
El lugar elegido fue uno próximo al Jardín de las Delicias. Por allí andaban los Brueghel, con sus multitudes de apestados, las calaveras, los carros de heno, las guadañas. Y justo en el rincón estaba El Cardenal de Rafael. Una tarde me fui con una aguja y la clavé en su pupila izquierda. Aún se ve el agujero, si ustedes se fijan. Es diminutísimo, pero se percibe. A continuación me volví hacia el cuadro que había enfrente y que contiene mi azul favorito: El paso de la laguna Estigia de Patinir.

Con la misma aguja, ya artística, que conservaría en su punta micropartículas de la otra pintura, puncé a la altura del testículo derecho de Caronte (como prefigurando a Armstrong, ciclán del Tour). Lo hice como acto duchampiano y me enorgullezco de ello. Nadie se ha dado cuenta hasta hoy: los especialistas no han tenido ocasión, pues, de exhibir su histerismo. Tampoco fue tan grave: en nada se resintió la percepción retiniana de esas obras (que es lo que satisface a los políticos y al populacho); pero ambas multiplicaron por mil (secretamente) su valor conceptual. También podría interpretarse (aunque no estaba en mi propósito) como una saludable regresión de Rafael hacia el prerrafaelismo: consideremos el tránsito de la aguja. O como una operación de cirugía sutil por la que se injertan células

Pero me quedo con Duchamp. Era tan fino, que también tenía su toque Lubitsch. Le pintó el bigote a La Monalisa, pero no terminó ahí su relación con la obra. Años después distribuyó entre sus amigos unas tarjetas con la imagen original de Leonardo, pero con esta anotación: "Afeitada". (Claro, ya era inevitablemente suya.)