Creo que fue Fernando Savater el que dijo –en esa celebración alegre de la heterodoxia que es Perdonadme, ortodoxos – que hay heterodoxias cargantes que nos hacen añorar la ortodoxia. Ponía como ejemplo a Manuel Benítez, El Cordobés, cuyo dinámico “salto de la rana” en las plazas de toros de los sesenta le hacía suspirar al aficionado por el purismo más estático. En la sociedad pop, en efecto, la opresión suele venir con más frecuencia de las heterodoxias aparatosas y consentidas que de las ortodoxias rutinarias. Resulta más fácil eludir a estas últimas que a las otras.
Durante la retransmisión del desfile del 12 de octubre, nuestros heterodoxos más previsibles se adornaban recitando, ortodoxamente, la canción de Brassens (en la versión de Paco Ibáñez): “la música militar nunca me supo levantar”. Lo cierto es que a mí tampoco; aunque no presumo de ello, porque no tiene mérito alguno: nadie me ha obligado jamás a levantarme con ella. Cuando vivía en Madrid, el 12 de octubre lo notaba por el estruendo de los aviones que sobrevolaban la ciudad. Daba cierta euforia sentir el cielo movidito; y luego me iba a pasear por otra zona, o me quedaba en casa, y ya estaba solucionado el día. Me gustaba, eso sí, que si ponía la tele estuviese lo que tenía que estar. Y ver luego en el informativo las imágenes normales.
Que en un país se haga lo que se hace en todos los países es (por definición) lo normal. Celebrar la fiesta nacional es lo normal. Y cuando la nación en cuestión es una democracia, en la que además el nacionalismo no impera –como por fortuna no impera en la España de hoy, por más que intenten fabricarlo las Españitas, donde sí impera–, el acto no deja de resultar dulcemente decorativo: un evento para las autoridades (que sí tienen la obligación, por todos nosotros) y para los aficionados. Un acto, propiamente, de normalidad democrática. Institucional.
Lo cargante es el salto de la rana de los que, teniendo la obligación (insisto: por todos nosotros, por nuestro Estado de derecho), se la saltan. Esas ausencias de Mas, Urkullu, Barkos e Iglesias, o las salidas de tono de Colau y el Kichi, que quedaron como el coro del estólido Willy Toledo. Detecto en todos ellos un espíritu más opresivo y marcial que en los soldados que desfilaron el lunes. Al ir cada uno por su senda estrambótica, “cargados de razón” por encima (o por debajo) de las instituciones democráticas y sus leyes, no hacen sino prolongar la historia de España que dicen detestar. El consenso de 1978 sigue siendo nuestra gran novedad civilizatoria. Esto es lo que se celebró el 12 de octubre, y lo que se volverá a celebrar el 6 de diciembre. Con la ortodoxa ausencia de nuestros torerillos.
* * *
En El Español.