No me parece mal que el Gobierno hable con los independentistas y les ofrezca baratijas, como a los indios. Al fin y al cabo, los independentistas son los indios (¡lo digo con ironía hispanocéntrica, según el esquema acuñado!). Entre los que tienen razón y los que no tienen razón, los únicos gestos pueden hacerlos los que tienen razón. A los otros se lo impide su patanismo. Es el adulto el que ha de tener paciencia con el adolescente. Pero no puede dejarse tiranizar por él. Esta es la situación del presidente Sánchez ahora. La duda es si va a dejarse tiranizar. (Los patanes son tan patanes que quizá le pongan fácil la firmeza).
Una buena señal es que Sánchez estuvo en su sitio cuando la aplicación del 155. Y que en todas las declaraciones él y sus ministros hablan del cumplimiento de la Constitución, que señalan como límite. Incluso la ministra Batet lo hace en su entrevista de La Vanguardia, bajo el titular algo inquietante. La mala señal, lo de verdad inquietante, son los ataques del PSOE/PSC a Ciudadanos y al PP: con una acritud que no practican contra los grandes culpables de la crisis catalana, que no son el PP ni Ciudadanos, sino los nacionalistas. Por eso son ataques injustos y mezquinos.
Hay más que la competición electoral: hay una culpa no asumida por el PSOE, y que revierte de ese modo perverso. Al culpar al PP del desencadenamiento de la crisis por su recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut, el PSOE elude su propia culpa, que fue la de permitir y alentar un Estatut inconstitucional. Como escribe la catedrática de Derecho Constitucional Teresa Freixes en uno de los grandes libros sobre el procés, 155. Los días que estremecieron a Cataluña: “el pacto Maragall-Zapatero [...] pretendía superar el marco constitucional vigente y condicionar una futura reforma de la Constitución a lo que se dispusiera en el Estatuto de Cataluña. Y así se concibió la primera redacción del texto catalán, deliberadamente anticonstitucional, para obligar a que se tuviera que reformar la Constitución”.
Es desolador que el expresidente Zapatero propusiese hace poco volver al Estatut anulado por el Tribunal Constitucional. Y que, nada más llegar al poder, también el nuevo Gobierno pidiese recuperar partes del Estatut derogadas. Esto es lo inquietante: una falta de autocrítica que revela una incomprensión profunda del problema; y un afán de salvarse a toda costa por medio del recurso (un tanto obsceno) de culpar a los inocentes. Es desolador que el PSOE/PSC no haya comprendido todavía que fueron sus votantes catalanes los que se fueron mayoritariamente a Ciudadanos. Esos votantes a los que ahora insulta después de haberlos traicionado.
* * *
En El Español.
30.7.18
23.7.18
Casado, líder del Tour
Tal vez a Rajoy le haya hecho ilusión, dentro de lo malo, caer (vía Soraya) en pleno Tour de Francia, tras las duras etapas de los Alpes. El mismo día en que un español, Omar Fraile, ganó en Mende. La oscura política no puede compararse con el luminoso ciclismo, pero hasta el expresidente deberá reconocer, cuando prosiga sus vacaciones ya con las etapas de los Pirineos, que Casado ha ganado a lo grande. El rajoyismo ha muerto, pero el PP va a seguir. El efecto en la política española es que queda clarificada: hay izquierda y hay derecha. Lo del centro es otra cuestión.
Tiene gracia que la principal acusación a Pablo Casado (al margen del máster) haya sido que es de derechas. Incluso muy de derechas. Siendo el PP, como es, el partido de la derecha, no deja de ser un síntoma de los famosos complejos. Recuerdo que en una de sus retransmisiones del Tour de principios de los noventa, Supergarcía le preguntó su colaborador Luis Ocaña si era de derechas. A lo que el exciclista respondió: “De derechas no. Muy de derechas”. Con Casado vuelve el orgullo de ser muy de derechas, como con Sánchez volvió el orgullo de ser muy de izquierdas. Las primarias están dando líderes muy ideologizados: es decir, alejados del centro. Cuando llegue la hora de los electores, cuya mayoría no milita en los partidos, se verá si ha sido un acierto o no.
Casado es ya el Sánchez del PP: alguien que se lo jugó todo y ganó. La audacia ha triunfado en los dos grandes partidos en el momento en que el bipartidismo flaqueaba. Curiosamente, Rivera e Iglesias aparecen como líderes más a la antigua: controladores de sus respectivos aparatos. Iglesias, pese al poder vicario que ha obtenido con Sánchez, es el gran perjudicado de Sánchez, como empieza a verse en las encuestas. Rivera empezó siéndolo también, cuando parecía que Sánchez había decidido conquistar el centro (en su versión centroizquierda). Las actuaciones de Sánchez contrarias a esa dirección habían restituido las posibilidades de Rivera... aunque puede que con Casado se debiliten de nuevo. El sesgo “muy de derechas” puede, paradójicamente, quitarle a Rivera los votantes que pensaban votar a Ciudadanos por disgusto con el PP: justo los que más venía cortejando.
Estéticamente, con Casado, Rivera y Sánchez la política española parece ya una planta de Cortefiel. A Iglesias le han regalado el monopolio (friki) de la singularidad. Lástima que ya no vaya a rendirle a Casado los servicios que le rindió a Rajoy, activando el voto del miedo. Se presentan interesantes las próximas elecciones. Gracias a Casado, nuevo líder del Tour, sabremos cuántos votantes de derechas hay de verdad en España.
* * *
En El Español.
Tiene gracia que la principal acusación a Pablo Casado (al margen del máster) haya sido que es de derechas. Incluso muy de derechas. Siendo el PP, como es, el partido de la derecha, no deja de ser un síntoma de los famosos complejos. Recuerdo que en una de sus retransmisiones del Tour de principios de los noventa, Supergarcía le preguntó su colaborador Luis Ocaña si era de derechas. A lo que el exciclista respondió: “De derechas no. Muy de derechas”. Con Casado vuelve el orgullo de ser muy de derechas, como con Sánchez volvió el orgullo de ser muy de izquierdas. Las primarias están dando líderes muy ideologizados: es decir, alejados del centro. Cuando llegue la hora de los electores, cuya mayoría no milita en los partidos, se verá si ha sido un acierto o no.
Casado es ya el Sánchez del PP: alguien que se lo jugó todo y ganó. La audacia ha triunfado en los dos grandes partidos en el momento en que el bipartidismo flaqueaba. Curiosamente, Rivera e Iglesias aparecen como líderes más a la antigua: controladores de sus respectivos aparatos. Iglesias, pese al poder vicario que ha obtenido con Sánchez, es el gran perjudicado de Sánchez, como empieza a verse en las encuestas. Rivera empezó siéndolo también, cuando parecía que Sánchez había decidido conquistar el centro (en su versión centroizquierda). Las actuaciones de Sánchez contrarias a esa dirección habían restituido las posibilidades de Rivera... aunque puede que con Casado se debiliten de nuevo. El sesgo “muy de derechas” puede, paradójicamente, quitarle a Rivera los votantes que pensaban votar a Ciudadanos por disgusto con el PP: justo los que más venía cortejando.
Estéticamente, con Casado, Rivera y Sánchez la política española parece ya una planta de Cortefiel. A Iglesias le han regalado el monopolio (friki) de la singularidad. Lástima que ya no vaya a rendirle a Casado los servicios que le rindió a Rajoy, activando el voto del miedo. Se presentan interesantes las próximas elecciones. Gracias a Casado, nuevo líder del Tour, sabremos cuántos votantes de derechas hay de verdad en España.
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En El Español.
16.7.18
Los enemigos de la Transición
La semana pasada participé en un curso de verano del Escorial sobre los cuarenta años de la Constitución española, que como es sabido se cumplirán en diciembre. Mi mesa era sobre la reforma constitucional y mi postura la resumí así: la reforma de nuestra Constitución es deseable, pero no necesaria ni urgente; y en estos momentos desaconsejable.
Es deseable porque podrían introducirse mejoras que la hiciesen más coherente, más precisa y más racional. No es necesaria ni urgente porque la solución de los peores problemas que tenemos no depende de esas mejoras. Y es desaconsejable en estos momentos porque no existe el clima de consenso que requiere una reforma de la Constitución. Este último, por otro lado, es un falso problema: porque en cuanto ese consenso existiese la Constitución podría reformarse sin más.
El asunto real hoy no es el de la reforma de la Constitución, sino el de quienes no reconocen la Constitución y quieren acabar con ella. Una prueba personal es que para prepararme el curso me sentí impulsado a leer no ya libros sobre la Constitución, sino sobre la Transición; especialmente contra la Transición. Es la Transición lo que se juzga y lo que, en el caso de tales libros, se condena. El asunto real es que algunos llaman despectivamente a nuestra democracia “régimen del 78”.
Los enemigos de la Transición la consideran una mera continuación del franquismo. Este origen viciado contamina todo lo demás, que para ellos es irredimible. El dictador Franco eligió como sucesor al rey Juan Carlos y este es en consecuencia un segundo Franco. Da igual que la Constitución que nos rige desde 1978 sea plenamente democrática y que en ella, por cierto, la Corona no sea un poder constituyente sino un poder constituido. Como da igual que la Constitución no contenga ninguna cláusula de intangibilidad y que, siguiendo los procedimientos que ella misma establece, se podría cambiar absolutamente todo: incluso la monarquía por una república.
Si esto es así, ¿por qué se la desprecia? Es por ese puritanismo sobre su origen. Pero si el problema de la Constitución es que requiere una amplia mayoría para ser reformada, entonces sus enemigos quieren acabar con ella sin esa mayoría e imponer otra que carezca de consenso. Esto supondría volver a nuestras fracasadas constituciones doctrinarias del siglo XIX, hechas por una parte de los españoles contra la otra parte. De ahí el efecto que producen los que desprecian la Constitución y la Transición: pese a sus ínfulas de novedad, no parecen más del futuro, sino más del pasado. Nuestra modernidad sigue estando en 1978.
* * *
En El Español.
Es deseable porque podrían introducirse mejoras que la hiciesen más coherente, más precisa y más racional. No es necesaria ni urgente porque la solución de los peores problemas que tenemos no depende de esas mejoras. Y es desaconsejable en estos momentos porque no existe el clima de consenso que requiere una reforma de la Constitución. Este último, por otro lado, es un falso problema: porque en cuanto ese consenso existiese la Constitución podría reformarse sin más.
El asunto real hoy no es el de la reforma de la Constitución, sino el de quienes no reconocen la Constitución y quieren acabar con ella. Una prueba personal es que para prepararme el curso me sentí impulsado a leer no ya libros sobre la Constitución, sino sobre la Transición; especialmente contra la Transición. Es la Transición lo que se juzga y lo que, en el caso de tales libros, se condena. El asunto real es que algunos llaman despectivamente a nuestra democracia “régimen del 78”.
Los enemigos de la Transición la consideran una mera continuación del franquismo. Este origen viciado contamina todo lo demás, que para ellos es irredimible. El dictador Franco eligió como sucesor al rey Juan Carlos y este es en consecuencia un segundo Franco. Da igual que la Constitución que nos rige desde 1978 sea plenamente democrática y que en ella, por cierto, la Corona no sea un poder constituyente sino un poder constituido. Como da igual que la Constitución no contenga ninguna cláusula de intangibilidad y que, siguiendo los procedimientos que ella misma establece, se podría cambiar absolutamente todo: incluso la monarquía por una república.
Si esto es así, ¿por qué se la desprecia? Es por ese puritanismo sobre su origen. Pero si el problema de la Constitución es que requiere una amplia mayoría para ser reformada, entonces sus enemigos quieren acabar con ella sin esa mayoría e imponer otra que carezca de consenso. Esto supondría volver a nuestras fracasadas constituciones doctrinarias del siglo XIX, hechas por una parte de los españoles contra la otra parte. De ahí el efecto que producen los que desprecian la Constitución y la Transición: pese a sus ínfulas de novedad, no parecen más del futuro, sino más del pasado. Nuestra modernidad sigue estando en 1978.
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En El Español.
10.7.18
El sotánico Setién
La muerte de José María Setién, el obispo de ETA, me ha pillado leyendo el Eclesiastés, el libro de la Biblia que dice: "Vanidad de vanidades y todo es vanidad". Ahora también él descansa, sobre todo de sí mismo y de su miseria. Su gran suerte es que no existe su Dios y no deberá rendirle cuentas. La Nada le absuelve, como nos absolverá a todos. En la Tierra deja, eso sí, una memoria pestífera.
Su existencia nos vino bien, por lo demás, a los jóvenes nietzscheanos de la Transición: para reafirmarnos en nuestro nietzscheanismo. Por él vimos cómo la Iglesia podía entremezclarse con el Mal, y ser dulce con los asesinos y amarga con las víctimas; cómo operaba el resentimiento, provocando pequeñez, abortando toda posibilidad de grandeza. Setién fue muy pequeño. Un personaje turbio (¡sotánico!) como los de las novelas y las películas. Plenamente franquista en todo menos en la bandera.
Se va quedando ya atrás en la memoria, pero, como dije sobre Otegi, era insufrible el suplemento de abyección que muchos ofrecían tras cada asesinato. Y lo sufríamos en nuestra casa, sin el desahogo de internet o las columnas, dándonos cabezazos en las paredes, escupiéndole al televisor o despotricando luego con los amigos en los largos paseos junto al mar. Solo unos días después llegaba el alivio de algún articulista que ponía las cosas en su sitio; y ese articulista solía ser Savater.
El anticlericalismo se me ha ido apaciguando con el tiempo, entre otras cosas porque el anticlericalismo programático es también clerical a su manera. Su aplicación automática incurre necesariamente en injusticias. Pero sujetos como Setién lo explicaban. Un clérigo frío, viscoso, despiadado, causante de un dolor objetivo. Pecador de su propia religión, aunque en el pecado llevaría la penitencia.
Descanse en paz. Es decir, ahora que ya no es.
* * *
En The Objective.
Su existencia nos vino bien, por lo demás, a los jóvenes nietzscheanos de la Transición: para reafirmarnos en nuestro nietzscheanismo. Por él vimos cómo la Iglesia podía entremezclarse con el Mal, y ser dulce con los asesinos y amarga con las víctimas; cómo operaba el resentimiento, provocando pequeñez, abortando toda posibilidad de grandeza. Setién fue muy pequeño. Un personaje turbio (¡sotánico!) como los de las novelas y las películas. Plenamente franquista en todo menos en la bandera.
Se va quedando ya atrás en la memoria, pero, como dije sobre Otegi, era insufrible el suplemento de abyección que muchos ofrecían tras cada asesinato. Y lo sufríamos en nuestra casa, sin el desahogo de internet o las columnas, dándonos cabezazos en las paredes, escupiéndole al televisor o despotricando luego con los amigos en los largos paseos junto al mar. Solo unos días después llegaba el alivio de algún articulista que ponía las cosas en su sitio; y ese articulista solía ser Savater.
El anticlericalismo se me ha ido apaciguando con el tiempo, entre otras cosas porque el anticlericalismo programático es también clerical a su manera. Su aplicación automática incurre necesariamente en injusticias. Pero sujetos como Setién lo explicaban. Un clérigo frío, viscoso, despiadado, causante de un dolor objetivo. Pecador de su propia religión, aunque en el pecado llevaría la penitencia.
Descanse en paz. Es decir, ahora que ya no es.
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En The Objective.
9.7.18
El bueno y el feo-malo
Ya no se puede juzgar a las mujeres por su físico, pero por fortuna a los hombres todavía sí. Digo “por fortuna” porque me viene al pelo para hoy, en que en Moncloa se espera un duelo ante todo estético: el guapo Pedro Sánchez vs. el feo Quim Torra. Cualidades que en este caso se acomodan al ideal platónico: la belleza se corresponde con el bien y la fealdad con el mal. Sé que es maniqueo, pero esta es una de esas veces en que la realidad se pone maniquea a tope. Con el 23-F pasó lo mismo.
En El bueno, el feo y el malo se decía solo bueno donde se quería decir también guapo, algo que se mantiene en Sánchez. La fealdad y la maldad se repartían entre dos sujetos, quizá porque los guionistas quisieron hacérselas más llevaderas; en nuestra película, en cambio –tal vez por problemas de producción, o porque la vida es más implacable que el cine–, ambas quedan sintetizadas en uno solo: Torra. Como ya ocurrió en la inauguración de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona, en el encuentro de Moncloa veremos que el supremacista es aquel que intenta llegar con su ceporrismo allí donde no alcanza con su aspecto.
Solo cabe esperar que en el diálogo entre el feo-malo Torra y el guapo Sánchez, este no sea el bueno solo por defecto sino que se comporte verdaderamente bien. Su difícil equilibrio moral (su “funambulismo”, lo ha llamado alguno) quedó evidenciado el viernes cuando la ministra portavoz Isabel Celáa dijo, a propósito del contraste entre la limadura de asperezas del Gobierno con los independentistas y su impugnación ante el Tribunal Constitucional de la moción aprobada en el Parlament el jueves: “Esta impugnación la hacemos en defensa de la Constitución y del Estatut; la legalidad va por un camino y la política por otro”. La última frase es un pelín inquietante, puesto que en un Estado de derecho la política no puede saltarse la legalidad; pero en tanto que el recurso a esta se traduzca también en hechos, habrá esperanza.
La gran novedad aportada por el sanchismo ha sido, no en vano, cosmética: todo es más bonito y moderno que con el PP. Esto es frívolo, y quizá injusto, pero así es como se ve. Si la pasividad de Rajoy dejó en evidencia a los independentistas porque estos se expresaron con plenitud, el buen rollo de Sánchez los dejará aún más en evidencia porque quedarán definitivamente como antipáticos. Siempre que Sánchez sepa cortarles el rollo cuando llegue el momento y no haga concesiones inaceptables. ¡A ver qué pasa hoy!
* * *
En El Español.
En El bueno, el feo y el malo se decía solo bueno donde se quería decir también guapo, algo que se mantiene en Sánchez. La fealdad y la maldad se repartían entre dos sujetos, quizá porque los guionistas quisieron hacérselas más llevaderas; en nuestra película, en cambio –tal vez por problemas de producción, o porque la vida es más implacable que el cine–, ambas quedan sintetizadas en uno solo: Torra. Como ya ocurrió en la inauguración de los Juegos del Mediterráneo en Tarragona, en el encuentro de Moncloa veremos que el supremacista es aquel que intenta llegar con su ceporrismo allí donde no alcanza con su aspecto.
Solo cabe esperar que en el diálogo entre el feo-malo Torra y el guapo Sánchez, este no sea el bueno solo por defecto sino que se comporte verdaderamente bien. Su difícil equilibrio moral (su “funambulismo”, lo ha llamado alguno) quedó evidenciado el viernes cuando la ministra portavoz Isabel Celáa dijo, a propósito del contraste entre la limadura de asperezas del Gobierno con los independentistas y su impugnación ante el Tribunal Constitucional de la moción aprobada en el Parlament el jueves: “Esta impugnación la hacemos en defensa de la Constitución y del Estatut; la legalidad va por un camino y la política por otro”. La última frase es un pelín inquietante, puesto que en un Estado de derecho la política no puede saltarse la legalidad; pero en tanto que el recurso a esta se traduzca también en hechos, habrá esperanza.
La gran novedad aportada por el sanchismo ha sido, no en vano, cosmética: todo es más bonito y moderno que con el PP. Esto es frívolo, y quizá injusto, pero así es como se ve. Si la pasividad de Rajoy dejó en evidencia a los independentistas porque estos se expresaron con plenitud, el buen rollo de Sánchez los dejará aún más en evidencia porque quedarán definitivamente como antipáticos. Siempre que Sánchez sepa cortarles el rollo cuando llegue el momento y no haga concesiones inaceptables. ¡A ver qué pasa hoy!
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En El Español.
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