Hay dos cosas que se han vuelto a poner de moda: la literatura en la que “pasan cosas” y el optimismo. Frente a ambas, desoladoras, hay un antídoto implacable: Thomas Bernhard.
La literatura en la que “pasan cosas” suele ser un coñazo que no hay quien lo aguante. Esa literatura se dice hecha para la diversión, pero en realidad sólo está hecha para que el autor recaude unos euros. Exactamente como pasa con los tunos. La tuna, que es, literalmente, el cachondeo por obligación, no divierte a nadie y su única función acaba siendo que los estólidos tunos se lleven su propina. Lo mismo ocurre con la literatura en la que, al parecer, “pasan cosas”, y en la que, realmente, lo único que pasa es que el autor se lleva unos euros. Ese es el único elemento susceptible de sorpresa y novedad: ¿cuántos euros va a llevarse el autor (¡y el editor!)? ¿A qué cantidad va a ascender su propina? El resto, el contenido de esa literatura en sí, es de lo más aburrido y previsible: y los códigos del viento, las catedrales de sábanas, los pintores de cruasanes y hasta los cursos de literatura para da vincis no son más que cansinas variaciones del “clavelito, clavelito”. Desengañémonos: en España, el único al que se puede leer realmente es a Javier Marías. Y, a nivel internacional (y ya póstumo), aunque traducido al español (¡por Miguel Sáenz!), a Thomas Bernhard. En sus novelas puede que no “pasen cosas”, pero sí que pasa algo: la literatura. Que es, por cierto, el único acontecimiento digno que puede pasar en una página.
Por otro lado está toda esa patulea de optimistas oficiales que responden a los ominosos nombres de Bucay, Coelho o Rojas Marcos y que, con su optimismo oficial, están conduciendo a la humanidad al borde del suicidio. Nada hay más deprimiente e invitador al suicidio que un blando optimista oficial. Salimos de la conferencia de un blando optimista oficial, por ejemplo del gordinflón vestido de negro con toque sport Bucay, y el primer impulso es correr al otorrino para suplicarle una extirpación de oídos que nos impida ser ya susceptibles de volver a escuchar en ninguna otra ocasión futura al gordinflón vestido de negro con toque sport Bucay. Bucay, Coelho y Rojas Marcos atufan el mundo con eso que yo llamo optimismo deprimente. En el lado opuesto estaría Thomas Bernhard, que perfuma el mundo con eso que yo llamo pesimismo exaltante. Una vez propuse un experimento, y cualquier antropólogo que quiera probar científicamente esta división mía no tiene más que llevarlo a la práctica. Se trataría de meter en dos chalets iguales a sendos grupos equivalentes de personas y mantenerlas encerradas en ellos durante, digamos, cien días. A los habitantes del chalet A se les daría como única lectura libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos. A los del chalet B, sólo libros de Thomas Bernhard. Pues bien: afirmo que el índice de suicidios, al cabo de los cien días, sería infinitamente superior en el chalet A. Los habitantes del chalet A andarían pegándose cabezazos contra las paredes, y arrojándose los unos a los otros los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos, de hecho no cesarían de torturarse y descalabrarse los unos a los otros con los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos, y los más afortunados lograrían desarrollar un método para suicidarse autogolpeándose certeramente en la nuca con un libro de Bucay, Coelho o Rojas Marcos, y así poderse librar definitivamente de los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos. Por el contrario, los habitantes del chalet B habrían formado una comunidad carcajeante que comentaría y se intercambiaría con gusto y avidez los libros de Thomas Bernhard, y no querrían que el encierro se acabase nunca, al menos no en tanto a cada uno le quedase todavía algún libro de Thomas Bernhard por leer, y cuando finalmente llegase la hora de salir, lo harían como unas motos y con ganas de comerse el mundo...
Porque este es el secreto; este es, como diría Salinger, el maldito secreto: los libros que nos exaltan no son los que acumulan banalidades con apariencia de acontecimientos, y que no son sino síntomas de una incapacidad cerval para la diversión, sino aquellos en los que el principal acontecimiento es la literatura, que es un acontecimiento que nos divierte muchísimo; no aquellos libros que nos sustituyen la vida por un sucedáneo para que la podamos digerir blandamente, sino los que nos arrojan a la cara, o nos meten por la boca, la indigestibilidad esencial de la vida, para que comprobemos cómo, a pesar de todo, nos la podemos comer, y la digerimos, y hasta nos gusta, y nos carcajeamos por ello, y aprendemos entonces con orgullo que esto que decimos amar ardientemente no es un potito bledine (¡un potito Bucay!), sino un jabalí crudo (¡un jabalí Bernhard!) que sí que merece el nombre de vida.
[Publicado en Kiliedro]