Esto de que quieran ahora animar la Cuesta de Moyano no me hace mucha gracia, la verdad. Las ciudades han de tener también un sitio para el desánimo, y en Madrid la Cuesta de Moyano cumplía estupendamente la función. Para los escritores, al menos. Allí se asomaban –nos asomábamos– a ver el limbo de todos los esfuerzos: la inutilidad última. Qué mínimo que las casetas fueran grises.
Esta manía de colorearlo y dinamizarlo todo. Eliminando la opción de la grisura y el estatismo. La monotonía apagada convertía la visita en algo ascético; relajado y ascético. Subir y bajar la Cuesta de Moyano, mirando los libros de las casetas y las mesas, constituía una especie de minicamino de Santiago. Al término se tenía una relajación aturdida, y unos cuantos libros en el macuto.
Tales compras eran redentoras. Lo siguen siendo aún. Más que limbo, la Cuesta de Moyano es purgatorio. Los libros purgan el ser viejos, el estar usados y olvidados, el no figurar en una rutilante librería. Pero en cualquier momento un lector puede rescatarlos. Darles el empujón al paraíso.
El propio escritor desanimado puede animarse con el gesto. Pero lo suyo es que la lección ocurra sin estridencias. La decisión de pasarse una mañana o una tarde por la Cuesta de Moyano estaba asociada a esa estética gris. Se trataba de sumergirse en una cierta decrepitud. Toparse con libros de Baroja en un escenario de Baroja. Pero la disidencia tranquila no se tolera. Quieren animar la Cuesta de Moyano.
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En The Objective.