A un amigo (que luego resultó ser exhibicionista y le pusimos de apodo El Gabardina) le gustaba apostarse en el paseo marítimo a observar a las mujeres que hacían deporte. Este esfuerzo era para él la prueba de que querían estar, mantenerse, en el mercado sexual. La simple idea le excitaba.
Lo recuerdo mientras me deleito con las jugadoras de voley playa y las de rugby, con las tenistas, las nadadoras y las gimnastas: las que no son incuestionablemente bellas, crean belleza con sus actuaciones, como Simone Biles con su precisión prodigiosa, música corporal. Y a la espera de que lleguen la semana que vienen mis atletas (¡mis atletisas!): la corredora Michelle Jenneke, la saltadora de altura Blanka Vlasic, la pertiguista Allison Stokke... ¡Y las jabalinistas finlandesas, y las lanzadoras de martillo, y las gacelas africanas, y las musas caribeñas y orientales! Y todas esta vez en la femenina Río, la “Cidade Mulher” que cantaba Noel Rosa.
Pero en el espectáculo de las deportistas (y los deportistas, para quienes les gusten los hombres) hay un elemento de autosuficiencia, atractivo en sí pero que expulsa. No parece que se ejerciten para mercado sexual alguno, sino que todo en ellas –su sexualidad también– se cumple en el ejercicio. Nos queda mirar (el voyeurismo es el otro polo del exhibicionismo, nunca salió de su circuito El Gabardina) y recrearnos en esas perfecciones en las que no solo no hay lugar para nosotros, sino que tampoco nos dejan imaginar que lo haya para nadie.
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En The Objective.