Estoy a punto de cumplir cincuenta años y para mí ya todo es fecha. Cincuenta. A esta edad se suicidó Gabriel Ferrater. Lo había prometido: no quería oler a viejo. Metió la cabeza en una bolsa de plástico, como si fuese basura, y se asfixió. En cambio, Ernst Jünger anotó al cumplirlos: “Es la mitad de la vida, si no se la mide con la vara, sino que se la pesa con la balanza”. Al final rozó los ciento tres, por lo que medida con la vara era menos de la mitad.
A los diez años me mudé de barrio y todo empezó de nuevo. Los veinte quise cumplirlos en El Escorial, con ambición, pero era lunes y lo pillé cerrado. En los treinta me encontraba en forma: subía montes en bici como el “ciclista ético” de Duchamp. El día de mis cuarenta me sentí aligerado: de ser un viejo treintañero pasé a ser un joven cuarentón; aquella tarde volví a ver Ordet, que trata del resucitar. Los cincuenta me llegan con una sensación de fracaso en todos los frentes. (Aunque la cosa, por supuesto, no va a quedar así).
Los cincuenta son también una unidad de medida histórica: la mitad de un siglo, por lo que uno mismo puede ponerse como segmento temporal. Esto que tengo ahora en la cabeza y en mi cuerpo, la experiencia, como una escala vivida. Sumándome puedo hacerme cargo de todo.
Y más esa mujer, Emma Morano, la última decimonónica: una secuoya humana. Rubén Darío contaba en sus memorias que en Extremadura se encontró con un anciano que hablaba de un tal “Pepito”. Ese Pepito era Espronceda, muerto en 1842. Pero el tiempo no para y toda sorpresa es transitoria. Darío murió hace cien años, el doble (solo el doble) de mi inminente edad.
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En The Objective.