Marisa Monte en Madrid, 13-IX-2006
Este septiembre he faltado por primera vez a mi cita con Marisa Monte, en su gira española, desde 1994. Quizá he entrado en la fase en que la presencia es algo secundario y lo principal se vuelca hacia dentro, hacia lo que se abre o se descuelga por la imaginación. El universo ya está entero en uno mismo: sólo hay que sacar filones. Ponerse la escafandra y hundirse en las aguas calientes.
A Marisa Monte la empecé a escuchar hace exactamente doce otoños. Su nombre me sonaba del programa de Carlos Galilea en Radio 3, Cuando los elefantes sueñan con la música, pero no me había fijado especialmente en ella. El día inaugural fue el 21 de septiembre de 1994, y empezó con una pista falsa. Leí un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre el disco que acababa de sacar Eric Clapton, From the cradle, y sentí la necesidad urgente de ir a comprarlo. Era ya mediodía. Todo estaba cerrado menos la tienda de discos de El Corte Inglés, en la época en que aún era un lugar suntuoso y no un despojo como ahora. El de Clapton no estaba, pero yo había salido a comprar un disco (esas ansiedades del consumismo cultural) y fui a elegir otro a la sección de Música Brasileña. Bueno, en realidad esa sección no existía, sino la de Música Latinoamericana en general, que ha sido una fuente constante de irritaciones en mi vida. Pocas cosas detesto más que ir en busca de Caetano Veloso, Chico Buarque, Antonio Carlos Jobim o Adriana Calcanhotto y que me salgan al paso Quilapayún, Lucho Gatica o los Calchakis; y todavía escapa uno con suerte si se ha librado del adocenado Víctor Jara, cuyo "Te recuerdo, Amanda" es probablemente el mayor canto a la alienación del obrero que se ha escrito nunca (menos mal que ahora han hecho una versión los Astrud y han liberado el lirismo que había por debajo de ese ladrillo kitsch). En fin: vi el primer disco de Marisa Monte, titulado sólo con su nombre, y lo compré. Llegué a casa. Lo puse. No sé decir qué sentí, porque en realidad no sé decir qué sentía antes de haberlo escuchado. En mi memoria, "1994" y "otoño" son ya ese disco. Hay un eco de tiempo en él: no es que Marisa Monte esté en 1994, sino que 1994 está en Marisa Monte; aquel año y mi vida como subproductos de esa música. "Bem que se quis", "Chocolate" y, por encima de todas, "Preciso me encontrar"... Fue, sí, enamoramiento. La música era inseparable de la mujer. También esa cosa encantadoramente patética de los fans, que yo sólo he sentido con Marisa Monte.
En las semanas siguientes conseguí también Mais y Cor de rosa e carvão, que era su novedad de aquella temporada. Al poco me enteré de que iba a venir a España a presentarlo, en noviembre. Aquel otoño estuvo imantado por aquel acontecimiento. Encargué a Hervás, en Madrid, que comprara las entradas con mucha anticipación (¡toda anticipación era poca!), y el día del concierto partí de Málaga con Weil, en su viejo Ford. El viaje fue una tópica odisea, pero no por tópica dejamos de arriesgar auténticamente nuestras vidas. Ocurrió que se nos echó encima el tiempo, que se desató una tormenta por La Mancha y que tuvimos que avanzar a toda velocidad por una cortina de niebla y lluvia que apenas nos dejaba entrever un palmo por delante. Fue una genuina peregrinación: nos impulsaba la idea de que muchos kilómetros detrás de la atmósfera opaca había una mujer tropical.
Llegamos a tiempo, pero el espectáculo se retrasó. En el mismo escenario del Teatro Monumental habían estado grabando un concierto de la Orquesta de RTVE y tardaron mucho en montar el equipo de Marisa Monte y su grupo. Lo hicieron mal, además, porque el sonido resultó ser horrible. Musicalmente fue imposible sacarle placer al acontecimiento. Pero quedaba la mujer, que era además lo nuevo: la música ya la teníamos en los discos. Recuerdo que salió vestida con un traje negro que recordaba a Rita Hayworth en Gilda, con los hombros desnudos, de piel blanquísima, y unos guantes largos que llegaban hasta más arriba del codo y que se quitó luego (pero, ay, sin numerito de strip-tease). Sus ademanes eran todavía rígidos, solemnes, más de diva de ópera que de estrella del pop. Yo saqué mis prismáticos y me puse a observarla. Descubrí lunares. Gestos íntimos de los ojos y los labios. Minúsculas tensiones del cuello y los brazos. Como decía Luis Antonio de Villena en uno de sus poemas: "Hechizo de presencia viva". Sentía también el trastorno de encomendarme a esa Virgen que se inventó Pessoa, según le leí a José María Alvarez: "Nuestra Señora de las Cosas Imposibles Que Anhelamos En Vano". A pesar de ello, mi memoria de aquella velada se ha quedado como suspendida en irrealidad. Se había anunciado que el concierto iban a emitirlo unas semanas después por televisión, y eso hizo que mi atención se quedase liberada de la pulsión de fijar. Fue como un aplazamiento mental: dejé para ese momento posterior el momento presente. Pero sucedió que el concierto nunca llegó a emitirse, sin duda por la mala calidad del sonido. Así que ahora debo tratar de resucitar en mi memoria los momentos que viví aplazándolos.
Después he ido a tres más, siempre en años pares y en otoño: Granada 1996, Málaga 1998, Madrid 2000; y me he ido comprando los cinco discos siguientes: Barulhinho bom, Memórias, crônicas e declarações de amor, Tribalistas (con Carlinhos Brown y Arnaldo Antunes) y los dos de esta temporada, Universo ao meu redor e Infinito particular. Los conciertos de Granada y Málaga, en teatros, sonaron perfectamente. Marisa Monte ya había cobrado aplomo y a la vez soltura. Su apoteosis pop fue en el de Madrid en octubre del 2000, en que apareció tocada con un pelucón a lo María Antonieta, que se quitaba luego de un manotazo que era como saltar del siglo XVIII al XXI, en plan mujer moderna. Por desgracia, el concierto fue en La Riviera y sonó mal, como ocurre siempre en esa máquina atroz de triturar música. Aparte de la pésima acústica, a La Riviera le pasa como al Calle 54: los dueños quieren que todos sepan lo mucho que facturan, por eso les encargan a los camareros que hagan todo el ruido posible con las botellas, los vasos y la caja registradora.
Pero la emoción estuvo esta vez antes y después del concierto. Yo me había sacado, como siempre, la entrada con mucha antelación. Pero cuando faltaban pocos días, perdí la cartera con ella dentro. Corrí como loco a la Fnac a comprar una nueva, con miedo de que ya no quedasen. Por fortuna, el amor hacia Marisa Monte no es universal y conseguí otra. Recuerdo que luego, en la denuncia de Comisaría, me recreé escribiendo el nombre de Marisa Monte en la relación de lo perdido, como un toque de color en aquel informe gris. El caso es que encontré mi cartera el día después del concierto. No se me había perdido en la calle, sino en un rincón de mi casa. Y allí estaba la entrada, ya por siempre sin usar. La miré conmovido por su pequeña tragedia. Una entrada es un trozo de papel que lleva escrito un nombre, y ese nombre es su destino. Si lleva el nombre de "Marisa Monte", significa que ese trozo de papel se acercará un día físicamente a Marisa Monte (un día que también lleva escrito). Aquella entrada mía se lo perdió; se quedó entera y sin destino. Y pienso ahora si mi ausencia del concierto de Marisa Monte este 2006 no habrá sido por serle fiel a aquella entrada.
[Publicado en Kiliedro]