1.4.20

Los renos de Auden

También yo estoy fascinado, como tantos, por la incursión de animales salvajes en las ciudades en estos días de confinamiento mundial. No son invasiones aún, sino eso: incursiones. La avanzadilla de los que van viendo que no hay hombres interponiéndose y se cuelan hasta donde antes solo había hombres o animales domésticos. Sabíamos que si un día los hombres desaparecieran ocurriría, pero no que ocurriría tan pronto. La primera noche de cuarentena en Málaga ya se vio un jabalí por el paseo marítimo.

La impresión es que están al acecho. Después de milenios, no se han resignado, no se han conformado. Solo han sido vencidos. Como en el poema de Claudio Rodríguez, están en derrota, no en doma. La empalizada humana era un asunto diario. Cuando se ha plegado, no han tardado en pasar. El espectáculo es de una belleza inquietante, porque nos excluye.

Así sería el mundo sin nosotros, como han escrito Manuel Arias Maldonado y Elvira Lindo, y ya formuló el científico Alan Weisman. En el libro de Arias Maldonado Antropoceno, que se publicó en 2018 y cada día cobra más actualidad, se hablaba del renacimiento de la naturaleza en la zona acotada de Chernóbil: la mera ausencia del ser humano, aun con accidente nuclear, era beneficiosa para la vida salvaje.

En Málaga, además del jabalí, ha sido avistado un pato verde volando ante un balcón. He ido tomando nota de otros avistamientos: pavos reales en calles de Madrid, corzos bajo el acueducto de Segovia, un cervatillo correteando por una playa vizcaína, coyotes en San Francisco, zorros en Bruselas, un puma en Santiago de Chile, una civeta malabar (que se creía extinta) en la ciudad de Meppayur, también en la India miles de tortugas poniendo sus huevos en las playas de Odisha, un delfín en el puerto de Sóller, peces y cisnes en los canales de Venecia, dos patos paseando por la entrada de la Comédie Française de París, otro jabalí con sus jabatos transitando por una acera italiana... Solo faltan pangolines, los transmisores del coronavirus.

Escribe W. H. Auden al final de su poema “La caída de Roma”, que ha recordado Timothy Cranmer: “Sin las dotes de la riqueza o la compasión, / pajarillos de patas color escarlata, / empollando sus huevos moteados, / observan cada ciudad infectada de gripe. // En otro lugar del todo distinto, enormes / rebaños de renos atraviesan / millas y millas de musgo dorado, / silenciosamente y muy deprisa” (tr. Eduardo Iriarte).

Volveremos y ellos se irán (se irán expulsados). Pero ya sabemos que están ahí, esperando la ocasión. Si un día nos vamos para siempre, ellos volverán para siempre.

* * *
En The Objective.

(5.4.20) Me manda como lujoso regalo mi amigo Víctor V. Úbeda, gran traductor, esta excelente versión rimada del poema de Auden:
La caída de Roma
(a Cyril Connolly)

Rompe el mar en la escollera.
La lluvia azota en el campo
un viejo tren olvidado.
Se hacina el hampa en las cuevas.

Las galas se disparatan.
Las fuerzas del Fisco buscan
defraudadores en fuga
por provinciales cloacas.

Duermen los ritos privados
a las sagradas rameras.
Los literatos se entregan
a un amigo imaginario.

Catón, parco y cerebral,
loa antiguas disciplinas;
en cambio, la infantería
se alza por soldada y pan.

Tibio está el lecho de César.
En un formulario rosa
un gris funcionario anota
ESTE CURRO ES UNA MIERDA.

Sin lujos ni condolencia,
patirrojos pajaritos
contemplan desde sus nidos
las urbes de gripe infectas.

Entretanto, en otros pagos,
vastos rebaños de renos
cruzan en raudo silencio
millas de musgo dorado.


Acuarela: Errabundo (5.4.20)