Fue la primera pintada en la que me fijé, o la primera que recuerdo, y estaba en una tapia camino de la escuela, ante la que pasaba todos los días. Blas Piñar, aborto nuclear se me quedó por su mera fuerza fonética, o por el ritmillo, porque ignoraba su posible significado. A mis doce años no conocía ninguno de sus términos. Si acaso ese Blas, con la ausencia de algún Epi. “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”, sentenció Borges. Y ahora que se ha muerto Blas Piñar me viene aquella pintada con tintes elegíacos. Todas las magdalenas proustianas van hundiéndose en el té. Incluso aquellas incomibles como pedruscos.
Nosotros tenemos la transición, como nuestros mayores tenían el franquismo o el antifranquismo. Sin darnos cuenta, vamos siendo ya un archivo para los que vienen detrás. El otro día un joven se sorprendió cuando le mostré, a propósito del Gamonal, los carteles que José Ramón Sánchez hizo para el PSOE en 1982: aquellos tiempos en que los bulevares sí eran socialdemócratas. También guardamos la memoria de Piñar. Él sí era eso de lo que tanto se habla ahora: un “nacionalista español”. El equivalente real de los Mas, los Otegis, los Urkullus o los Junqueras. Los pesados de la banderita. Los rígidos que, incluso cuando aceptan la democracia, se remiten a una instancia que la excede.
Blas Piñar no la aceptaba, aunque llegó a ser diputado, como lo son los de Bildu. Pienso ahora que su presencia le aportaba credibilidad, en el arco político de entonces, a Fraga. Había algo peor, más desbocado. Piñar fue también una fuerza que, con su estar en contra, actuó en favor de la transición: con él le poníamos cara a lo que no queríamos. Y fuimos aceptando a la derecha porque estaba la ultraderecha. Aunque la transición al final la fueron haciendo casi todos. En mi instituto había un chico de Fuerza Nueva que terminó trabajando en la cadena Ser y en Canal Sur. Era el único al que yo conocía que estuviera con Tejero, con la OTAN y con la energía nuclear.
Así pues, Blas Piñar fue para mí el protagonista de una pintada que, en un momento dado –cuando crecí y me aficioné a la prensa–, se manifestó. También se fueron manifestando lo nuclear y el aborto, sin que la pintada se hiciera más comprensible. Aunque estaba claro que se trataba de un insulto. Nunca nos lo tomamos en serio (salvo por el peligro que pudiera representar) y nunca lo escuchamos realmente. Sus palabras rebotaban de antemano en nuestros oídos. En su contra, también hay que decir que fue de los que siguieron entorpeciendo el vocablo “España”; contribuyó a mantenerlo en la inercia sórdida de la que se aprovecharon los demás nacionalismos.
Me he puesto un vídeo de entonces para aspirar (solo un poco) el aroma de la época. Es el de la intervención de Blas Piñar en la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, el 25 de febrero de 1981. Dos días después del intento de golpe de estado. Con mi mirada de ahora, que en verdad hace aquello menos elegíaco que pop (¿qué fue Tejero sino nuestro Village People?), he hecho dos descubrimientos asombrosos, ambos avant la lettre. El primero, que la oratoria de Blas Piñar, con su gestualidad y su tono, recuerda a la de Julio Anguita. El segundo, que Calvo-Sotelo era clavadito a Risto Mejide. Todo vídeo, con el tiempo, es un cachondeo.
[Publicado en Zoom News]
* * *
PD. Los pesados de la banderita.
30.1.14
28.1.14
Poeta de cabecera
La felicidad lectora es tener un poeta de cabecera. Alguien que ha escrito exactamente las palabras que había que escribir: las que necesitas en un determinado momento. Se produce entonces una comunión con la página que solo se parece al engatusamiento con ciertas canciones. Aunque la poesía va más limpia, y está más articulada; junto con la emoción, contiene más inteligencia. El poeta de cabecera es exclusivo. La identificación con él es tal, que despierta un afán monoteísta. O en todo caso jerárquico, como un Olimpo en que pueden habitar varios dioses pero presididos por Zeus.
Se trata de una presidencia, no obstante, que va mudando con los periodos de la vida. Mi primer poeta de cabecera fue Antonio Machado. Luego han ocupado el puesto Luis Cernuda, Cavafis, Pessoa, Borges, Valente, Gil de Biedma, José María Álvarez, Breton, Eliot, Apollinaire o Luis Antonio de Villena. También Octavio Paz. Y otro mexicano, el que nos dejó el domingo a los setenta y cuatro años: José Emilio Pacheco. Se ha asomado ahora a la prensa española con su muerte, como lo hizo en 2009 cuando le concedieron nuestro máximo galardón literario, el Premio Cervantes.
Los premios y la muerte. O alguna desgracia, o la locura. He ahí el estrecho camino noticiable de un poeta. Pero en sus poemas, el mundo se ensancha. En ellos habita la corriente que va por debajo de la actualidad: el tiempo en sus profundidades, y no en su espuma. ¿Por qué fue mi poeta de cabecera? Creo que por su lucidez, justamente, en cuanto a la percepción del tiempo. Tenía una conciencia de la fugacidad que contemplaba la vida como ya deshaciéndose. Y así también la historia: amarilleando desde el mismo día como un periódico.
Pero su palabra era perdurable, en el momento de la lectura. Las fugacidades se aplacaban con la conciencia de las fugacidades. Y estaba lo que se quiere, de entre lo que se va perdiendo. Sus poesías completas, que llevan el título general, temporal, de Tarde o temprano, son un catálogo de esos amores inevitablemente en retirada: el propio amor y los paisajes, las ciudades y el mar; el sol, la lluvia y la nieve; los animales y los monumentos, piedra trabajada con la carne; la amistad, la ironía y la belleza; las galaxias y los hormigueros; el juego, el aprendizaje. Y el contrapunto de los crímenes, las iniquidades, el dolor. Pero además el placer y la literatura.
Y encontró, después de todo, un consuelo ante la muerte: el relevo; la pervivencia en los que siguen. La eternidad terrena de la generación: en hijos, obras y recuerdos. Los lectores de Pacheco recordamos especialmente estos días el poema que le dedicó a un amigo que se murió joven. Las palabras surgen, en la página, de un paseo por el Bosque de Chapultepec; y con ellas el poeta nos alivia de su propia muerte:
Se trata de una presidencia, no obstante, que va mudando con los periodos de la vida. Mi primer poeta de cabecera fue Antonio Machado. Luego han ocupado el puesto Luis Cernuda, Cavafis, Pessoa, Borges, Valente, Gil de Biedma, José María Álvarez, Breton, Eliot, Apollinaire o Luis Antonio de Villena. También Octavio Paz. Y otro mexicano, el que nos dejó el domingo a los setenta y cuatro años: José Emilio Pacheco. Se ha asomado ahora a la prensa española con su muerte, como lo hizo en 2009 cuando le concedieron nuestro máximo galardón literario, el Premio Cervantes.
Los premios y la muerte. O alguna desgracia, o la locura. He ahí el estrecho camino noticiable de un poeta. Pero en sus poemas, el mundo se ensancha. En ellos habita la corriente que va por debajo de la actualidad: el tiempo en sus profundidades, y no en su espuma. ¿Por qué fue mi poeta de cabecera? Creo que por su lucidez, justamente, en cuanto a la percepción del tiempo. Tenía una conciencia de la fugacidad que contemplaba la vida como ya deshaciéndose. Y así también la historia: amarilleando desde el mismo día como un periódico.
Pero su palabra era perdurable, en el momento de la lectura. Las fugacidades se aplacaban con la conciencia de las fugacidades. Y estaba lo que se quiere, de entre lo que se va perdiendo. Sus poesías completas, que llevan el título general, temporal, de Tarde o temprano, son un catálogo de esos amores inevitablemente en retirada: el propio amor y los paisajes, las ciudades y el mar; el sol, la lluvia y la nieve; los animales y los monumentos, piedra trabajada con la carne; la amistad, la ironía y la belleza; las galaxias y los hormigueros; el juego, el aprendizaje. Y el contrapunto de los crímenes, las iniquidades, el dolor. Pero además el placer y la literatura.
Y encontró, después de todo, un consuelo ante la muerte: el relevo; la pervivencia en los que siguen. La eternidad terrena de la generación: en hijos, obras y recuerdos. Los lectores de Pacheco recordamos especialmente estos días el poema que le dedicó a un amigo que se murió joven. Las palabras surgen, en la página, de un paseo por el Bosque de Chapultepec; y con ellas el poeta nos alivia de su propia muerte:
El otoño era la única deidad.[Publicado en Zoom News]
Renacía
preparando la muerte,
sol poniente
que doraba las hojas secas.
Y como las generaciones de las hojas
son las humanas.
Ahora nos vamos
pero no importa
porque otras hojas
verdecerán en la misma rama.
Contra este triunfo
de la vida perpetua
no vale nada
nuestra mísera muerte.
Aquí estuvimos,
reemplazando a los muertos,
y seguiremos
en la carne y la sangre
de los que lleguen.
27.1.14
23.1.14
Una equidistancia en la que descansar
Meterse con El Roto es como pegarle a un padre: tal es la unanimidad afectiva que se ha formado en su favor. En el mundo de la socialdemocracia (en el que me sitúo; pero yo tengo un pie fuera, y un ojo también) es como un elixir que aspirar para sentirse limpio. Como un volverse a poner un rato la chaqueta de pana, o la de cuero. Para sentir que nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos; y que no somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años. Una agradable sensación. Falaz, naturalmente.
El Roto es bueno. Su trabajo es bueno. Acierta a veces. Incluso con cierta frecuencia. Pero otras se equivoca. Y otras hace algo peor que equivocarse: descansa. Incurre en ese error mortal de halagar a su público. De hecho, lo halaga siempre. Nunca le decepciona. En cada dibujo le da lo que le pide. Quizá sea esta la razón de la unanimidad de que goza. Ofrece un producto con garantía. Jamás sale rana. Su misión es expresar el descontento y lo expresa muy bien. Así, todos contentos.
Aunque a veces la realidad es más incómoda de lo esperado y hay que recurrir a malabarismos. Así lo hizo ayer en su viñeta de El País, que Arcadi Espada ha calificado de “la mejor y más putrefacta descripción de la equidistancia”. Antes se habían fijado en ella mis amigos de Twitter Caballero y Sámuel, resistentes a lo unánime. Y el segundo puso el dedo en la llaga: “Es que el truquillo dialéctico equidistante de estar por encima de ‘los unos y los otros’ no vale si te inventas a ‘los otros’”.
En efecto, la equidistancia sería plausible como resultado, en un caso en que hubiese dos bandos con la misma culpa o empeño; dos bandos de los que conviniese huir igualmente. Pero aquí los dos “bandos”, como también señaló Sámuel (¡fue su día!), no son equivalentes en absoluto: solo uno de los dos no excluye al otro, y acoge las dos banderas sin problema. Por ello, el que quiera echarse en la equidistancia necesita acomodarla previamente: con arreglos como el de El Roto, que en esta ocasión debería haber firmado El Zurcido.
[Publicado en Zoom News]
El Roto es bueno. Su trabajo es bueno. Acierta a veces. Incluso con cierta frecuencia. Pero otras se equivoca. Y otras hace algo peor que equivocarse: descansa. Incurre en ese error mortal de halagar a su público. De hecho, lo halaga siempre. Nunca le decepciona. En cada dibujo le da lo que le pide. Quizá sea esta la razón de la unanimidad de que goza. Ofrece un producto con garantía. Jamás sale rana. Su misión es expresar el descontento y lo expresa muy bien. Así, todos contentos.
Aunque a veces la realidad es más incómoda de lo esperado y hay que recurrir a malabarismos. Así lo hizo ayer en su viñeta de El País, que Arcadi Espada ha calificado de “la mejor y más putrefacta descripción de la equidistancia”. Antes se habían fijado en ella mis amigos de Twitter Caballero y Sámuel, resistentes a lo unánime. Y el segundo puso el dedo en la llaga: “Es que el truquillo dialéctico equidistante de estar por encima de ‘los unos y los otros’ no vale si te inventas a ‘los otros’”.
En efecto, la equidistancia sería plausible como resultado, en un caso en que hubiese dos bandos con la misma culpa o empeño; dos bandos de los que conviniese huir igualmente. Pero aquí los dos “bandos”, como también señaló Sámuel (¡fue su día!), no son equivalentes en absoluto: solo uno de los dos no excluye al otro, y acoge las dos banderas sin problema. Por ello, el que quiera echarse en la equidistancia necesita acomodarla previamente: con arreglos como el de El Roto, que en esta ocasión debería haber firmado El Zurcido.
[Publicado en Zoom News]
21.1.14
La tiranía de los tristes
No es poco mérito el de Fernando Savater, al que ahora de jubilado le regañan por lo mismo por lo que le regañaban de joven: por mostrarse lúdico y frívolo. La tenaza que tenía cogida a la filosofía española (y que sigue teniendo en parte), con el tomismo en un lado y el marxismo en el otro, no permitía risas. Sobre todo, risas contra ellos.
La palabra de moda entonces era compromiso, y sus apóstoles acusaban de eludirlo a Savater y a los demás nietzscheanos que habían entrado soltando carcajadas. Pero ha pasado el tiempo y una verdad regocijante asoma: aquellos predicadores del compromiso han llevado una vida política sin problemas, mientras que Savater ha tenido que estar muchos años con escolta. El frívolo ha resultado el más efectivamente comprometido de todos. Y además, para fastidiarles, sin renunciar a la diversión.
El sábado volvieron a afearle la conducta en La Sexta (¡en La Sexta!), donde lo sometieron a una especie de tercer grado a propósito de lo que declaró hace unos años de que se había divertido gracias al terrorismo (aquí, a partir del minuto 7:40). Se refería, obviamente, al estímulo de la lucha contra los terroristas y sus secuaces; pero las monjitas y los monaguillos se llevaron las manos a la cabeza. Y no me extrañaría que algún cura con txapela lo hubiera hecho también. De hecho, uno de los impresentables que se manifestaron en Bilbao en favor de los presos etarras ya había tachado a Savater de “bromista” el día antes en el Deia...
Al final, la derrota de ETA, a la que Savater ha contribuido notablemente (aunque conviene no abusar del pretérito, por si las moscas), tiene una dimensión particularizada en el propio Savater: ETA no ha podido derrotarle el ánimo. Como tampoco podrán los tristes que tratan de imponer su tiranía. Esos tristes que no solo no actúan y luego se quejan. Sino que encima también se quejan del que ha actuado, si se lo ha pasado bien.
[Publicado en Zoom News]
La palabra de moda entonces era compromiso, y sus apóstoles acusaban de eludirlo a Savater y a los demás nietzscheanos que habían entrado soltando carcajadas. Pero ha pasado el tiempo y una verdad regocijante asoma: aquellos predicadores del compromiso han llevado una vida política sin problemas, mientras que Savater ha tenido que estar muchos años con escolta. El frívolo ha resultado el más efectivamente comprometido de todos. Y además, para fastidiarles, sin renunciar a la diversión.
El sábado volvieron a afearle la conducta en La Sexta (¡en La Sexta!), donde lo sometieron a una especie de tercer grado a propósito de lo que declaró hace unos años de que se había divertido gracias al terrorismo (aquí, a partir del minuto 7:40). Se refería, obviamente, al estímulo de la lucha contra los terroristas y sus secuaces; pero las monjitas y los monaguillos se llevaron las manos a la cabeza. Y no me extrañaría que algún cura con txapela lo hubiera hecho también. De hecho, uno de los impresentables que se manifestaron en Bilbao en favor de los presos etarras ya había tachado a Savater de “bromista” el día antes en el Deia...
Al final, la derrota de ETA, a la que Savater ha contribuido notablemente (aunque conviene no abusar del pretérito, por si las moscas), tiene una dimensión particularizada en el propio Savater: ETA no ha podido derrotarle el ánimo. Como tampoco podrán los tristes que tratan de imponer su tiranía. Esos tristes que no solo no actúan y luego se quejan. Sino que encima también se quejan del que ha actuado, si se lo ha pasado bien.
[Publicado en Zoom News]
18.1.14
17.1.14
16.1.14
Líneas rojas
Hay ganillas de marcha revolucionaria, y los que se dedican profesionalmente a la izquierda (mediante la política, las columnas o las tertulias) ven un adoquín levantado y se ponen cachondos. Está de moda decir que Marx vuelve a estar de moda, y todo se interpreta como un signo de que el Capitalismo está a punto de estallar. Lo cual, por cierto, sería un palo para los comunistas chinos, ahora que le han cogido el truco...
Pero si yo ansiara la revolución, en realidad estaría preocupado: las causas por las que se soliviantan los españoles son más bien tirando a reaccionarias. Como ha mostrado Cristina Sánchez en Zoom News, habría, en efecto, contundentes razones para una movilización en el Gamonal. Pero España no es país que se movilice por esas cosas, sino que incluso las premia: nunca se recordará lo suficiente la sucesión de mayorías absolutas que en Marbella obtuvo Gil y Gil. Estoy más con Cristian Campos, que conoce el alma del pueblo y ha señalado como causa de las protestas la defensa reptiliana del parking.
Se trata de una defensa que comprendo perfectamente, porque dar vueltas y vueltas en busca de aparcamiento constituye uno de los grandes suplicios cotidianos. En cada barrio hay un delicadísimo equilibrio de automóviles y huecos, y cualquier achique supone un cataclismo. Las protestas, pues, me parecen legítimas. Pero ver en ello el motor (nunca mejor dicho) de la revolución es propio de analistas algo extraviados.
Nuestros activistas no caen en que la revolución que aquí atisban tendría un carácter eminentemente burgués (y natural de Burgos), cuyo sujeto revolucionario ni siquiera sería el españolito de a pie, sino el españolito con cochecito. Quién iba a decirles a aquellos concursantes del Un, dos, tres que sus herederos terminarían siendo percibidos como bolcheviques. Ahora que el bulevar ha quedado en suspenso, podría acercarse Gaspar Llamazares a tocar con el claxon La Internacional.
Las líneas rojas del pueblo no son las revolucionarias, no. Solo salta de verdad cuando amenazan con quitarle el aparcamiento, o cuando le cierran un canal de televisión, o cuando corre el peligro de desaparecer su equipo de fútbol. Cierto que también se manifiesta a veces por la educación, por la sanidad, incluso por las condiciones laborales. Pero lo que no permite que le toquen es el parking y el circo.
[Publicado en Zoom News]
Pero si yo ansiara la revolución, en realidad estaría preocupado: las causas por las que se soliviantan los españoles son más bien tirando a reaccionarias. Como ha mostrado Cristina Sánchez en Zoom News, habría, en efecto, contundentes razones para una movilización en el Gamonal. Pero España no es país que se movilice por esas cosas, sino que incluso las premia: nunca se recordará lo suficiente la sucesión de mayorías absolutas que en Marbella obtuvo Gil y Gil. Estoy más con Cristian Campos, que conoce el alma del pueblo y ha señalado como causa de las protestas la defensa reptiliana del parking.
Se trata de una defensa que comprendo perfectamente, porque dar vueltas y vueltas en busca de aparcamiento constituye uno de los grandes suplicios cotidianos. En cada barrio hay un delicadísimo equilibrio de automóviles y huecos, y cualquier achique supone un cataclismo. Las protestas, pues, me parecen legítimas. Pero ver en ello el motor (nunca mejor dicho) de la revolución es propio de analistas algo extraviados.
Nuestros activistas no caen en que la revolución que aquí atisban tendría un carácter eminentemente burgués (y natural de Burgos), cuyo sujeto revolucionario ni siquiera sería el españolito de a pie, sino el españolito con cochecito. Quién iba a decirles a aquellos concursantes del Un, dos, tres que sus herederos terminarían siendo percibidos como bolcheviques. Ahora que el bulevar ha quedado en suspenso, podría acercarse Gaspar Llamazares a tocar con el claxon La Internacional.
Las líneas rojas del pueblo no son las revolucionarias, no. Solo salta de verdad cuando amenazan con quitarle el aparcamiento, o cuando le cierran un canal de televisión, o cuando corre el peligro de desaparecer su equipo de fútbol. Cierto que también se manifiesta a veces por la educación, por la sanidad, incluso por las condiciones laborales. Pero lo que no permite que le toquen es el parking y el circo.
[Publicado en Zoom News]
14.1.14
Lo que dije en Málaga
La semana pasada Málaga, que es mi ciudad, fue la capital de la columna de opinión, gracias al encuentro organizado por la Fundación Manuel Alcántara, el director del mismo, Teodoro León Gross, tuvo la amabilidad de invitarme. Lo digo como si tal cosa, pero es la primera vez que me veo en un cartel así.
Aunque he escrito artículos para otros medios (actualmente lo hago también para Jot Down), columnismo es lo que hago en Zoom News. Por eso, el día de mi intervención quise llevar la que considero mi camisa corporativa: esa con la que aparezco ahí arriba en la foto. Sacrificando mi imagen, porque lo cierto es que he engordado y me estaba un tanto ajustada. (¡Estas subjetividades son un rasgo columnístico, como se repitió en las sesiones!).
Mi mesa tenía como lema El artículo, de Larra al 2.0, y participamos Arcadi Espada, Clara Grima, Juan Soto Ivars, María Angulo (la moderadora) y yo. Antes de entrar en debate, cada uno debía hacer una exposición de cinco minutos. Y para homenajear al género que analizábamos, he decidido convertir lo que dije (y lo que me dejé a medias, según lo recuerdo) en columna. O en dos tercios, que es lo que me queda para completar. (El aprovechamiento de la experiencia es otro de los rasgos columnísticos).
Para mí el salto de Larra al 2.0 se ha producido con absoluta naturalidad. He sido lector de Larra y de los grandes articulistas, en sus periódicos y en sus libros, y ahora yo mismo escribo artículos en internet. Entre una cosa y otra no ha habido ningún paso intermedio: no soy periodista ni he pisado jamás la redacción de un periódico.
Mi única experiencia con la prensa de papel fue cuando, a los diecisiete años, me publicaron en el diario Sur una carta al director. Día de una emoción incomparable. Luego publiqué algunas cartas más en otros periódicos. Y lo que hago ahora con mis columnas, me doy cuenta, es seguir escribiendo en cierto modo cartas al director.
Otros columnistas, como David Gistau y Manuel Jabois, defendieron un columnismo que tenga sus raíces en el reporterismo. Su ideal es el columnista que se mantiene en contacto con la noticia y la calle, cuya contrafigura sería el “columnista de batín”. Pues bien: yo soy ese columnista de batín. Yo soy el malo de la película. Yo no estoy en contacto directo con la noticia, ni tengo acceso a las fuentes de información.
Lo que yo hago es lo mismo que los lectores: leer periódicos. Solo que, como luego analizo mis lecturas y escribo sobre ellas, soy algo así como un lector de periódicos en acción. En una de las novelas de Georges Simenon, el comisario Maigret se va de vacaciones con su esposa. En su ausencia se comete un crimen en París y, como ha prometido no trabajar, se dedica solo a leer lo que la prensa va diciendo del caso. Y solo con eso lo resuelve. Esa sería más o menos mi tarea; aunque, naturalmente, sin llegar a resolver los casos.
Se trata de una tarea de segundo grado, y que depende, claro está, del trabajo previo de los periodistas (o de los detectives, en el caso mencionado de Maigret). Pero Arcadi Espada nos ha enseñado que el periodismo constituye en sí una de las manifestaciones de la actualidad. Y tomándolo como síntoma y analizándolo, podemos acceder también a ella.
Por lo demás, hoy en día el columnista de batín no está en su cuarto aislado: sino conectado a internet. En este encuentro, la sala prorrumpió en un aplauso cuando se dijo que estábamos siendo trending topic en Twitter. O sea, el mundo real le rindió pleitesía al mundo virtual. El columnista de batín está, por tanto, conectado a un mundo que compite con el real; y con el cual el real compite.
Mi actitud hacia las nuevas tecnologías, en cualquier caso, intenta ser natural. No tengo ansiedad por las novedades, e incluso me gusta ir un poco rezagado, paladeando el mundo que se despide; pero cuando las novedades se han impuesto, las acojo sin problema. Lo que no cambia es lo que para mí es lo fundamental de las columnas, sean en papel o digitales: la escritura. En este sentido, entre Larra y el 2.0 encuentro una absoluta continuidad. Si acaso, la presencia de los lectores, el roce con ellos, erotiza y dinamiza la escritura. La vuelve eléctrica.
(Esta reconstrucción me ha salido más larga de lo habitual, y esto no es propio del columnismo, que debe atenerse a una medida fija; aunque sí ilustra un rasgo de la prensa online: la elasticidad de las extensiones).
[Publicado en Zoom News]
Aunque he escrito artículos para otros medios (actualmente lo hago también para Jot Down), columnismo es lo que hago en Zoom News. Por eso, el día de mi intervención quise llevar la que considero mi camisa corporativa: esa con la que aparezco ahí arriba en la foto. Sacrificando mi imagen, porque lo cierto es que he engordado y me estaba un tanto ajustada. (¡Estas subjetividades son un rasgo columnístico, como se repitió en las sesiones!).
Mi mesa tenía como lema El artículo, de Larra al 2.0, y participamos Arcadi Espada, Clara Grima, Juan Soto Ivars, María Angulo (la moderadora) y yo. Antes de entrar en debate, cada uno debía hacer una exposición de cinco minutos. Y para homenajear al género que analizábamos, he decidido convertir lo que dije (y lo que me dejé a medias, según lo recuerdo) en columna. O en dos tercios, que es lo que me queda para completar. (El aprovechamiento de la experiencia es otro de los rasgos columnísticos).
Para mí el salto de Larra al 2.0 se ha producido con absoluta naturalidad. He sido lector de Larra y de los grandes articulistas, en sus periódicos y en sus libros, y ahora yo mismo escribo artículos en internet. Entre una cosa y otra no ha habido ningún paso intermedio: no soy periodista ni he pisado jamás la redacción de un periódico.
Mi única experiencia con la prensa de papel fue cuando, a los diecisiete años, me publicaron en el diario Sur una carta al director. Día de una emoción incomparable. Luego publiqué algunas cartas más en otros periódicos. Y lo que hago ahora con mis columnas, me doy cuenta, es seguir escribiendo en cierto modo cartas al director.
Otros columnistas, como David Gistau y Manuel Jabois, defendieron un columnismo que tenga sus raíces en el reporterismo. Su ideal es el columnista que se mantiene en contacto con la noticia y la calle, cuya contrafigura sería el “columnista de batín”. Pues bien: yo soy ese columnista de batín. Yo soy el malo de la película. Yo no estoy en contacto directo con la noticia, ni tengo acceso a las fuentes de información.
Lo que yo hago es lo mismo que los lectores: leer periódicos. Solo que, como luego analizo mis lecturas y escribo sobre ellas, soy algo así como un lector de periódicos en acción. En una de las novelas de Georges Simenon, el comisario Maigret se va de vacaciones con su esposa. En su ausencia se comete un crimen en París y, como ha prometido no trabajar, se dedica solo a leer lo que la prensa va diciendo del caso. Y solo con eso lo resuelve. Esa sería más o menos mi tarea; aunque, naturalmente, sin llegar a resolver los casos.
Se trata de una tarea de segundo grado, y que depende, claro está, del trabajo previo de los periodistas (o de los detectives, en el caso mencionado de Maigret). Pero Arcadi Espada nos ha enseñado que el periodismo constituye en sí una de las manifestaciones de la actualidad. Y tomándolo como síntoma y analizándolo, podemos acceder también a ella.
Por lo demás, hoy en día el columnista de batín no está en su cuarto aislado: sino conectado a internet. En este encuentro, la sala prorrumpió en un aplauso cuando se dijo que estábamos siendo trending topic en Twitter. O sea, el mundo real le rindió pleitesía al mundo virtual. El columnista de batín está, por tanto, conectado a un mundo que compite con el real; y con el cual el real compite.
Mi actitud hacia las nuevas tecnologías, en cualquier caso, intenta ser natural. No tengo ansiedad por las novedades, e incluso me gusta ir un poco rezagado, paladeando el mundo que se despide; pero cuando las novedades se han impuesto, las acojo sin problema. Lo que no cambia es lo que para mí es lo fundamental de las columnas, sean en papel o digitales: la escritura. En este sentido, entre Larra y el 2.0 encuentro una absoluta continuidad. Si acaso, la presencia de los lectores, el roce con ellos, erotiza y dinamiza la escritura. La vuelve eléctrica.
(Esta reconstrucción me ha salido más larga de lo habitual, y esto no es propio del columnismo, que debe atenerse a una medida fija; aunque sí ilustra un rasgo de la prensa online: la elasticidad de las extensiones).
[Publicado en Zoom News]
8.1.14
Encuentro de columnistas
Voy a participar en el encuentro de columnistas que va a tener lugar en Málaga el jueves y el viernes. (Lo mío es el viernes).
7.1.14
Todo el peso del año
El 7 de enero es el primer día real del año. Y a estas alturas el año está ya seriamente tocado, con los propósitos desmoronados o a punto de desmoronarse. En España nos mata este tiempo tonto entre las uvas y el roscón, esta bolsa inicial de días que oficialmente son nuevos pero en los que no se puede emprender nada.
El día 1 va lastrado por la resaca de la Nochevieja y esa crudeza inicial del almanaque. El 2, el 3 y el 4 son de locura de tiendas y de agotar los polvorones, las gambas frías y los restos sin burbujas del champán. El 5, la terrible cabalgata y la carnavalada de los padres. Y el 6, las comidas familiares con los renacuajos dopados de juguetes, y al anochecer las calles entorpecidas por los envoltorios. Uno llega al 7 muerto, y con escasas posibilidades de resurrección.
Para entonces, además, el calendario suele haberse descolgado de la pared. Los meses siguientes irán arrimando el hombro según vayan pasando y podrán con los que quedan. Pero enero está solo. Su hoja no puede con todo el peso del año y una mañana de los primeros días nos lo encontramos en el suelo, como un diciembre prematuro. Le ponemos como tirita un adhesivo de refuerzo, y lo volvemos a colgar. Ya no suele caerse, hasta que le auxilie febrero.
Quizá este aviso sea el que más valga. La noticia doméstica del calendario, como símbolo moral. Pesa demasiado el año sin hacer. El año crudo y aún casi sin bocados. Una bola tremenda que nos abruma. Nos adentramos en él como buzos en un mar excesivo. La idea del tiempo ajeno, en el que no estamos aún. Quizá estos seis primeros días tengan como propósito hacérnoslo habitable.
Para cuando empieza el año verdadero nos encontramos entre los cómodos muebles de nuestra incompetencia, arropados por nuestro fracaso reconocible. Íbamos a despedirnos de nosotros mismos pero aquí seguimos. Todavía a tiempo de esconder los propósitos de año nuevo en la caja, con los demás trastos de la Navidad.
[Publicado en Zoom News]
El día 1 va lastrado por la resaca de la Nochevieja y esa crudeza inicial del almanaque. El 2, el 3 y el 4 son de locura de tiendas y de agotar los polvorones, las gambas frías y los restos sin burbujas del champán. El 5, la terrible cabalgata y la carnavalada de los padres. Y el 6, las comidas familiares con los renacuajos dopados de juguetes, y al anochecer las calles entorpecidas por los envoltorios. Uno llega al 7 muerto, y con escasas posibilidades de resurrección.
Para entonces, además, el calendario suele haberse descolgado de la pared. Los meses siguientes irán arrimando el hombro según vayan pasando y podrán con los que quedan. Pero enero está solo. Su hoja no puede con todo el peso del año y una mañana de los primeros días nos lo encontramos en el suelo, como un diciembre prematuro. Le ponemos como tirita un adhesivo de refuerzo, y lo volvemos a colgar. Ya no suele caerse, hasta que le auxilie febrero.
Quizá este aviso sea el que más valga. La noticia doméstica del calendario, como símbolo moral. Pesa demasiado el año sin hacer. El año crudo y aún casi sin bocados. Una bola tremenda que nos abruma. Nos adentramos en él como buzos en un mar excesivo. La idea del tiempo ajeno, en el que no estamos aún. Quizá estos seis primeros días tengan como propósito hacérnoslo habitable.
Para cuando empieza el año verdadero nos encontramos entre los cómodos muebles de nuestra incompetencia, arropados por nuestro fracaso reconocible. Íbamos a despedirnos de nosotros mismos pero aquí seguimos. Todavía a tiempo de esconder los propósitos de año nuevo en la caja, con los demás trastos de la Navidad.
[Publicado en Zoom News]
2.1.14
Optimismo antropológico
Dejé 2013 con un canto al pesimismo, pero empieza 2014 y ya tengo prisa por contradecirme. Es que he encontrado un motivo para el optimismo, exactamente para el optimismo más difícil de todos: el antropológico. Y lo he encontrado en el lugar menos previsible también: el de los nacionalistas. Esto tiene mérito, porque los nacionalistas eran para mí la mayor causa de pesimismo antropológico, junto con los torturadores y los tunos (entre estos dos la diferencia es solo de grado, en beneficio de los primeros).
Pero de pronto los nacionalistas han pasado a ser motivo de optimismo. Rebuscando muy en el fondo, eso sí, y aplicándose ufanamente al razonamiento. Se llega a ello, de nuevo de manera paradójica, mediante el aspecto más picajoso (¡y extenuante!) de los nacionalistas. Cualquiera que se haya visto metido en una discusión con un nacionalista catalán o un nacionalista vasco, y yo soy abundoso en la experiencia, ha sido acusado de ser “nacionalista español”. El de “nacionalista español” es, de hecho, el mayor insulto que se les ocurre (si acaso con el de “franquista”, que viene a ser lo mismo para ellos). Da igual que uno diga que uno no es nacionalista español (¡ni mucho menos franquista!); y da igual que uno repita lo de Rafael Sánchez Ferlosio: que no es que no le guste el Barça y por eso tenga que ser del Madrid, sino que lo que no le gusta el fútbol... En su cabeza no cabe. Si se está en contra del nacionalismo vasco o catalán, se es necesariamente nacionalista español. Y se acabó la historia.
Pero es en este callejón sin salida, en estas pegajosas arenas movedizas (¡que no se mueven!), donde yo he encontrado la razón para el optimismo. En efecto, si a un nacionalista el mayor insulto que se le ocurre es el de “nacionalista” (quedémonos con la sustancia, prescindiendo de los accidentes), es porque en el fondo sabe que ser nacionalista es lo peor. En él, por lo tanto, no está obturado del todo el acceso a la fuente moral. Su comportamiento, ciertamente, se desvía de ella; y su autoconocimiento también. Pero cuando, en el punto más caliente de una discusión, acusa al otro de ser lo que es él mismo, es decir, “nacionalista”, está reconociendo que serlo es algo bajo; algo con lo que insultar. Y ese reconocimiento tácito sitúa al nacionalista en nuestro bando antinacionalista: está con nosotros, en su derrota.
[Publicado en Zoom News]
Pero de pronto los nacionalistas han pasado a ser motivo de optimismo. Rebuscando muy en el fondo, eso sí, y aplicándose ufanamente al razonamiento. Se llega a ello, de nuevo de manera paradójica, mediante el aspecto más picajoso (¡y extenuante!) de los nacionalistas. Cualquiera que se haya visto metido en una discusión con un nacionalista catalán o un nacionalista vasco, y yo soy abundoso en la experiencia, ha sido acusado de ser “nacionalista español”. El de “nacionalista español” es, de hecho, el mayor insulto que se les ocurre (si acaso con el de “franquista”, que viene a ser lo mismo para ellos). Da igual que uno diga que uno no es nacionalista español (¡ni mucho menos franquista!); y da igual que uno repita lo de Rafael Sánchez Ferlosio: que no es que no le guste el Barça y por eso tenga que ser del Madrid, sino que lo que no le gusta el fútbol... En su cabeza no cabe. Si se está en contra del nacionalismo vasco o catalán, se es necesariamente nacionalista español. Y se acabó la historia.
Pero es en este callejón sin salida, en estas pegajosas arenas movedizas (¡que no se mueven!), donde yo he encontrado la razón para el optimismo. En efecto, si a un nacionalista el mayor insulto que se le ocurre es el de “nacionalista” (quedémonos con la sustancia, prescindiendo de los accidentes), es porque en el fondo sabe que ser nacionalista es lo peor. En él, por lo tanto, no está obturado del todo el acceso a la fuente moral. Su comportamiento, ciertamente, se desvía de ella; y su autoconocimiento también. Pero cuando, en el punto más caliente de una discusión, acusa al otro de ser lo que es él mismo, es decir, “nacionalista”, está reconociendo que serlo es algo bajo; algo con lo que insultar. Y ese reconocimiento tácito sitúa al nacionalista en nuestro bando antinacionalista: está con nosotros, en su derrota.
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