Llegué tarde a Salinger pero llegué bien: justo en el momento. La mujer de la que estaba a punto de enamorarme era salingeriana y quise hacer los deberes. Yo había leído en su día El guardián entre el centeno, pero no me marcó. Me pareció algo así como un Principito sofisticado. Ella era más de los que me faltaban por leer: Franny y Zooey, Nueve cuentos y el doble Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: Una Introducción. Empecé aquel año leyéndolos; más que como literatura, como un jeroglífico: trataba de descifrar en ellos el alma de ella. Una tarea absurda, salingeriana.
En nuestras primera citas hablamos de Salinger. La primera vez que estuve en su casa me prestó En busca de J. D. Salinger, de Ian Hamilton. Ella era bananafish. Me hablaba de la mitología salingeriana. Cómo entre ellos, por ejemplo, era un honor recibir una carta de advertencia del abogado de Salinger por haber hecho un uso indebido de sus textos. Estaba, sobre todo, la mitología de sus cuentos proscritos: aquellos que llegaron a publicarse en revistas pero que Salinger había mandado quitar de la circulación. Una tarde en que me encontraba en mi apartamento de Torremolinos di con todos en internet. Me los fui bajando uno a uno (el proceso era lento entonces) en un estado de excitación. Recuerdo bien aquella tarde. Era marzo y tenía puesto un disco de Nana Caymmi, Desejo. Lo hábil hubiera sido guardarlos y darle la sorpresa en Madrid; pero no pude contenerme y la llamé para adelantarle la noticia. Debí de comprender que estaba enamorado de verdad, porque aquella misma tarde me puse a repasar los mails que me había cruzado con ella, desde hacía meses, y a guardarlos, a salvarlos.
Ella tradujo algunos de aquellos cuentos inéditos, pero tiempo después: cuando ya se había acabado nuestra historia. Me los dio a leer y así hubo un epílogo de Salinger, melancólico. Por cierto, con otro disco brasileño como música de fondo en aquellas jornadas mías post-crepusculares (hoscas, sin sol): Ney Matogrosso interpreta Cartola.
La operación de Salinger, básicamente, consiste en colocar cerebros superdotados en temperamentos menesterosos. En sus cuentos narra los roces de una inteligencia sin asideros. Una inteligencia que es pura herida. Salinger le da voz a la monstruosidad de la adolescencia; nos muestra a adolescentes con lucidez de su situación y con la capacidad de manifestarlo. Entra una cosa y otra, todo aquello me provocó una brutal regresión adolescente. Me vi, avanzada la treintena, ahogado en un lamentable existencialismo de teenager. Fue una desgracia, pero tuvo su gracia. (Aunque no sé por qué hablo en pasado; quizá por coquetería.)
[Publicado en Penúltimos Días]