[Dietario]
El descubrimiento de Málaga. La lectura de Madrid, de Andrés Trapiello, me hizo pensar en mi descubrimiento de Madrid, cuando me fui a estudiar con diecinueve años. Pero Madrid no fue mi único descubrimiento: además descubrí Málaga, cuando regresé en las vacaciones. Era la primera vez que podía compararla con otra cosa y me encontré inesperadamente con una ciudad más entrañable, más suave, más luminosa, más lenta. Y con el mar, claro. Como soy un poco ceporro, el “azul mediterráneo” también lo descubrí en Madrid: en un cuadro de Picasso que vi en una exposición. Al volver, me hice un forofo del sur como nunca lo había sido en el sur. Así sigo. Pero para recuperar la afición debo escaparme de vez en cuando a Madrid, algo que hace mucho que no hago.
Gato urbano. Voy por una calle solitaria de Torremolinos. Un poco más adelante, en la acera de enfrente, un gato avanza a paso rápido y se dispone a cruzar. Me preocupa, porque oigo por detrás de mí que se acerca un coche. El gato lo ve y se para, como un buen peatón; incluso se retira un par de pasos en su acera. Cuando el coche ha pasado, el gato se sitúa en el bordillo, mira a los lados y cruza. En mi acera (una furgoneta me lo tapaba) había cinco o seis gatos pegándose un festín con la comida que les pone un hombre. Esa tentación le da aún más mérito al gato urbano, que ya come junto a los otros sin haber tenido que gastar ninguna de sus siete vidas.
Conservatorio. Quedo con mi hermana en el café Polifonía del Ejido. Al pasar por delante del Conservatorio, oigo instrumentos que ensayan. La sensación es que la música pugna por salir, pero aún no encuentra el modo. Más que música, es la promesa de la música. Está, sin embargo, ahí. Me acuerdo de mi amiga Eva Valdivia, que está aprendiendo a tocar la trompeta. Su sueño es tocar rancheras y el “A mi manera” de Sinatra. Todavía le queda mucho, pero ya se ha puesto en el camino.
Parque. Tengo una consulta médica por teléfono a las diez y decido irme al Parque a esperar la llamada, para que la espera sea bonita. Hacía tiempo que no paseaba por ahí, porque ahora suelo cruzar hacia el paseo marítimo por el puerto. Me paro ante el panel que cuenta la historia del Parque. La foto de cuando lo estaban construyendo podría ser una imagen apocalíptica del futuro. Incluye un listado de las plantas, en latín. Me fijo en algunos nombres: Musa x paradisiaca, Citharexylum spinosum, Petrea volubilis, Phoenix reclinata… Al final no oigo el teléfono y se me escapa la consulta. Me ponen otra al día siguiente.
Platero y su sombra. Veo la estatua de Platero y me acerco. Los toboganes y los columpios están vacíos. El burrito tiene delante su sombra y parece que la mira. Es su sombra y la de todas las infancias malagueñas. Todos tenemos una foto de niño subido en Platero. Le acaricio el cuello y la cabeza: su aspereza de bronce. El lomo, en cambio, está pulido y brilla: como si los miles de niños que nos montamos en él durante tantos años lo hubiésemos transmutado en oro.
Las del 40. Han llamado a mi madre para la vacuna del covid. Les ha tocado, pues, a los nacidos en 1940. En el ambulatorio solo hay dos hombres, uno en silla de ruedas. El resto son mujeres, que más o menos se apañan. Las del 40. Tal vez la última vez que tuvieron que juntarse por la edad fue en el colegio, las que pudieron ir. Predomina el buen humor, un humor negro. Dice una: “Aquí vamos a quitar viejos de encima, que está la economía mu mala”. Por delante de mi madre pasa una amiga del pueblo, que también vive en el barrio. Está asustada. Pero cuando sale, después de los quince minutos de precaución, es otra. Le pregunto que cómo le ha ido y dice, eufórica: “Bicho malo nunca muere”. Justo detrás viene mi madre, que se ríe.
Errores de entretiempo. Elegir la ropa en esta época del año es todo un arte, un arte arriesgado. Tiene algo de apuesta. El error se paga con el frío o con el sudor. Los vaivenes habituales de marzo son ahora más extremos: hemos alternado días casi de verano –con gente en la playa– con otros de invierno. El tiempo cambia también según las horas. El truco de quienes prefieren ganar en cualquier caso es llevar mudas. Pero, tal como están las cosas, hace falta salir con un armario de quitaipón. Lo suyo es jugársela, llevar lo menos posible. Si se falla, frío. Y si se acierta: ligereza.
* * *
En Diario Sur.