Le Pen y Mélenchon: la nueva pareja estrafalaria. Guatemala y Guatepeor (o al revés). Escribo antes de conocer los resultados de la primera vuelta de las presidenciales francesas. Si pasan los dos, el desastre. Si pasa uno solo, aún habrá salida. De momento. El mundo parece haberse convertido en una bomba de relojería. Está como impaciente por no llegar entero al centenario del final de la Primera Guerra Mundial, que será el año que viene. El escarmiento no ha durado ni un siglo (o menos, si contamos la Segunda).
En el centenario del comienzo se publicó el libro de Margaret MacMillan 1914. De la paz a la guerra (ed. Turner), que documenta exhaustivamente los hilos que, desde el siglo XIX y el comienzo del XX, desembocan en la Gran Guerra. Justo en un momento en que Occidente estaba en su esplendor, en pleno progreso y con un optimismo desaforado en el futuro. MacMillan no es determinista: incluye en su análisis la importancia del elemento biográfico, es decir, del papel de los dirigentes, que pueden actuar en una u otra dirección. Una de las virtudes del libro es su galería de retratos: los esbozos, que van saliendo al paso de acuerdo con el relato, de los veinte o treinta personajes que cortaban el bacalao en la época. Eran, por lo general, unos fantoches.
Cuando leí el libro el mundo estaba más alejado que ahora de ese panorama. En menos de cuatro años, se ha aproximado peligrosísimamente: como si, en verdad, al cabo de un siglo se hubiera deshecho algún encantamiento. Los gobiernos democráticos empiezan a saturarse de fantoches también (los no democráticos o los dudosamente democráticos ya lo estaban). Y con una novedad: en la presidencia de la democracia más poderosa hay por primera vez un mamarracho equiparable al zar o el káiser del 14. Y con mayor capacidad ejecutiva de la que tenían estos, por cierto: al fin y al cabo, el pueblo le ha dado el poder.
El papel del pueblo, de los pueblos, en el estallido de la Primera Guerra Mundial es otro de los aspectos inquietantes. Según cuenta MacMillan, los dirigentes estaban acostumbrados a llegar al límite en sus bravuconadas, pero sin traspasarlo en la mayoría de las ocasiones. Hasta que cobró fuerza un actor nuevo: la prensa (con su derivado, la opinión pública), que los empujó a traspasar el límite, sin capacidad de retorno. La combinación del juego de los dirigentes con el empuje de la prensa y la opinión pública resultó letal.
Con todo, cuesta trabajo ser catastrofista. Pese al ascenso de los fantoches, escribo esto con un fondo de optimismo todavía. El dato pesimista es que antes de la Primera Guerra Mundial –como he apuntado– también imperaba el optimismo.
* * *
En El Español.
24.4.17
19.4.17
Qué mono
Con la última monada de Pablo Iglesias, ese tramabús de horrendo nombre, seguro que los poderosos de este país han encargado más cajas de champán del caro. Y hasta habrán pedido que se las lleven en autobús, para hacer juego. Podemos es lo mejor que les ha pasado en los últimos años, un motivo continuo de brindis.
Pablo es el monito de “la casta” o “la trama” (yo prefiero llamarla “nuestra estólida élite”) y, mientras siga dando sus volteretas populistas (de apariencia progresista pero en verdad reaccionarias), todo estará atado y bien atado. Naturalmente, la deleznable casta o trama o estólida élite es mil veces preferible a Podemos. Esa es la cuestión. Entre otras cosas porque con este partido la corrupción se multiplicaría por mil, y encima nos llevaría a la ruina. Es lo que ha hecho el populismo en sus Argentinas y sus Venezuelas. La razón es muy simple: la única solución es la democracia, más democracia; no ponerla en entredicho con aventuras dudosamente democráticas.
Algunos pasitos se han dado en España contra la corrupción. Hace unas semanas acabó en condenas el juicio por las tarjetas black. Recuerdo que en La Sexta se apresuraron a ponerle el micrófono a Pablo Iglesias, tomándolo por paladín contra la corrupción. Pero el juicio se celebró por la denuncia de UPyD: el partido que más eficazmente estaba luchando contra la corrupción y al que Pablo Iglesias, ¡ay!, saboteó en la Complutense, cuando no dejó hablar a Rosa Díez. Una de sus monadas inaugurales.
* * *
The Objective.
Pablo es el monito de “la casta” o “la trama” (yo prefiero llamarla “nuestra estólida élite”) y, mientras siga dando sus volteretas populistas (de apariencia progresista pero en verdad reaccionarias), todo estará atado y bien atado. Naturalmente, la deleznable casta o trama o estólida élite es mil veces preferible a Podemos. Esa es la cuestión. Entre otras cosas porque con este partido la corrupción se multiplicaría por mil, y encima nos llevaría a la ruina. Es lo que ha hecho el populismo en sus Argentinas y sus Venezuelas. La razón es muy simple: la única solución es la democracia, más democracia; no ponerla en entredicho con aventuras dudosamente democráticas.
Algunos pasitos se han dado en España contra la corrupción. Hace unas semanas acabó en condenas el juicio por las tarjetas black. Recuerdo que en La Sexta se apresuraron a ponerle el micrófono a Pablo Iglesias, tomándolo por paladín contra la corrupción. Pero el juicio se celebró por la denuncia de UPyD: el partido que más eficazmente estaba luchando contra la corrupción y al que Pablo Iglesias, ¡ay!, saboteó en la Complutense, cuando no dejó hablar a Rosa Díez. Una de sus monadas inaugurales.
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The Objective.
17.4.17
Vuelve la mariscada
La vez que más cerca he estado de convertirme en activista político fue cuando, al ir a pegarme una mariscada con los amigos (¡el verbo pegar es el correcto aquí!), propuse que llevásemos todos la chapita de “Yo también soy Pepe Barrionuevo”. La chapita la habían sacado unos diputados del PSOE para mostrarle su apoyo al exministro del interior, condenado por los GAL. De aquellos gestos viene también la ruina actual del partido. Debieron de darse cuenta ya entonces (1998), porque la chapita desapareció pronto de la circulación. Nosotros, de hecho, no la conseguimos. Así que tuvimos que pegarnos la mariscada de paisano. (Nuestra mariscada, por cierto, era de oferta, lo que en realidad le quitaba verosimilitud a la chapita).
Ahora, de la mano y del Instagram de Ramón Espinar, vuelve la mariscada. Y ha sido un magdalenazo proustiano. Qué bien nos lo pasamos en los ochenta y primeros noventa con la voracidad mariscadora de los socialistas en el poder. Era un constructo en parte real y en parte ficticio, como una proyección que hacíamos de los chistes de Carpanta pero con bogavantes y centollos. Simbolizaba el afán por el dinero y por la buena vida, y los amigotes, aunque nos reíamos con complicidad y hasta simpatía, guardábamos un fondo puritano de censura. Un argumento que corría para apremiar a que los socialistas se fueran era el de que la derecha vendría ya robada, y se sobreentendía que mariscada. Presunción desmentida luego por el PP. La conclusión es que venir robado no cura de seguir robando.
Durante el zapaterismo hubo un declive de la mariscada. La verdad es que cuando los socialistas volvieron se la dejaron fuera. Es la señal de que el de Zapatero era un socialismo prepodemita: adusto, moralizante, espiritual. El menú favorito era el de la empanada ideológica. El regreso de la derecha con Rajoy, en plena crisis, tampoco ha dado margen para el exhibicionismo. Lo que se hayan comido ha sido en los reservados de los restaurantes. O, como en el caso de Rodrigo Rato, tras el biombo de la tarjeta black.
Así que lo de Espinar ha estado bien, porque recupera una tradición languideciente de los mejores años de la política española. Con Podemos se había agudizado la tendencia –ya existente, como acabo de indicar– de la predicación antihedonista. Y es de agradecer que haya surgido del propio Podemos la iniciativa de sacar la mariscada del armario. Un outing beneficioso para todos, a ver si nos relajamos un poquito.
Prometo que en mi próxima mariscada (¡tampoco me pego tantas, no se crean!) llevaré una chapita en que habré mandado poner “Yo también soy Moncho Espinar”.
* * *
En El Español.
Ahora, de la mano y del Instagram de Ramón Espinar, vuelve la mariscada. Y ha sido un magdalenazo proustiano. Qué bien nos lo pasamos en los ochenta y primeros noventa con la voracidad mariscadora de los socialistas en el poder. Era un constructo en parte real y en parte ficticio, como una proyección que hacíamos de los chistes de Carpanta pero con bogavantes y centollos. Simbolizaba el afán por el dinero y por la buena vida, y los amigotes, aunque nos reíamos con complicidad y hasta simpatía, guardábamos un fondo puritano de censura. Un argumento que corría para apremiar a que los socialistas se fueran era el de que la derecha vendría ya robada, y se sobreentendía que mariscada. Presunción desmentida luego por el PP. La conclusión es que venir robado no cura de seguir robando.
Durante el zapaterismo hubo un declive de la mariscada. La verdad es que cuando los socialistas volvieron se la dejaron fuera. Es la señal de que el de Zapatero era un socialismo prepodemita: adusto, moralizante, espiritual. El menú favorito era el de la empanada ideológica. El regreso de la derecha con Rajoy, en plena crisis, tampoco ha dado margen para el exhibicionismo. Lo que se hayan comido ha sido en los reservados de los restaurantes. O, como en el caso de Rodrigo Rato, tras el biombo de la tarjeta black.
Así que lo de Espinar ha estado bien, porque recupera una tradición languideciente de los mejores años de la política española. Con Podemos se había agudizado la tendencia –ya existente, como acabo de indicar– de la predicación antihedonista. Y es de agradecer que haya surgido del propio Podemos la iniciativa de sacar la mariscada del armario. Un outing beneficioso para todos, a ver si nos relajamos un poquito.
Prometo que en mi próxima mariscada (¡tampoco me pego tantas, no se crean!) llevaré una chapita en que habré mandado poner “Yo también soy Moncho Espinar”.
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En El Español.
10.4.17
Los tontos del pueblo (vasco)
Un profesor universitario del País Vasco nos contó hace dos años en Málaga el final de ETA. Él no lo llamo así, pero era el final de ETA.
Una mañana muy temprano salió a caminar por un bosque cercano a su pueblo. Cuando se hubo internado, oyó los alaridos de un hombre. Eran alaridos insistentes, desesperados, rabiosos. Se aproximó sin hacer ruido, ocultándose, hasta que lo vio. Era un etarra que había cumplido hacía poco su condena. En el pueblo no lo trataban como a un héroe, sino como a un tonto. Eso le haría comprender –si no lo había comprendido ya en la cárcel– la gran tontería de su vida. Así que se iba de noche al bosque a gritar. Quizá no por sus crímenes, pero sí por él mismo.
En los callejones sin salida de la mente de los etarras se ha ido acabando ETA. Con el empuje indispensable del Estado, de las fuerzas de seguridad y de los ciudadanos que se opusieron (no tantos, por desgracia), que les han prestado un servicio a su autoconocimiento. Aunque este no se ha implantado del todo. En otros pueblos sí son celebrados los terroristas, y los envuelven en la grasa del sentido: un sentido falso, fraudulento. Y a él se agarran porque no tienen nada más, prorrogando su condición de tontos.
Hay que estar entontecido por la ideología (y lo están tantos, por desgracia) para ver épica, e incluso historia, en el chiste de Gila que protagonizaron los gilis de Bayona. Una panda que daba grima, en la que no faltaron los curas de rigor. Lo nauseabundo fueron como siempre las amenazas. De esas no se desarman. Eso de llamar ahora a los demócratas, como hizo Otegi de acuerdo con el comunicado de ETA, “los enemigos de la paz”. Hasta en el último pedo apestan a lo que han apestado desde el principio.
“Tomamos las armas por el Pueblo Vasco”, dice el comunicado de los tontos del pueblo. Con esas mayúsculas compensatorias, tal vez por lo mucho que lo empequeñecieron.
Un rasgo entrañable (y cargante) de los tontos es querer dárselas de inteligentes. Pero cuando la cuestión es simple, hablar de complejidad, de causas, de razones, etcétera, etcétera, es una muestra más de tontería. Y aquí la cuestión era de lo más simple: unos criminales mataban, secuestraban, coaccionaban. Lo único inteligente era no enredarse y verlo con claridad.
Los nacionalistas son siempre los peores de su “nación”. Y los nacionalistas asesinos son los peores de los peores. Asesinaron porque eran los más tontos.
* * *
En El Español.
Una mañana muy temprano salió a caminar por un bosque cercano a su pueblo. Cuando se hubo internado, oyó los alaridos de un hombre. Eran alaridos insistentes, desesperados, rabiosos. Se aproximó sin hacer ruido, ocultándose, hasta que lo vio. Era un etarra que había cumplido hacía poco su condena. En el pueblo no lo trataban como a un héroe, sino como a un tonto. Eso le haría comprender –si no lo había comprendido ya en la cárcel– la gran tontería de su vida. Así que se iba de noche al bosque a gritar. Quizá no por sus crímenes, pero sí por él mismo.
En los callejones sin salida de la mente de los etarras se ha ido acabando ETA. Con el empuje indispensable del Estado, de las fuerzas de seguridad y de los ciudadanos que se opusieron (no tantos, por desgracia), que les han prestado un servicio a su autoconocimiento. Aunque este no se ha implantado del todo. En otros pueblos sí son celebrados los terroristas, y los envuelven en la grasa del sentido: un sentido falso, fraudulento. Y a él se agarran porque no tienen nada más, prorrogando su condición de tontos.
Hay que estar entontecido por la ideología (y lo están tantos, por desgracia) para ver épica, e incluso historia, en el chiste de Gila que protagonizaron los gilis de Bayona. Una panda que daba grima, en la que no faltaron los curas de rigor. Lo nauseabundo fueron como siempre las amenazas. De esas no se desarman. Eso de llamar ahora a los demócratas, como hizo Otegi de acuerdo con el comunicado de ETA, “los enemigos de la paz”. Hasta en el último pedo apestan a lo que han apestado desde el principio.
“Tomamos las armas por el Pueblo Vasco”, dice el comunicado de los tontos del pueblo. Con esas mayúsculas compensatorias, tal vez por lo mucho que lo empequeñecieron.
Un rasgo entrañable (y cargante) de los tontos es querer dárselas de inteligentes. Pero cuando la cuestión es simple, hablar de complejidad, de causas, de razones, etcétera, etcétera, es una muestra más de tontería. Y aquí la cuestión era de lo más simple: unos criminales mataban, secuestraban, coaccionaban. Lo único inteligente era no enredarse y verlo con claridad.
Los nacionalistas son siempre los peores de su “nación”. Y los nacionalistas asesinos son los peores de los peores. Asesinaron porque eran los más tontos.
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En El Español.
9.4.17
Carme Chacón: un icono
En cuanto ha muerto Carme Chacón, tan pronto, se ha hecho evidente la imagen por la que será recordada: la de ella como ministra de Defensa embarazada pasando revista a las tropas. Una imagen ya de época y que perdurará. Por mucha fuerza que tenga, un icono solo cuaja a posteriori. Ahora es diáfano.
Fue una operación deliberada de Zapatero, que quería esa imagen. Pero eso no le resta valor: el expresidente se mostró ahí como un artista iconográfico. Al fin y al cabo, esa imagen simboliza su presidencia. En su día fue criticada, y hasta hubo chistes y desprecios. Pero ya no hay duda. Curioso el legado de Zapatero: ha dejado hitos progresistas como ese o como el del matrimonio gay, que han circulado merecidamente por el mundo; por desgracia, también debilitó el Estado de derecho y alentó el nacionalismo, dos cosas reaccionarias por definición.
En este momento se aprecia que Chacón valía más que los políticos que se quedaron cuando ella se fue. Cuando es demasiado tarde. Se postuló como lideresa del PSOE y algunos no lo vimos claro. Pero comparada con los tres candidatos hoy en liza, habría sido mejor con diferencia.
Tienen razón los elogios a los muertos, o la atenuación de la crítica. No es tanto hipocresía como ascenso de nivel: la muerte –y más si es inesperada– sitúa la percepción en un plano más acorde con la realidad profunda, con la realidad verdadera. Siempre me acuerdo de las palabras de Jünger ante el cadáver de un enemigo en la Primera Guerra Mundial: “Allí no había ya ni guerra ni enemistad”. Nuestra política no llega a la guerra, por muy belicosa que se muestre últimamente. Pero la muerte nos recuerda la igualdad esencial; la igualdad en lo que importa.
Ahora, qué paradoja, esta mujer que ha muerto quedará para siempre como emblema de la vida, con su embarazo perdurable ante los militares. Aunque en el icono hay un dolor: ha sido tan rápida su muerte que el hijo que esperaba es un niño aún. Cómo no pensar en él. No hay consuelo, pero él también está en el icono. Un día podrá decir, o decirse, lo que escribió Gil de Biedma ante otra foto de cuando lo esperaban: “Así yo estuve aquí / dentro del vientre de mi madre”.
* * *
En The Objective.
Fue una operación deliberada de Zapatero, que quería esa imagen. Pero eso no le resta valor: el expresidente se mostró ahí como un artista iconográfico. Al fin y al cabo, esa imagen simboliza su presidencia. En su día fue criticada, y hasta hubo chistes y desprecios. Pero ya no hay duda. Curioso el legado de Zapatero: ha dejado hitos progresistas como ese o como el del matrimonio gay, que han circulado merecidamente por el mundo; por desgracia, también debilitó el Estado de derecho y alentó el nacionalismo, dos cosas reaccionarias por definición.
En este momento se aprecia que Chacón valía más que los políticos que se quedaron cuando ella se fue. Cuando es demasiado tarde. Se postuló como lideresa del PSOE y algunos no lo vimos claro. Pero comparada con los tres candidatos hoy en liza, habría sido mejor con diferencia.
Tienen razón los elogios a los muertos, o la atenuación de la crítica. No es tanto hipocresía como ascenso de nivel: la muerte –y más si es inesperada– sitúa la percepción en un plano más acorde con la realidad profunda, con la realidad verdadera. Siempre me acuerdo de las palabras de Jünger ante el cadáver de un enemigo en la Primera Guerra Mundial: “Allí no había ya ni guerra ni enemistad”. Nuestra política no llega a la guerra, por muy belicosa que se muestre últimamente. Pero la muerte nos recuerda la igualdad esencial; la igualdad en lo que importa.
Ahora, qué paradoja, esta mujer que ha muerto quedará para siempre como emblema de la vida, con su embarazo perdurable ante los militares. Aunque en el icono hay un dolor: ha sido tan rápida su muerte que el hijo que esperaba es un niño aún. Cómo no pensar en él. No hay consuelo, pero él también está en el icono. Un día podrá decir, o decirse, lo que escribió Gil de Biedma ante otra foto de cuando lo esperaban: “Así yo estuve aquí / dentro del vientre de mi madre”.
* * *
En The Objective.
5.4.17
Casetas grises
Esto de que quieran ahora animar la Cuesta de Moyano no me hace mucha gracia, la verdad. Las ciudades han de tener también un sitio para el desánimo, y en Madrid la Cuesta de Moyano cumplía estupendamente la función. Para los escritores, al menos. Allí se asomaban –nos asomábamos– a ver el limbo de todos los esfuerzos: la inutilidad última. Qué mínimo que las casetas fueran grises.
Esta manía de colorearlo y dinamizarlo todo. Eliminando la opción de la grisura y el estatismo. La monotonía apagada convertía la visita en algo ascético; relajado y ascético. Subir y bajar la Cuesta de Moyano, mirando los libros de las casetas y las mesas, constituía una especie de minicamino de Santiago. Al término se tenía una relajación aturdida, y unos cuantos libros en el macuto.
Tales compras eran redentoras. Lo siguen siendo aún. Más que limbo, la Cuesta de Moyano es purgatorio. Los libros purgan el ser viejos, el estar usados y olvidados, el no figurar en una rutilante librería. Pero en cualquier momento un lector puede rescatarlos. Darles el empujón al paraíso.
El propio escritor desanimado puede animarse con el gesto. Pero lo suyo es que la lección ocurra sin estridencias. La decisión de pasarse una mañana o una tarde por la Cuesta de Moyano estaba asociada a esa estética gris. Se trataba de sumergirse en una cierta decrepitud. Toparse con libros de Baroja en un escenario de Baroja. Pero la disidencia tranquila no se tolera. Quieren animar la Cuesta de Moyano.
* * *
En The Objective.
Esta manía de colorearlo y dinamizarlo todo. Eliminando la opción de la grisura y el estatismo. La monotonía apagada convertía la visita en algo ascético; relajado y ascético. Subir y bajar la Cuesta de Moyano, mirando los libros de las casetas y las mesas, constituía una especie de minicamino de Santiago. Al término se tenía una relajación aturdida, y unos cuantos libros en el macuto.
Tales compras eran redentoras. Lo siguen siendo aún. Más que limbo, la Cuesta de Moyano es purgatorio. Los libros purgan el ser viejos, el estar usados y olvidados, el no figurar en una rutilante librería. Pero en cualquier momento un lector puede rescatarlos. Darles el empujón al paraíso.
El propio escritor desanimado puede animarse con el gesto. Pero lo suyo es que la lección ocurra sin estridencias. La decisión de pasarse una mañana o una tarde por la Cuesta de Moyano estaba asociada a esa estética gris. Se trataba de sumergirse en una cierta decrepitud. Toparse con libros de Baroja en un escenario de Baroja. Pero la disidencia tranquila no se tolera. Quieren animar la Cuesta de Moyano.
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En The Objective.
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