La muerte de José María Setién, el obispo de ETA, me ha pillado leyendo el Eclesiastés, el libro de la Biblia que dice: "Vanidad de vanidades y todo es vanidad". Ahora también él descansa, sobre todo de sí mismo y de su miseria. Su gran suerte es que no existe su Dios y no deberá rendirle cuentas. La Nada le absuelve, como nos absolverá a todos. En la Tierra deja, eso sí, una memoria pestífera.
Su existencia nos vino bien, por lo demás, a los jóvenes nietzscheanos de la Transición: para reafirmarnos en nuestro nietzscheanismo. Por él vimos cómo la Iglesia podía entremezclarse con el Mal, y ser dulce con los asesinos y amarga con las víctimas; cómo operaba el resentimiento, provocando pequeñez, abortando toda posibilidad de grandeza. Setién fue muy pequeño. Un personaje turbio (¡sotánico!) como los de las novelas y las películas. Plenamente franquista en todo menos en la bandera.
Se va quedando ya atrás en la memoria, pero, como dije sobre Otegi, era insufrible el suplemento de abyección que muchos ofrecían tras cada asesinato. Y lo sufríamos en nuestra casa, sin el desahogo de internet o las columnas, dándonos cabezazos en las paredes, escupiéndole al televisor o despotricando luego con los amigos en los largos paseos junto al mar. Solo unos días después llegaba el alivio de algún articulista que ponía las cosas en su sitio; y ese articulista solía ser Savater.
El anticlericalismo se me ha ido apaciguando con el tiempo, entre otras cosas porque el anticlericalismo programático es también clerical a su manera. Su aplicación automática incurre necesariamente en injusticias. Pero sujetos como Setién lo explicaban. Un clérigo frío, viscoso, despiadado, causante de un dolor objetivo. Pecador de su propia religión, aunque en el pecado llevaría la penitencia.
Descanse en paz. Es decir, ahora que ya no es.
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En The Objective.