3.3.21

Los vivos y los muertos

1 de marzo. Día festivo en Andalucía por el desplazamiento del festivo de ayer, que cayó en domingo. Paso toda la mañana y media tarde trabajando y termino por fin la tarea en que llevo empeñado un montón de semanas. Una cierta liberación, vacía. En la calle hay vacío también. No hace sol, sino un cielo gris uniforme. Cuando cierran las terrazas, quedan transeúntes fantasmales. Yo soy uno de ellos, en el puerto ya, mirando el mar que también se desustancia.

Es de noche cuando regreso. Ceno palomitas de microondas, por ponerle un toque saltarín a la jornada, y me meto en la cama a leer. Tengo tres libros fijos en la mesilla, que voy picoteando desde principios de año (son libros fragmentarios): el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa (en la edición de Pre-Textos, que me faltaba y está muy bien), las Prosas reunidas de Wislawa Symborska (¡un tomo delicioso como los ensayos de Montaigne; son los ensayos de Symborska!) y O óbvio ululante de Nelson Rodrigues (¡columnas libérrimas de mi escritor brasileño favorito!).

El cuarto libro es mudable. Coloqué hace unos días la nueva traducción de Los muertos de James Joyce (por Nuria Barrios, en Navona). Es este el que escojo. Metido en la manta, a la luz de mi rinconcito, paso tres horas –con adormilamiento en medio– en una casa, unas calles nevadas y un hotel de Dublín a principios del siglo XX. Todos estarían muertos ya, si hubieran vivido. Todos viven (y mueren) en las páginas. Desde estas se proyecta nuestra condición, en la frontera de la vida y la muerte, en una noche nevada o en una tarde gris. Sería igual con sol, pero los decorados tenues representan mejor la pasarela.

El relato de Joyce tuvo la suerte de la película de John Huston, el mejor testamento de la historia del cine. Huston dio con el tono y respetó lo que el relato contiene. Como muchos, vi primero la película. Las lecturas posteriores, en inglés y en español (mi traducción preferida era la de Isabel Butler para Alianza Cien), ahondaban aún más en el camino marcado; lo enriquecían hasta el infinito. Ahora (la nueva traducción me ha parecido espléndida, quizá la mejor ya) he vuelto a sentir la conmoción.

La fiesta, el baile, mientras afuera nieva. Las edades, la música. Las pasiones pasadas. La conclusión de Gabriel Conroy, luego en el hotel, cuando conoce la lejana muerte por su esposa Gretta del joven Michael Furey: “Mejor adentrarse audazmente en el otro mundo, en la gloriosa plenitud de una pasión, que irse apagando y marchitarse tristemente con el paso de los años”. Y después: “Aunque jamás había sentido nada parecido por mujer alguna, sabía que tal sentimiento debía ser amor”. Y antes: “No quería admitir, ni siquiera en su interior, que su rostro [el de Gretta] ya no era hermoso, pero sabía que ya no era el rostro por el que Michael Furey había desafiado la muerte”.

“Uno tras otro, todos se convertirían en sombras”, ha pensado sobre los participantes en la fiesta de esa noche. Y, por último, naturalmente, en toda Irlanda nieva. “Su alma desfallecía poco a poco mientras escuchaba el sonido de la nieve que caía levemente sobre el universo y que, como el postrero descenso que a todos aguarda, levemente caía sobre los vivos y sobre los muertos”.

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