En realidad, se ha impuesto la lógica del bipartidismo: llevada al extremo, que es el guerracivilismo. Los dos grandes partidos, azuzados por sus demonios, que están en otros partidos, han puesto fin al espíritu de la Transición, o a lo que quedaba de él. Su sentido se revela ahora: hemos terminado transitando en bucle a lo que había al comienzo. Ahora, a ver hacia dónde vamos. Es como un empezar de nuevo, pero muy antiguo. Las proclamas "entusiasmantes" (como decían los socialistas de antaño) nos pillan ya con la historia muy vieja y repetida. Es el tiempo de los que no se cansan de equivocarse.
Pero está bien. Había un aire como de fin de ciclo. Y teníamos ya como dos generaciones y media de españoles que estaban precisando de una lección histórica. Y no me refiero tanto a las desgracias como a la comprensión: a comprobar en qué se traducen sus pensamientos. Estos años van a ser muy pedagógicos, y a su término rescataremos a los no recalcitrantes. (Los recalcitrantes se quedarán para siempre en plan abuelas rockeras de la ideología, tipo Cotarelo.)
Durante toda la Transición alentó el guerracivilismo, quizá inevitablemente. La herida de la guerra civil y de la dictadura era demasiado profunda. Era una herida, por lo demás, muy anterior: venía de las dos Españas del siglo XIX como mínimo, de las guerras carlistas. En la Transición se llegó a acuerdos, los fundamentales para que hubiera un marco legal democrático y un modelo de país, que no es poca cosa. Y hubo paz. Pero el guerracivilismo se mantenía, soterrado. En la lucha partidista, bipartidista. Siempre que los dos grandes partidos elevaban el tono de su enfrentamiento, manifestaban un deseo de exclusión del otro. No pretendían ser críticas por tal o cual cosa, sino aniquilaciones. Ocurrió con las campañas contra Felipe González, por ejemplo. Y ocurrió cuando Felipe González sacó aquel dóberman o Alfonso Guerra mitineaba contra "la deresha". Jugaban con fuego, pero sabían que lo hacían y se detenían a tiempo. Lo imprescindible para mantener el caldo caliente.
Ha tenido que llegar otra generación más ignorante de políticos para que jueguen con fuego pero sin saber que lo están haciendo. O sabiéndolo, pero dándoles igual: fijándose solo en su provecho. Así el por fin investido presidente Pedro Sánchez, que ya no va a aprender nada. Y así su flamante vicepresidente Pablo Iglesias, que tal vez sí que aprenda. Iglesias es ahora el único resquicio de esperanza: solo él puede aportar un principio de sensatez, de moderación, de coherencia. En sí mismas no muy notables las suyas, pero espectaculares si las comparamos con las de Caballo Loco.
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En The Objective.