Podemos estuvo desactivado desde el principio: esto de intentar un peronismo español pero sin nacionalismo español era como pretender salir de un pozo tirándose a uno mismo de los pelos. La gasolina del peronismo argentino es el nacionalismo argentino; de hecho, el peronismo no es sino una variante del nacionalismo. Con el castrismo cubano y el chavismo venezolano pasa igual. El populismo griego estaba rebosante de banderas griegas. Daban cosa las visitas de Pablo Iglesias a Alexis Tsipras, porque Iglesias se presentaba en aquel mar ondulante sin atributos banderiles.
Al final, la República y Franco nos salvaron del populismo de izquierdas. La República por haber cambiado de bandera, dejando a la otra condenada. Franco por consumar la condena. La gran bendición española desde el fin de la dictadura ha sido la desactivación –que se mantiene– del nacionalismo español. Quitando el voxismo y sus alrededores (significativos ya, pero aún minoritarios), la reivindicación de la bandera española ha sido cívica hasta lo exquisito: paradójicamente, una reivindicación ante todo antinacionalista. Las banderas en los balcones de 2017 eran una reacción al golpismo catalanista. La manifestación de aquel 8 de octubre en Barcelona, en que convivían banderas españolas con senyeras y banderas europeas, fue un desbordamiento cordial y cálido del frío patriotismo constitucional.
El discurso ramplón y guerracivilista de Podemos no pudo disponer del combustible nacionalista para incendiar la sociedad. Su propósito de transversalidad, de expansión de los agravios, de movilización visceral de la masa, careció de lo que podía amalgamarlo: esa “nación” que, desde la francesa, ha sido el motor de las revoluciones. Solo nuestros nacionalismos periféricos, teóricamente libres de franquismo pero en la práctica los auténticos restos del franquismo, se envuelven en sus respectivas banderas sin complejos; y ellos sí se han trasladado a Podemos, dándole una imagen menos de diversidad cosmopolita que de cazurro guirigay folclórico.
Todo esto lo ha sabido Íñigo Errejón desde el comienzo, que por eso dicen que es el listo. Y algunos discursos que dio (recuerdo sobre todo uno en la plaza del Reina Sofía) ha sido lo más falangista que ha habido en España desde José Antonio Primo de Rivera. Pero ahora que ha fundado su propio partido se ha echado para atrás. En vez de Más España, le ha puesto Más País (para eso, mejor hubiese sido Más Estado, o Más Estao, o Más el Estao). El nombre en realidad está bien (Más País evoca fonéticamente a Más Madrid), pero la razón de fondo es la que es, porque no podía ser otra.
* * *
En El Español.
30.9.19
19.9.19
El sanchismo universal
El único movimiento de esta minilegislatura, aparte de la barbita de Casado, ha sido la pirueta final de Rivera: un intento desesperado de ponerse también barbita. Pretendía acabar de un plumazo con su maldición lampiña, pero no ha hecho más que prolongarla. Un gran error fue el de Iglesias en julio, cuando rechazó la bicoca que le ofrecía Sánchez. Y otro gran error ha sido el de Rivera, al evidenciar en el último minuto que su empecinamiento desde el primer minuto había sido un error.
Pero hay que ser justos y reconocer que ambos errores, pese a su enormidad, vienen después del error primigenio: el enormísimo error de Sánchez, que consiste básicamente en ser Sánchez. Un ego desmedido, para empezar, que exigía tratamiento de mayoría absoluta (¡de unanimidad incluso!) a lo que no era más que una exigua mayoría. Un ego además condenado a sí mismo, por su incapacidad para conseguir apoyos (solo una anchoa, en total). Sánchez seduce a Sánchez y considera que solo por eso deberían sentirse seducidos los demás. Empezando por los votantes españoles, a los que les pide que en las nuevas elecciones hablen “más claro”: es decir, que tengan la transparencia del agua para que en ella se refleje la cara del narciso Sánchez.
El nacionalismo y el populismo contagiaron la política española con sus baraturas. Todo ha ido a peor desde tal contagio. El sanchismo surge de ese rebajamiento general del nivel, al que ha imprimido un estilo propio. Su característica principal es el presentismo absoluto: decir hoy lo que le conviene con un énfasis solo comparable al énfasis con que decía ayer lo contrario, que era lo que le convenía entonces. Algo que los políticos han practicado siempre, pero no con tanta asiduidad, tanta radicalidad ni tanto descaro. Iglesias, Rivera y Casado han terminado haciendo lo mismo, pero peor: son meros aprendices de Sánchez. Es la ventaja que tiene Sánchez sobre ellos: entre todos los Sánchez, es ‘el’ Sánchez.
Impera su ley: el “no es no”. Una tautología devastadora, concebida para minar. Sobre ese solar que fundó, Sánchez ha pretendido que los otros echaran sus síes. Inútilmente, como se ha visto: todos se enroscaron en sus “noes”. Solo Rivera pudo haber roto esa lógica nihilista, ofreciéndole al principio lo que le ha ofrecido al final (con más seriedad, con más amplitud, con más sustancia). Así Rivera hubiera roto, de paso, aquel “no” de la militancia de Ferraz que le afectaba: “¡Con Rivera no!”. Habría sido un logro tremendo, pero Rivera era ya demasiado sanchista como para hacer jugadas de largo aliento y beneficiosas para el país.
Conclusión: España necesita salir del sanchismo. Aunque sea con Sánchez.
* * *
En The Objective.
Pero hay que ser justos y reconocer que ambos errores, pese a su enormidad, vienen después del error primigenio: el enormísimo error de Sánchez, que consiste básicamente en ser Sánchez. Un ego desmedido, para empezar, que exigía tratamiento de mayoría absoluta (¡de unanimidad incluso!) a lo que no era más que una exigua mayoría. Un ego además condenado a sí mismo, por su incapacidad para conseguir apoyos (solo una anchoa, en total). Sánchez seduce a Sánchez y considera que solo por eso deberían sentirse seducidos los demás. Empezando por los votantes españoles, a los que les pide que en las nuevas elecciones hablen “más claro”: es decir, que tengan la transparencia del agua para que en ella se refleje la cara del narciso Sánchez.
El nacionalismo y el populismo contagiaron la política española con sus baraturas. Todo ha ido a peor desde tal contagio. El sanchismo surge de ese rebajamiento general del nivel, al que ha imprimido un estilo propio. Su característica principal es el presentismo absoluto: decir hoy lo que le conviene con un énfasis solo comparable al énfasis con que decía ayer lo contrario, que era lo que le convenía entonces. Algo que los políticos han practicado siempre, pero no con tanta asiduidad, tanta radicalidad ni tanto descaro. Iglesias, Rivera y Casado han terminado haciendo lo mismo, pero peor: son meros aprendices de Sánchez. Es la ventaja que tiene Sánchez sobre ellos: entre todos los Sánchez, es ‘el’ Sánchez.
Impera su ley: el “no es no”. Una tautología devastadora, concebida para minar. Sobre ese solar que fundó, Sánchez ha pretendido que los otros echaran sus síes. Inútilmente, como se ha visto: todos se enroscaron en sus “noes”. Solo Rivera pudo haber roto esa lógica nihilista, ofreciéndole al principio lo que le ha ofrecido al final (con más seriedad, con más amplitud, con más sustancia). Así Rivera hubiera roto, de paso, aquel “no” de la militancia de Ferraz que le afectaba: “¡Con Rivera no!”. Habría sido un logro tremendo, pero Rivera era ya demasiado sanchista como para hacer jugadas de largo aliento y beneficiosas para el país.
Conclusión: España necesita salir del sanchismo. Aunque sea con Sánchez.
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En The Objective.
16.9.19
El único Gobierno de derechas posible
El único Gobierno de derechas posible es el del PSOE. El del PSOE sin Podemos, claro. Pedro Sánchez quizá ha cometido el error de no rematar a Pablo Iglesias, al que ha dejado a punto de caramelo. La tarea solo podría culminarla el votante de derechas, votando en masa a Sánchez. Un PSOE con mayoría absoluta: ese es el único gobierno de derechas factible en este país.
Fue muy celebrado un tuit que puse: nuestras derechas son una mesa de tres patas que cojea. Con Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal no hay nada que hacer. El votante de derechas debería asumirlo con deportividad y votar a Sánchez, como único voto útil de derechas en este momento. Admito que tiene aspectos desagradables para el votante de derechas: subidas de impuestos, más gasto público, tonteo con los nacionalistas, expansión del irritante –os/–as en las declaraciones. Pero que no se ponga fino: nada (salvo tal vez lo último) que no haya hecho ya el PP con su voto. A cambio, tendría un Gobierno sólido (sólido y de derechas) como mal menor.
Le he preguntado a un amigo que votó a Podemos y que confiaba en el Gobierno Sánchez-Iglesias que a quién atribuye la culpa de la desunión. Me dice que la reparte entre ambos: el 100% para Sánchez y el 0% para Iglesias. Y que volverá a votar a Iglesias, naturalmente. Me ha parecido una interesante prospección sociológica, porque la mentalidad de mi amigo se me antoja representativa sobre este particular: el PSOE, sin Podemos, es otro partido de derechas (“la derecha civilizada”, como dijo alguien). Iglesias, al cabo, ha salido bien en cuanto a su izquierdismo inmaculado. No se ha ensuciado, como se hubiera ensuciado inevitablemente de haber entrado en el Gobierno, derechizándose. Esta era la manera más efectiva que tenía Sánchez de acabar con Iglesias, que en las nuevas elecciones podría resucitar.
Siempre me acuerdo de un episodio de la burguesía catalana (de cuando la burguesía catalana era lista; no hace mucho: quince años) que me contó una amiga convergente que tuve. La heredera de una riquísima familia se enamoró de un latinoamericano revolucionario y pobre que andaba por Barcelona. Hubo consejo familiar, sin ella, y se decidió darle un alto cargo al chico en la empresa familiar. Al cabo de un año, él se había convertido en uno de ellos –un burguesote sin el charme revolucionata– y la chica lo dejó. Le dieron entonces la patada al latinoamericano y asunto resuelto.
Sánchez podría haber hecho lo mismo con Iglesias convirtiéndolo, no sé, en un Javier de Paz. Pero no se atrevió. La pelota está ahora en el electorado de derechas, que se encuentra ante su gran momento estalinista: si vota masivamente a Sánchez, le da el pioletazo a Iglesias. Y asunto resuelto.
* * *
En El Español.
Fue muy celebrado un tuit que puse: nuestras derechas son una mesa de tres patas que cojea. Con Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal no hay nada que hacer. El votante de derechas debería asumirlo con deportividad y votar a Sánchez, como único voto útil de derechas en este momento. Admito que tiene aspectos desagradables para el votante de derechas: subidas de impuestos, más gasto público, tonteo con los nacionalistas, expansión del irritante –os/–as en las declaraciones. Pero que no se ponga fino: nada (salvo tal vez lo último) que no haya hecho ya el PP con su voto. A cambio, tendría un Gobierno sólido (sólido y de derechas) como mal menor.
Le he preguntado a un amigo que votó a Podemos y que confiaba en el Gobierno Sánchez-Iglesias que a quién atribuye la culpa de la desunión. Me dice que la reparte entre ambos: el 100% para Sánchez y el 0% para Iglesias. Y que volverá a votar a Iglesias, naturalmente. Me ha parecido una interesante prospección sociológica, porque la mentalidad de mi amigo se me antoja representativa sobre este particular: el PSOE, sin Podemos, es otro partido de derechas (“la derecha civilizada”, como dijo alguien). Iglesias, al cabo, ha salido bien en cuanto a su izquierdismo inmaculado. No se ha ensuciado, como se hubiera ensuciado inevitablemente de haber entrado en el Gobierno, derechizándose. Esta era la manera más efectiva que tenía Sánchez de acabar con Iglesias, que en las nuevas elecciones podría resucitar.
Siempre me acuerdo de un episodio de la burguesía catalana (de cuando la burguesía catalana era lista; no hace mucho: quince años) que me contó una amiga convergente que tuve. La heredera de una riquísima familia se enamoró de un latinoamericano revolucionario y pobre que andaba por Barcelona. Hubo consejo familiar, sin ella, y se decidió darle un alto cargo al chico en la empresa familiar. Al cabo de un año, él se había convertido en uno de ellos –un burguesote sin el charme revolucionata– y la chica lo dejó. Le dieron entonces la patada al latinoamericano y asunto resuelto.
Sánchez podría haber hecho lo mismo con Iglesias convirtiéndolo, no sé, en un Javier de Paz. Pero no se atrevió. La pelota está ahora en el electorado de derechas, que se encuentra ante su gran momento estalinista: si vota masivamente a Sánchez, le da el pioletazo a Iglesias. Y asunto resuelto.
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En El Español.
9.9.19
Metafísica del esquí
“¿Tú ves? Una melenita como esa sí”, decía un familiar que ya se ha muerto también mientras cantaba en la tele Camilo Sesto. Sería a finales de los setenta y de aquel mundo, que era el nuestro, ya no existe nada. Solo está en nuestra cabeza, como dice el idealismo filosófico que está incluso el presente. Estaban las melenas rockeras, desordenadas, amenazantes, rupturistas, y estaba la melenita de Camilo Sesto, peinada y compatible con el traje. Una manera de ser moderno y formal. Luego se convertiría en el fantasma de la ópera, en nuestro Michael Jackson, en el punki más inquietante que hemos tenido. Y ahora de nuevo la nobleza de la muerte, esa otra formalidad: la estrafalaria imagen de los últimos años es absuelta y queda la pureza de un ser que se ha ido, su hueco blanco.
Me venía acordando estos días de los pocos recuerdos que tengo de Blanca Fernández Ochoa, pero eran recuerdos trepidantes: un par de bajadas en esquí, a las que asistimos con el corazón en un puño, caídas, frustraciones y una medalla de bronce que sabía a oro por cómo se celebró. Matías Prats Jr. ha contado en el tanatorio algo precioso. Cuando ella vio la tristeza que había por su caída en Calgary, en la que perdió el oro, le quitó importancia para que los demás se sintieran mejor. Es lo mismo que hizo Miguel Indurain tras su hundimiento en Hautacam. Los dos comprendieron que los derrotados grandes son los únicos que tienen la llave del consuelo, y esto es más admirable que cualquier victoria.
Las muertes nos dan ganas de vivir, porque en realidad nos recuerdan la vida, nos despiertan (“recuerde el alma dormida”, decía Jorge Manrique): hacen que volvamos a ver este mundo como un escenario transitorio, una auténtica aventura aunque permanezcamos quietos. “Envejecer, morir”, como escribió Jaime Gil de Biedma, son “las dimensiones del teatro” y “el único argumento de la obra”. Hablo de las muertes más o menos ajenas, que nos dan pena pero no un excesivo dolor. Luego están las de los seres queridos, que dejan la vida sin encanto, porque eran la vida. Este otoño van a coincidir dos ejemplos: las “memorias de amor” de Fernando Savater, La peor parte (Ariel), y Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes en el teatro, con José Sacristán (Bellas Artes). Dos resucitaciones (imposibles) de la amada por las palabras.
Con la muerte de Blanca Fernández Ochoa en la sierra de Madrid me vino este soneto (en alejandrinos y sin rima) que escribió el poeta malagueño José Moreno Villa cuando estaba ya cansado y se imaginaba la muerte (el último blanco) como una bajada. Es como una metafísica del esquí. Imagino a Blanca así, y en otra ladera a Camilo, y a todos los muertos elegantes, por la cara lunar de la tierra mientras los demás seguimos todavía en la solar:
En El Español.
Me venía acordando estos días de los pocos recuerdos que tengo de Blanca Fernández Ochoa, pero eran recuerdos trepidantes: un par de bajadas en esquí, a las que asistimos con el corazón en un puño, caídas, frustraciones y una medalla de bronce que sabía a oro por cómo se celebró. Matías Prats Jr. ha contado en el tanatorio algo precioso. Cuando ella vio la tristeza que había por su caída en Calgary, en la que perdió el oro, le quitó importancia para que los demás se sintieran mejor. Es lo mismo que hizo Miguel Indurain tras su hundimiento en Hautacam. Los dos comprendieron que los derrotados grandes son los únicos que tienen la llave del consuelo, y esto es más admirable que cualquier victoria.
Las muertes nos dan ganas de vivir, porque en realidad nos recuerdan la vida, nos despiertan (“recuerde el alma dormida”, decía Jorge Manrique): hacen que volvamos a ver este mundo como un escenario transitorio, una auténtica aventura aunque permanezcamos quietos. “Envejecer, morir”, como escribió Jaime Gil de Biedma, son “las dimensiones del teatro” y “el único argumento de la obra”. Hablo de las muertes más o menos ajenas, que nos dan pena pero no un excesivo dolor. Luego están las de los seres queridos, que dejan la vida sin encanto, porque eran la vida. Este otoño van a coincidir dos ejemplos: las “memorias de amor” de Fernando Savater, La peor parte (Ariel), y Señora de rojo sobre fondo gris de Miguel Delibes en el teatro, con José Sacristán (Bellas Artes). Dos resucitaciones (imposibles) de la amada por las palabras.
Con la muerte de Blanca Fernández Ochoa en la sierra de Madrid me vino este soneto (en alejandrinos y sin rima) que escribió el poeta malagueño José Moreno Villa cuando estaba ya cansado y se imaginaba la muerte (el último blanco) como una bajada. Es como una metafísica del esquí. Imagino a Blanca así, y en otra ladera a Camilo, y a todos los muertos elegantes, por la cara lunar de la tierra mientras los demás seguimos todavía en la solar:
Por el silencio voy, por su inmensa ladera,* * *
en un fino deslice veloz y sin cesura.
Si fuese así la muerte... Un patinar en hielo,
entre tierra y celaje, amodorrado y laxo.
Casi pisando voy mi dudoso albedrío.
Los puntos cardinales no me sirven de nada.
Y el tiempo es sólo un vago concepto del espacio
entre las lentas combas del adoptado ritmo.
¿Tengo mi voluntad de la rienda? ¡Quimera!
¿No me será posible dejar algo, un acorde,
un versículo puro en que converjan todos?
Voy en la sorda nube que desdeña el ruido.
No puedo más; dejadme en esta magnitud,
en esta desnutrida esencia del silencio.
En El Español.
4.9.19
Drama en gente
Decía Fernando Pessoa que su obra constituía un “drama en gente”. Es decir, no un drama dividido en actos, como en el teatro habitual, sino un drama dividido en las personas (las pessoas) en que Pessoa se dividió. Para una visión acertada del conjunto había que tenerlas en cuenta a todas: Pessoa no sería esta o la otra, sino el campo (¡el escenario!) de sus conjunciones y confrontaciones, de sus tensiones y discrepancias. En realidad, esto ocurre con todo escritor que no ahogue sus voces (ese “contengo multitudes” de que hablaba Walt Whitman, maestro de Pessoa). Lo ejemplar de Pessoa es cómo lo extremó, por medio de su didáctico invento de los heterónimos: a cada faceta de sí mismo, le puso un nombre. Fernando Pessoa era Fernando Pessoas.
Siempre me han sorprendido (y admirado en ocasiones; o pasmado) las personas que logran reducirse a una sola voz. Las mejores tienen potencia, puesto que aquello que encarnan lo encarnan del todo: funcionan como un personaje a tope. Esto no deja de ser una cortesía para con los demás, puesto que nos fomentan el espectáculo a sus expensas. Pero el mecanismo autorreductor es un misterio para mí. ¿Es un ascetismo, una obcecación, una incapacidad? En cualquier caso, incluso estas personas, si no a la multitud de voces interiores, se ven obligadas a asistir a la multitud de voces exteriores. Si no a estar atentas a ellas, al menos a que les consten: saben –tienen que saber– que existen más voces que la suya.
Y este es el ejercicio que propongo para la rentrée política: atenderla como un “drama en gente”. No atenerse al encajonamiento sectario o partidista –que es lo más premiado, en España al menos (mientras una de las dos Españas le hiela al sectario el corazón, la otra le está dando carlorcito)–, sino contemplar el conjunto: la pluralidad de voces, el juego entre las voces; cómo se oponen, se complementan, se afirman y refutan todas a la vez, ensuciándolo todo pero dejando limpia la noción de pluralidad, que es la más valiosa.
Santiago Gerchunoff, en su excelente ensayito Ironía On (Anagrama), analiza, entre otras cosas, la capacidad de la ironía para escindir al sujeto y, por lo tanto, hacer presentes en él varias voces (al menos dos). En la prolongación de este impulso en “la conversación pública de masas”, Gerchunoff invita a apreciar “la riqueza de su vulgaridad expansiva, la profunda complejidad de sus dinámicas que fascinan y hacen discutir sin fin”.
Allá quienes opten por encerrarse en una voz o en un discurso, como nuestros entrañables líderes políticos y sus seguidores (más papistas que el papa con frecuencia). Quedarán dentro del espectáculo, que solo se ve bien desde fuera.
* * *
En The Objective.
Siempre me han sorprendido (y admirado en ocasiones; o pasmado) las personas que logran reducirse a una sola voz. Las mejores tienen potencia, puesto que aquello que encarnan lo encarnan del todo: funcionan como un personaje a tope. Esto no deja de ser una cortesía para con los demás, puesto que nos fomentan el espectáculo a sus expensas. Pero el mecanismo autorreductor es un misterio para mí. ¿Es un ascetismo, una obcecación, una incapacidad? En cualquier caso, incluso estas personas, si no a la multitud de voces interiores, se ven obligadas a asistir a la multitud de voces exteriores. Si no a estar atentas a ellas, al menos a que les consten: saben –tienen que saber– que existen más voces que la suya.
Y este es el ejercicio que propongo para la rentrée política: atenderla como un “drama en gente”. No atenerse al encajonamiento sectario o partidista –que es lo más premiado, en España al menos (mientras una de las dos Españas le hiela al sectario el corazón, la otra le está dando carlorcito)–, sino contemplar el conjunto: la pluralidad de voces, el juego entre las voces; cómo se oponen, se complementan, se afirman y refutan todas a la vez, ensuciándolo todo pero dejando limpia la noción de pluralidad, que es la más valiosa.
Santiago Gerchunoff, en su excelente ensayito Ironía On (Anagrama), analiza, entre otras cosas, la capacidad de la ironía para escindir al sujeto y, por lo tanto, hacer presentes en él varias voces (al menos dos). En la prolongación de este impulso en “la conversación pública de masas”, Gerchunoff invita a apreciar “la riqueza de su vulgaridad expansiva, la profunda complejidad de sus dinámicas que fascinan y hacen discutir sin fin”.
Allá quienes opten por encerrarse en una voz o en un discurso, como nuestros entrañables líderes políticos y sus seguidores (más papistas que el papa con frecuencia). Quedarán dentro del espectáculo, que solo se ve bien desde fuera.
* * *
En The Objective.
2.9.19
'Rentrée'
No vi en directo la sesión extraordinaria del Pleno del Congreso el pasado jueves por la tarde. Era todavía agosto y, cuando terminó la etapa de la Vuelta, salí a pasear por la costa. Me he pasado el mes comprobando diariamente desde el balcón que el mar seguía en su sitio y por lo tanto la promesa de la felicidad: esa felicidad azul, flotante, con el sol tendido encima. Y diariamente he bajado a arrimarme, dos o tres veces cada jornada. Éric Rohmer decía que prefería sacar a los personajes de sus películas en vacaciones, para mostrarlos como eran (o serían) libres de las servidumbres del trabajo. En La virgen de agosto, del rohmeriano Jonás Trueba, la protagonista dice que, justo por eso, en agosto no deberíamos abandonarnos, sino esmerarnos más que nunca en ser nosotros mismos. Es el mes del descanso, pero también el mes sin excusas.
Pero ya estamos en septiembre. Para subrayar mi propósito de profesionalidad en la rentrée, y forzarme al otoño, me he puesto el vídeo completo del Congreso. Ahora bien, lo que yo consideraba que iba a ser penitencial, ha resultado una diversión de primer orden. Me ha parecido espectacular: durísimo, tensísimo, entretenidísimo; parlamentarismo del bueno. Estaban representadas ya todas las voces de la sociedad española (bueno, menos la de los estetas como yo, que nos empecinamos en el sueño de la finura; pero somos pocos, una ruina electoral: los partidos hacen bien en no perder ni un segundo con nosotros), en una batalla campal –o guerra civil con varios frentes– encauzada por la cualidad simbólica del enfrentamiento. La lectura optimista es que la sociedad española está vivísima, es un guirigay vibrante. El pesimismo adviene con la conciencia del resultado estéril; o sea, de la falta de resultado. Al final, las tensiones del Parlamento se parecen a las que hay en el taxi y en el bar, o en Twitter.
Había una tremenda energía acumulada y muchas ganas de hablar. Por eso, aunque se habló del Open Arms, que era el tema fijado, se habló de muchas más cosas; en parte abusivamente. Fue una concentración en unas horas de meses de debate político, con una pujanza que hace lamentar en el fondo que este Parlamento sea provisional. Aunque el que salga de las elecciones casi impepinables de noviembre será muy parecido. Me reconcilié, sí, de repente, con nuestros políticos. Quizá porque los líderes no hablaron y hablaron las lideresas. En cualquier caso, sigo empeñado personalmente en la abstención. El espectáculo se vuelve así más puro, más desprendido. La energía que no gastaré en pensar a quién votar, la dedicaré a la observación.
* * *
En El Español.
Pero ya estamos en septiembre. Para subrayar mi propósito de profesionalidad en la rentrée, y forzarme al otoño, me he puesto el vídeo completo del Congreso. Ahora bien, lo que yo consideraba que iba a ser penitencial, ha resultado una diversión de primer orden. Me ha parecido espectacular: durísimo, tensísimo, entretenidísimo; parlamentarismo del bueno. Estaban representadas ya todas las voces de la sociedad española (bueno, menos la de los estetas como yo, que nos empecinamos en el sueño de la finura; pero somos pocos, una ruina electoral: los partidos hacen bien en no perder ni un segundo con nosotros), en una batalla campal –o guerra civil con varios frentes– encauzada por la cualidad simbólica del enfrentamiento. La lectura optimista es que la sociedad española está vivísima, es un guirigay vibrante. El pesimismo adviene con la conciencia del resultado estéril; o sea, de la falta de resultado. Al final, las tensiones del Parlamento se parecen a las que hay en el taxi y en el bar, o en Twitter.
Había una tremenda energía acumulada y muchas ganas de hablar. Por eso, aunque se habló del Open Arms, que era el tema fijado, se habló de muchas más cosas; en parte abusivamente. Fue una concentración en unas horas de meses de debate político, con una pujanza que hace lamentar en el fondo que este Parlamento sea provisional. Aunque el que salga de las elecciones casi impepinables de noviembre será muy parecido. Me reconcilié, sí, de repente, con nuestros políticos. Quizá porque los líderes no hablaron y hablaron las lideresas. En cualquier caso, sigo empeñado personalmente en la abstención. El espectáculo se vuelve así más puro, más desprendido. La energía que no gastaré en pensar a quién votar, la dedicaré a la observación.
* * *
En El Español.
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