21.8.16
Sótanos atávicos
Ilustración: Tomás Serrano
La España del Prenda, como la ha llamado el Merodeador de EL ESPAÑOL, no es la España real. Pero es, sin duda, una de las Españas reales. Quizá la más antigua, la más persistente y, en este sentido, la más característica. Un terrón irrompible que aguanta: más que en nuestros sótanos nacionales, en nuestros sótanos antropológicos. Hay un ceporrismo para el que todo país se queda pequeño, o demasiado en la superficie; aunque las formas que adopte sean inseparables del país en que se manifiesta. En el nuestro se regodea en la vulgaridad, en la cutrez y la horterada, en la exhibición de la ignorancia y la incultura, en el vuelo gallináceo, en una contumacia de borricos. Y esto es sintomático, en tanto que dicho ceporrismo lo que hace es arrojarse de lleno a un barro del que todos, en mayor o menor medida, pese a las prevenciones, estamos salpicados: el de nuestra pésima educación, el de nuestra pobre cultura, el de nuestro bajo nivel en general. A veces pesa la pobreza, pero no inexorablemente: muchos de nuestros ricos y poderosos (ha quedado clarísimo en estos últimos años) forman parte también de la España del Prenda.
Una de las características de estos tiempos globalizados es que la sobreabundancia de información permite que cada cual se instale en ciertas vías de la realidad, descuidando otras paralelas igual de reales. Cada vía es inagotable y puede llenar las horas, sin dejar un segundo libre. Una de estas vías es la de los periódicos: estar en ellos, escribiendo o leyendo. Aunque los periódicos se abren al mundo, no dejan de constituir un estadio limitado: racional, de cierta sofisticación. En ellos se está en el debate público, en las discusiones y los enjuagues de la política, en la atención sociológica, en el relato de los espectáculos, en el diálogo intelectual... El mundo bruto se cuela por saltos: mediante los sucesos. Cuando el Prenda y sus amigotes violan a una muchacha, cuando se descubren las turbiedades de Torbe en sus negocios pornográficos o cuando en una pelea entre hinchas de fútbol muere Jimmy. En la relación anterior, naturalmente, mantengo la presunción de inocencia si no se ha pronunciado la Justicia: mis menciones son por el modo de irrupción; de lo que me ocupo aquí no es del delito, sino del estilo. Por los sucesos aflora esa España que, a poco que nos hayamos montado aceptablemente nuestra realidad, teníamos soslayada.
Aunque, por más que hayamos rehuido el trato frontal, nunca hemos dejado de tener atisbos suficientes de su existencia, de su persistencia. En internet están las hordas de Twitter, las cursiladas de Facebook (el kitsch cañí de algunas cuentas). Medio en internet y medio fuera, los aluviones del fútbol y de la televisión basura. Y fuera de internet, en carne viva, nuestras abusivas y ruidosas fiestas populares, la mala educación callejera, la fealdad y dejadez cotidianas, nuestras playas invivibles... Me pongo misantrópico, en plan Thomas Bernhard o Javier Marías: hago recuento mental y me embalo. Quizá no sea para tanto, pero es bastante. De lo peor, a lo que no tengo acceso directo, me hablan mis numerosos amigos profesores de instituto y universidad: el nivel que baja y baja, el analfabetismo funcional creciente (con las excepciones de rigor). No depende de los alumnos, sino de la estafa de formación que se les está proporcionando. Ellos son víctimas, pero la vida no para y terminarán siendo verdugos con su ignorancia. Los profesores son Casandras de la sociedad: ven por anticipado las generaciones que unos años después conoceremos el resto. Mis amigos están acojonados.
Las nuevas tecnologías se han puesto también al servicio de lo viejo. Como antes los coches y las motos, los televisores, los aparatos de música y los vídeos, ahora los ordenadores y los smartphones son utilizados profusamente por el ceporrismo. Un Prenda aficionado a la lectura no sería El Prenda: esa intermediación lo refutaría; o mejor dicho, lo habría situado en otro lugar, le habría hecho ser otro. En cambio, su móvil con WhatsApp y cámara reafirma, intensifica su ser: como si por esos conductos ultramodernos circulase sin obstáculo lo carpetovetónico.
El regeneracionismo español de los siglos XIX y XX sabía que el camino de salida estaba en la educación, junto a la prosperidad económica y la justicia social. Cuajó en los intentos de la II República, que fueron voluntariosos (y hermosos) pero ineficaces; y abruptamente abortados. El franquismo fue un campo de cultivo del ceporrismo, aunque el progreso económico-social empezó a cambiar las cosas en la década de 1960. El país se terminó de airear a partir de la de 1970, con la muerte de Franco y la democracia. Creo que nunca hemos sido más sofisticados ni nos hemos alejado más de lo carpetovetónico que en la década de 1980, en que se juntaron las ansias de reparación cultural (fomentadas por el bachillerato y la televisión pública: dos fuerzas que ya no cuentan) y el énfasis cosmopolita de la Movida. El cine de Almodóvar y revistas como La Luna de Madrid o El Víbora (de cómic) retomaban elementos carpetovetónicos, pero de manera irónica, con distanciamiento: un modo de dar cuenta de nuestros demonios y al mismo tiempo desactivarlos.
En las décadas de 1990 y 2000 la cosa cambió. Santiago Segura con su serie de Torrente (que enlazaba, exagerándolas y distorsionándolas, con las películas del landismo y las de Mariano Ozores) se entregaba enteramente a esos demonios: con humor, pero a la vez con un aprovechamiento más o menos equívoco. Su serie es divertida (yo me he tronchado con ella), pero a la vez ha servido de coartada para muchos niñatos. La distancia y la ironía debía ponerlas el espectador. El resultado es inapelable: aunque Segura es fino, ha contribuido al embrutecimiento. Se ha sumado así a la acción nefasta de programas de televisión como el de Pepe Navarro (para el que yo trabajé: tengo mi parte de culpa) , el de Sardá, Gran Hermano, Sálvame y todos los de esa onda. ¡Me pongo moralista!
Mi impresión es que hay ya muchos individuos perdidos: auténtica carne de cañón. Pero no hay ninguna determinación metafísica, ninguna esencia ceporra ni ninguna condena. La España del Prenda se podría extinguir, pero hace falta –como decían nuestros viejos regeneracionistas– educación. Y tiempo. Este va solo, pero a la otra de momento no se la ve.
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En El Español.