Marco Polo. Pido unos días libres y me voy a Torrequebrada. El atardecer lo paso en el malecón que hay junto al casino. Está lleno de pescadores y yo estoy entre ellos, aunque sin caña. Ni ellos ni yo hacemos nada, pero a ellos de vez en cuando les pican peces. Es una afición contemplativa, con tironcitos. Cuando oscurece vuelvo al apartamento. Al segundo día decretan el cepo municipal y tengo que regresar a Málaga. “El vulgo municipal y espeso”, que decía Rubén Darío. Somos ahora ese vulgo. No es que en Málaga se esté mal, pero tenía ganas de salir en el puente. El cepo, sin embargo, no se ha levantado. Mis aspiraciones son modestas: ser al menos un Marco Polo de la provincia.
Boxeo. En Torrequebrada me da tiempo a asistir a una escena maravillosa. En un parquecito un padre está enseñando a boxear a su hija. La niña no debe de tener más de siete años; los guantes son del tamaño de su cabeza. Sigue las instrucciones con mucha gracia, pero también con aplicación: se lo toma en serio. Dice el padre: “Izquierda, derecha, guardia… Izquierda, derecha, pego, esquivo, ¡bam bam bam!”. Ella se mueve dando saltitos y pegando cuando hay que pegar. Pienso que esa niña será una gran mujer. Más adelante me cruzo con una pareja. La chica está discutiendo con el novio, que mira al suelo. Se le nota tocado por los reproches. Son un poco tramposos, pero efectivos. ¡Bam bam bam!
El adjetivador. Termino el Borges de Bioy Casares, que empecé el 1 de enero y que he venido leyendo a sorbos. En él, Bioy transcribe cientos de conversaciones privadas que tuvo con su amigo Borges a lo largo de cuarenta años. La lectura es una gozada (un festival de inteligencia, erudición y maldades), pero se trata de un libro monstruoso. El argumento es horrible: resulta que tu mejor amigo era un magnetofón. Hay una cosa notable al final. Entre los talentos de Borges estaba el de poner adjetivos. Pues bien, cuando se acercaba su muerte (“ha llegado, está aquí”), le preguntaron por ella. El adjetivador alcanzó a decir que era “algo externo, rígido y frío”.
Solo en el Oasis. El chiringuito Oasis es ahora mi favorito para mirar el mar mientras me tomo una cerveza o un whisky. A lo lejos, por donde se pone el sol, están las grúas que parecen jirafas. Disfruto de la sensualidad, pero últimamente me he dado cuenta de que, como mi amor vive en Madrid, mi relación con Málaga es peculiar: es de sensaciones más que de emociones; o de emociones que no solo penetran hasta un determinado estrato. Falta la trama erótica, la pasión. Hay una cierta distancia, cuyo efecto es agradable pero incompleto. Para mí Málaga es una postal incompleta.
Cien por cien. En la cola de los euromillones, por el bote: todos queremos comprobar por nosotros mismos que el dinero no da la felicidad. Delante de mí hay dos treintañeros que lo están pasando mal con la pandemia, el segundo parece que peor. “Yo tenía mi vida, tú tenías tu vida, y te ha cambiado la vida cien por cien”, dice el primero. Y el otro: “¿Cien por cien ná má?”.
Niños magaleños. Los niños malagueños éramos en realidad niños magaleños. La ciudad en la que vivíamos se llamaba Mágala. Hasta que un día aprendíamos a decir Málaga, y eso significaba que nuestra primera infancia había sido dejada atrás. Lo he recordado leyendo Inventario del paraíso, de Víctor Colden, madrileño con familia malagueña que pasaba los veranos aquí. El libro recrea las experiencias y sensaciones de cualquier niño malagueño de los años setenta: unos recuerdos frescos, que el autor ha sabido atrapar justo porque venía de fuera y los percibía con nitidez. Ahora nos los devuelve. Toda novela sobre la infancia tiene el reto de recrear el tiempo mítico, el tiempo que parece no pasar. Colden lo logra con el recurso no lineal de hacer un inventario, como anuncia el título. Va mostrando el paraíso por facetas (lugares, animales, olores, frases, juegos, historias...), en cada una de las cuales está el paraíso entero.
El primer primo. Primera baja en la familia por coronavirus: un primo hermano. El primero que se muere, tras la extinción de los tíos. Una tristeza con extrañeza: los números de pronto son una persona, un vacío concreto. Un dolor. La mujer, llorando, le decía al ataúd, por el cristal: “Has tenido muy mala suerte”. Otro primo decía: “Hace diez meses no nos podíamos imaginar que íbamos a estar aquí por esto”. Las mascarillas y el gel que nos echábamos en las manos al entrar y salir de la iglesia cobraban una gravedad inesperada; resultaban autorreferenciales, incómodos. Voy a pocas celebraciones familiares: eludo las bodas, bautizos y comuniones que puedo. Pero son ocasiones alegres y mi ausencia no importa. A los entierros sí siento que tengo que ir, para despedir y acompañar. Así que comparezco cuando aquel paraíso va perdiendo piezas.
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