Habría preferido no escribir sobre los atentados de Bruselas, al menos no tan pronto. Estos días son para los que tienen algo que decir: no opiniones, sino algo sobre los hechos. Pero hoy me tocaba artículo: esta es mi prosaica razón. El periodismo le obliga a uno a contravenirse. Ahora me adorno. Lo digo al menos.
Hace tiempo que estos crímenes arrojan una sombra desdichada de retórica. El sufrimiento y el duelo tienen lugar entre moscas. No llegan a buitres: son moscas. En cuanto salta la noticia acuden a lamer las heridas, para infestarlas. Son moscas, en general, ideológicas. Ocurre en Twitter sobre todo: el medio más rápido para la difusión de las moscas. (También por Twitter vamos conociendo los hechos, sabiendo de las víctimas: tiene lo peor y lo mejor).
Por la mañana temprano me habían invitado a ir a Bruselas en abril y tenía la ciudad en la cabeza. Poco después supe de los atentados. La tarde anterior, en una estación de tren, concurrida, pensé en que de pronto podía estallar una bomba. El pensamiento acude también en el metro a veces. Así se nos va infiltrando la idea. Pero es un pensamiento leve, que no llega a aprensión: es solo la posibilidad. Nuestro estado frágil. Pero, al mismo tiempo, apreciamos el poder de la vida que sigue. El engranaje majestuoso de lo cotidiano.
Lo que no podremos saber cuando se rompa, salvo que nos toque, es eso que escribió Arcadi Espada una vez, a propósito de otra desgracia: “El silencio de los hechos cuando ya han sucedido, pero aún no han empezado a narrarse”. Luego ya viene todo: la verbalización de los supervivientes, la narración de los testigos, de las autoridades y de los periodistas, las deposiciones de las moscas.
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En The Objective.