Qué rabia dan las restricciones de carácter moralista o religioso, cuya justificación legal es oscura pero cuyo perjuicio en vidas concretas es claro. Los alumnos transexuales de los centros públicos estadounidenses no podrán usar, como proponía Obama, los baños de acuerdo con el género con el que se identifiquen. Un juez lo impide de momento. Entorpecimientos cotidianos en aras de una razón supuestamente superior.
Los baños (los servicios, los retretes) se mantienen como reductos de la separación entre mujeres y hombres, y de pronto siento ternura por ellos: como si se tratase de un parchís antiguo. En algunos locales los hay unisex; pero esta tendencia, que hace unos años parecía que iba a imponerse, se ha quedado rezagada. Se mantienen las dos casillas. Y las personas que hayan hecho el trasvase de una a otra, o estén en la indeterminación, se encuentran ahí –como hemos visto– con un obstáculo.
Me solidarizo con ellas, a la vez que evoco mi propia poética del asunto, que es heterosexual, preestablecida. Nunca lo había pensado, aunque siempre ha estado ahí. Un hombre y una mujer pueden levantarse juntos de la misma cama, desayunar juntos, pasar el día juntos, hacerlo todo juntos... Pero si por la tarde van al cine, tendrán que separarse al entrar en los servicios. Ella por un lado, él por otro.
Esa bifurcación configura un ámbito raro: un no lugar de la pareja. Breve, en el que apenas se repara, pero con sensaciones particulares. Se vive con levedad, porque el que sale antes sabe que en nada saldrá también el otro. Pero de algún modo anticipa la separación definitiva. Durante la proyección de la película, y después de que ellos se hayan ido del cine, las puertas de los servicios permanecerán separadas. Son una marca de la división del andrógino primigenio.
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En The Objective.