La muerte de David Gistau me ha recordado a la del también periodista Félix Bayón hace catorce años, por la cantidad de cariño que ha desalojado. Ambos eran grandes, imponían y acogían. Digo bien “cantidad”, porque, aunque la calidad ha sido exquisita, la cantidad abruma. Y digo bien “desalojado”, porque, por una especie de principio de Arquímedes, todo ese cariño es un molde cálido del amigo muerto, que lo reconstruye marcando su ausencia: una ausencia llena de lo que ha dejado. (Lo que quizá no he dicho bien ha sido “cariño”, porque era más: fraternidad, amor, admiración, veneración.)
Con Bayón pasó igual. Son personas que cultivan el arte de la amistad, algo que me parece admirable (y casi diré que imposible) desde mi creciente misantropía. Durante años después de la muerte de Bayón me estuve encontrando con personas que tenían una historia, un afecto con él. Ese hilo cotidiano se tensó cuando murió y se convirtió en algo trágico y bellísimo. Son extraños surcos que la vida hace en la muerte, pues el resultado (ya sin el amigo) es más vida, al advenir la conciencia del oro de lo vivido.
Yo no llegué a ser amigo de Gistau (nos saludamos solo algunas veces), pero sí de sus amigos Manuel Jabois, Jorge Bustos, Hughes y Rafa Latorre, que decían de él cuando vivía lo mismo que dicen ahora, hasta con la misma intensidad. Ellos han escrito las mejores columnas (con la de Rosa Belmonte, con la de Rubén Amón, con la de Ignacio Camacho, con la de Arturo Pérez-Reverte, con alguna otra; Suanzes ha hecho una recopilación estupenda). Me emocionó encontrarme en dos de ellas el mismo gesto, que retrata a un hombre. Cuando Bustos tuvo un problema con periodistas del Congreso, Gistau lo esperaba en la puerta para que entrase con él. Cuando Hughes empezó a cubrir los partidos del Bernabéu, Gistau lo acompañaba y lo defendía. Ha habido otros testimonios de esa presencia protectora: favores, aliento.
Y está la risa, claro, la risotada. Otra cosa que compartía con Bayón. De esa tuve una muestra. La última vez que lo vi fue en mayo del año pasado en la presentación de Malaherba, la novela de Jabois. Me dijo que estaba pensando en mudarse a Málaga con su familia. Se acercó un amigo mío de allí, Antonio García Maldonado, quien, por algo que surgió en la conversación, me hizo contar una anécdota que yo había escrito en una columna. Gistau rompió a reír geológicamente, su risa era un manto de lava. Luego mi amigo salió y le dije a Gistau: “Este trabaja en Moncloa escribiéndole discursos a Sánchez”. Y Gistau: “¡Es muy bueno! ¡Qué cabrón!”. Y de nuevo las risas...
De ellas me he estado acordando estos días, y se imponían de un modo extraordinario a la tristeza. Daban ganas de reír más. De la muerte de tíos como Gistau y Bayón se sale con unas ganas tremendas de vivir.
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En El Español.
PD. Homenaje de Luis Herrero con José Luis Garci, Luis Enríquez y Manuel Jabois en su programa de EsRadio.