que incluyen las interferencias del contexto ruidoso y de “las peores palabras” que se les oponen.
Sobre esto último Gamper, apoyándose en John Stuart Mill, dice algo que me ha parecido lo más estimulante del libro, y que en cierto modo lo vertebra. Más que el concepto de “libertad de expresión”, que pone su acento en el sujeto que se expresa, prefiere el de “palabra libre” o “discurso libre”, que implica a los oyentes, o a la sociedad en su conjunto: “Lo que se protege, a fin de cuentas, no es el derecho a hablar sino el derecho a escuchar. Se protegen las palabras y sus consecuencias y no a los hablantes o sus opiniones. Se protege, en definitiva, el intercambio a lo largo del cual se acaban discerniendo las mejores palabras”. Lo cual implica, entre otras cosas, “que sea obligación de los oyentes exponerse a la manifestación de las ideas que más detestan”.
Sirva solo como avance de este libro que recomiendo y que incluye además consideraciones sobre la verdad y la mentira, la conversación, la comunidad, la autenticidad, la lengua del Tercer Reich, la represión, la censura, la educación, la política, la democracia, las instituciones, la lengua común, la libertad, el silencio, la risa, las redes sociales, el periodismo, el miedo, la tortura, el amor, la calidez de los mamíferos y hasta una defensa aristotélica del botellón.
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En The Objective.
Las mejores palabras es un libro elegante, civilizado (civilizatorio) sobre el ejercicio de la libre expresión y sus implicaciones existenciales, morales y políticas. Es suave y al mismo tiempo contundente, como el autor anuncia en la primera página: “Entiendo este texto como una especie de cascanueces que debe combinar la fuerza con cierta delicada habilidad para lograr sacar el fruto sin herirlo”. Su manera sutil de proceder me ha recordado el aserto de Nietzsche: “Los grandes pensamientos avanzan con pasos de paloma”. Los veintitrés ensayitos que componen el libro van avanzando así en su abordaje del tema, sumando facetas que se van completando, y en ocasiones tensionando, en sus reflexiones sobre la búsqueda (y recepción) de “las mejores palabras”; reflexiones que incluyen las interferencias del contexto ruidoso y de “las peores palabras” que se les oponen.
Sobre esto último Gamper, apoyándose en John Stuart Mill, dice algo que me ha parecido lo más estimulante del libro, y que en cierto modo lo vertebra. Más que el concepto de “libertad de expresión”, que pone su acento en el sujeto que se expresa, prefiere el de “palabra libre” o “discurso libre”, que implica a los oyentes, o a la sociedad en su conjunto: “Lo que se protege, a fin de cuentas, no es el derecho a hablar sino el derecho a escuchar. Se protegen las palabras y sus consecuencias y no a los hablantes o sus opiniones. Se protege, en definitiva, el intercambio a lo largo del cual se acaban discerniendo las mejores palabras”. Lo cual implica, entre otras cosas, “que sea obligación de los oyentes exponerse a la manifestación de las ideas que más detestan”.
Sirva solo como avance de este libro que recomiendo y que incluye además consideraciones sobre la verdad y la mentira, la conversación, la comunidad, la autenticidad, la lengua del Tercer Reich, la represión, la censura, la educación, la política, la democracia, las instituciones, la lengua común, la libertad, el silencio, la risa, las redes sociales, el periodismo, el miedo, la tortura, el amor, la calidez de los mamíferos y hasta una defensa aristotélica del botellón.
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En The Objective.
3.6.19
Un rey que no nos merecemos
Esta especie de segunda abdicación del rey Juan Carlos que supone su abandono de la vida pública, cinco años después de su abdicación real, me ha recordado el comienzo de la novela de Jabois, Malaherba (en Alfaguara): "La primera vez que papá murió todos pensamos que estaba fingiendo". Ahora los periódicos vuelven a llenarse de evocaciones de su figura, como si hubiera muerto de nuevo. Cuando ocurra de verdad no va a haber nada que escribir. Pero a don Juan Carlos le queda ese infrecuente privilegio: asistir en vida al balance de su vida, dos veces.
"Tenemos un rey que no nos merecemos" fue una de las frases más repetidas de la Transición. Yo la recordaba en boca de locutores, insistentemente (hasta yo la pronuncié, en mi adolescencia imitativa). Ahora veo que se le ocurrió a Umbral. Era una frase literata. Lo bueno es que albergaba ambigüedad, como lo sabe hacer la literatura. Al rey de los últimos años tampoco nos lo merecíamos, en el otro sentido. O probablemente sí, como nos merecemos todo lo que nos pasa...
Buscando sobre la frase me he encontrado una joyita de Savater, el artículo "Lotería primitiva" (El País, 17-X-1987). Dice sobre lo del no merecimiento: "precisamente ese es el problema, que a los reyes no se los merece uno nunca, ni a los buenos ni a los malos. Por eso algunos Estados optan por la fórmula republicana, para votar de arriba abajo los cargos de la nación y tener ni más ni menos que lo que se merecen". Luego habla de la lotería de la monarquía y hace otras consideraciones que tenían mucho mérito en 1987, por las cuales era nuestro ídolo Savater. Como lo sigue siendo hoy, en que apoya más decididamente a Felipe VI. Este encarna (cosas de la lotería) los valores del republicanismo como no aciertan a hacerlo nuestros ruidosos republicanos oficiales.
El balance histórico del reinado de Juan Carlos I será positivo, claro: el paso de una dictadura a una democracia, pese a los lastres. Pero hemos aprendido una lección relacionada con el oscurantismo. La ausencia absoluta de crítica (más aún, el halago continuo) de que gozó durante años hizo que se abandonara, que se corrompiera. Su famosa irresponsabilidad ante la ley, cuyo objeto era protegerlo, tenía la contrapartida tácita de que su conducta debía ser ejemplar. Sin embargo, no fue un modelo de lo que predica Gomá precisamente. Tal vez, si se hubiera ido aplicando la crítica de un modo razonable no se hubiera desbocado en el aquelarre final, en que los críticos parecían estar conjurando sus cortesanías pasadas.
Lo racional, en efecto, es la República. Aunque también por esas cosas de la lotería nos han tocado unos republicanos que hoy la hacen inviable. Podríamos formularlo así: tenemos unos republicanos que no nos merecemos. En el otro sentido.
* * *
En El Español.
"Tenemos un rey que no nos merecemos" fue una de las frases más repetidas de la Transición. Yo la recordaba en boca de locutores, insistentemente (hasta yo la pronuncié, en mi adolescencia imitativa). Ahora veo que se le ocurrió a Umbral. Era una frase literata. Lo bueno es que albergaba ambigüedad, como lo sabe hacer la literatura. Al rey de los últimos años tampoco nos lo merecíamos, en el otro sentido. O probablemente sí, como nos merecemos todo lo que nos pasa...
Buscando sobre la frase me he encontrado una joyita de Savater, el artículo "Lotería primitiva" (El País, 17-X-1987). Dice sobre lo del no merecimiento: "precisamente ese es el problema, que a los reyes no se los merece uno nunca, ni a los buenos ni a los malos. Por eso algunos Estados optan por la fórmula republicana, para votar de arriba abajo los cargos de la nación y tener ni más ni menos que lo que se merecen". Luego habla de la lotería de la monarquía y hace otras consideraciones que tenían mucho mérito en 1987, por las cuales era nuestro ídolo Savater. Como lo sigue siendo hoy, en que apoya más decididamente a Felipe VI. Este encarna (cosas de la lotería) los valores del republicanismo como no aciertan a hacerlo nuestros ruidosos republicanos oficiales.
El balance histórico del reinado de Juan Carlos I será positivo, claro: el paso de una dictadura a una democracia, pese a los lastres. Pero hemos aprendido una lección relacionada con el oscurantismo. La ausencia absoluta de crítica (más aún, el halago continuo) de que gozó durante años hizo que se abandonara, que se corrompiera. Su famosa irresponsabilidad ante la ley, cuyo objeto era protegerlo, tenía la contrapartida tácita de que su conducta debía ser ejemplar. Sin embargo, no fue un modelo de lo que predica Gomá precisamente. Tal vez, si se hubiera ido aplicando la crítica de un modo razonable no se hubiera desbocado en el aquelarre final, en que los críticos parecían estar conjurando sus cortesanías pasadas.
Lo racional, en efecto, es la República. Aunque también por esas cosas de la lotería nos han tocado unos republicanos que hoy la hacen inviable. Podríamos formularlo así: tenemos unos republicanos que no nos merecemos. En el otro sentido.
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En El Español.
2.6.19
Jot Down 27
Ya está a la venta el trimestral núm. 27 de Jot Down, especial Dioses y endiosados. Yo colaboro con un artículo sobre (contra) el endiosado fútbol: "Balón de asfixia". Empieza así:
Están los balones de oxígeno y está el balón del fútbol, que es un balón de asfixia. Esta cualidad asfixiante no la perciben sus adoradores, en cuya alienación aceptan que el respirar sea algo secundario (¡lamentable servidumbre!); solo la sufrimos los que lo detestamos, minoría selecta y exquisita de la humanidad, la gran víctima de los siglos XX y XXI, la gran vilipendiada, la gran apestada, la receptora de todos los odios, la única aguafiestas en las fiestas del balón: unánimes si no fuera por ella.La revista puede comprarse en librerías y en la web de Jot Down.
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