“Mi futura esposa”. De repente me he fijado en la expresión. Qué potencia aún la de la palabra futuro: se abre paso por el contexto prosaico, la previsible ceremonia y las celebraciones –el mismo hombre diciendo luego “la parienta”–, y deja en ella un destello de ciencia ficción, algo inasible, metálico, robótico. Y eso que se aplica a una mujer de carne y hueso, con la que nos vamos a casar. Imaginen que se refiere a una desconocida, de la que ni siquiera sabemos que existe o que vaya a existir. Mi futura esposa. Mi esposa futura.
Auguro amores verdaderos con las robots. ¿Cómo no vamos a amarlas, si lo van a tener todo y vamos a poder hacerlo todo con ellas, si hemos amado cosas con las que no podíamos tener ni hacer nada? Gil de Biedma escribió de “esas horas miserables / en que nos hacen compañía / hasta las manchas de nuestro traje”. Y yo mismo me sentí acompañado muchas noches en Ibiza por una gotera de mi habitación, que cuando desapareció me dejó más solo. Por no hablar de las socorridas almohadas...
Antes estuvieron las muñecas hinchables, a las que no tuve el gusto de conocer. Billy Wilder no se ahorró un chiste con un viejecillo que corría desesperado con una: “¡Mi pareja ha sufrido un escape!”. Y estuvieron y están los maniquíes, con los que solo he cruzado miradas. Al amor por uno, por una, dedicó Berlanga Tamaño natural. El hombre se termina arrojando al Sena con ella; y ella (solo ella) sale a flote.
Pero yo esperaré a las robots: la Eva futura; la Beatriz y la Laura que, aunque aún no hayan nacido, ya sabemos que no van a morir. Dejaremos este mundo y seguirán ellas (aunque después qué será de ellas).
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En The Objective.