En mi vida he tenido largos periodos de abulia lectora, pero desde que terminé En busca del tiempo perdido en 2015 me ha entrado una auténtica fiebre. 2016 fue un gran año lector. Y 2017 lo ha sido aún más. Repasar la lista le da ahora densidad a mi año. En ella figuran las lecturas en el orden en que las empecé. Unas las acabé en seguida y otras después de mucho tiempo. Algunas (he hecho el cálculo: un 10%) han sido en diagonal, modalidad que defiendo: responde a la colisión entre el interés o curiosidad por un libro y el tiempo que uno está dispuesto a concederle. Excluyo las abandonadas, con una excepción: la de Boswell. Ha tenido su gracia. Me hice un cronograma para que fuese mi lectura de todo el año. Fui leyendo día a día las páginas estipuladas, convencido de que me estaba encantando; hasta que me reconocí que no: para entonces me hallaba en la página 1.000 (¡duró mi autoimpostura!), y ahí lo dejé. La que aplacé el año pasado (la de Eckermann) no la he retomado este, en que he aplazado otra: la de Pla. He insistido con Horacio, en varias traducciones (y un poco en latín). Ha habido, como siempre, relecturas (que no especifico); e incluyo artículos, prólogos y hasta cuadernillos que para mí han sido importantes. Más que el número–que ha resultado altito– me interesa el itinerario. (De 2018 sé que leeré menos).
1. Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990). Guillermo Carnero.
2. Vida de Samuel Johnson. James Boswell.
3. Odas (y epodos). Horacio.
4. La cosa en sí. Andrés Trapiello.
5. Antología de la poesía lírica griega (VII-IV a.C.). C. Gª Gual (tr.).
6. Figuraciones mías. Fernando Savater.
7. Filosofía del tedio. Lars Svendsen.
8. Fundido a rojo. José Daniel García.
9. Café des exilés. Juan Manuel Bonet.
10. Años felices. Gonzalo Torné.
11. Agrestes. João Cabral de Melo Neto.
12. Poesía sin estatua. Álvaro García.
13. Hermano de hielo. Alicia Kopf.
14. The Big Thing. Phylis Korkki.
15. Precipitados. Miguel Postigo.
16. La literatura considerada como una tauromaquia. Michel Leiris.
17. Cuatro cuartetos. T. S. Eliot.
18. Edad de hombre. Michel Leiris.
19. El amor del revés. Luisgé Martín.
20. Pessoa/Lisboa. A. Ruiz de Samaniego y José Manuel Mouriño.
21. "Four Quartets" (artículo). Jaime Gil de Biedma.
22. Coros de La Roca. T. S. Eliot.
23. Asesinato en la catedral. T. S. Eliot.
24. Prufrock y otras observaciones. T. S. Eliot.
25. La tierra baldía. T. S. Eliot.
26. Los hombres huecos. T. S. Eliot.
27. Miércoles de ceniza. T. S. Eliot.
28. "Las tres voces de la poesía". T. S. Eliot.
29. "Dante". T. S. Eliot.
30. "Lo que Dante significa para mí". T. S. Eliot.
31. "El rey del bosque". Andreu Jaume.
32. Malgastar. Mercedes Cebrián.
33. "Los poetas metafísicos". T. S. Eliot.
34. Vida nueva. Dante.
35. Breve tratado en alabanza de Dante. Boccaccio.
36. Inventos de la liebre de marzo. T. S. Eliot.
37. Un largo etcétera. Enrique García-Máiquez.
38. Do fuir. Andrés Trapiello.
39. La hora violeta. Sergio del Molino.
40. Nuevas lecturas compulsivas. Félix de Azúa.
41. Autobiografía de papel. Félix de Azúa.
42. Obra poética. Jules Laforgue.
43. Autobiografía sin vida. Félix de Azúa.
44. Los amores amarillos. Tristan Corbière.
45. Vuelta. Octavio Paz.
46. Pasado en claro. Octavio Paz.
47. Diario de un español cansado. Francisco Umbral.
48. La vista desde aquí. Ignacio Peyró y Valentí Puig.
49. Drama e identidad. Eugenio Trías.
50. Apariencia desnuda. Octavio Paz.
51. La prosa del mundo. Luis Antonio de Villena.
52. Las inclemencias del tiempo. Andrés Trapiello.
53. Maestros antiguos (cómic). Thomas Bernhard/Mahler.
54. Asterios Polyp (cómic). David Mazzucchelli.
55. Un pedigrí. Patrick Modiano.
56. Me acuerdo. Georges Perec.
57. Seis propuestas para el próximo milenio. Italo Calvino.
58. Artículos sobre la alegría y la muerte. Fernando Savater.
59. Por el camino de Chuang-Tzu. Thomas Merton.
60. El fanal hialino. Andrés Trapiello.
61. Pensar/Clasificar. Georges Perec.
62. Regiones devastadas. Guillermo Carnero.
63. La inspiración y el estilo. Juan Benet.
64. Diario 1983-1993. José Antonio Gabriel y Galán.
65. Sobre el tiempo. Rüdiger Safranski.
66. Clavícula. Marta Sanz.
67. El tiempo recobrado. Marcel Proust.
68. El árbol de la ciencia. Pío Baroja.
69. Tiempo. Rüdiger Safranski.
70. Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). Ramón Gaya.
71. El escritor de diarios. Andrés Trapiello.
72. Contra el tiempo. Luciano Concheiro.
73. Autorretrato en espejo convexo. John Ashbery.
74. Viaje sentimental. Laurence Sterne.
75. Alabanza de la lentitud. Lamberto Maffei.
76. Ser sin tiempo. Manuel Cruz.
77. El aroma del tiempo. Byung-Chul Han.
78. Dietario voluble. Enrique Vila-Matas.
79. Bartleby y compañía. Enrique Vila-Matas.
80. El mal de Montano. Enrique Vila-Matas.
81. Solo. August Strindberg.
82. El libro mudo. Nuria Amat.
83. Un ser de lejanías. Francisco Umbral.
84. Construcción. Vicente Luis Mora.
85. ¿Qué fue de la modernidad?. Gabriel Josipovici.
86. Notas de Tautenburg para Lou von Salomé. Friedrich Nietzsche.
87. Cronometrados. Simon Garfield.
88. Prosas apátridas (Completas). Julio Ramón Ribeyro.
89. Antología poética (1923-1977). Jorge Luis Borges.
90. Mansura. Félix de Azúa.
91. Historia de un idiota contada por él mismo. Félix de Azúa.
92. Génesis. Félix de Azúa.
93. La pasión domesticada. Félix de Azúa.
94. Historia de una novela. Thomas Wolfe.
95. Zona (Antología poética). Guillaume Apollinaire.
96. El sótano. Thomas Bernhard.
97. Siete moderno. Andrés Trapiello.
98. El aliento. Thomas Bernhard.
99. El frío. Thomas Bernhard.
100. El jardín de la pólvora. Andrés Trapiello.
101. La noche junto al álbum. Álvaro García.
102. Rama desnuda. Andrés Trapiello.
103. Los titanes venideros. Ernst Jünger.
104. Conversaciones con Jünger. Julien Hervier.
105. Crónicas biliares. Jorge Bustos.
106. Por un perro sin tumba. Rafael García Maldonado.
107. El teniente Sturm. Ernst Jünger.
108. Tempestades de acero. Ernst Jünger.
109. Diario de guerra (1914-1918). Ernst Jünger.
110. Sobre el dolor. Ernst Jünger.
111. La paz. Ernst Jünger.
112. Prólogo a Radiaciones (y algunas entradas). Ernst Jünger.
113. Los diarios de Emilio Renzi (1). Ricardo Piglia.
114. La luz de la dinamo. Nuria Barrios.
115. Ocho centrímetros. Nuria Barrios.
116. El hundimiento. Manuel Vilas.
117. Cuidados paliativos. José Antonio Llera.
118. Las cosas que me gustan. Xuan Bello.
119. Los diarios de Emilio Renzi (2). Ricardo Piglia.
120. Formas breves. Ricardo Piglia.
121. Nombre falso. Ricardo Piglia.
122. Prisión perpetua. Ricardo Piglia.
123. Crítica y ficción. Ricardo Piglia.
124. Pequeno livro. Cesário Verde.
125. La suma que nos resta. Gonzalo Gragera.
126. Historia mínima de Argentina. Pablo Yankelevich (ed.).
127. El último lector. Ricardo Piglia.
128. La invasión. Ricardo Piglia.
129. Respiración artificial. Ricardo Piglia.
130. La mirada de los peces. Sergio del Molino.
131. Rendición. Ray Loriga.
132. La forma inicial. Ricardo Piglia.
133. El camino de Ida. Ricardo Piglia.
134. Noche terrible/Una tarde de domingo. Roberto Arlt.
135. Mansos. Roberto Enríquez.
136. Réquiem. Antonio Tabucchi.
137. Hitch-22. Christopher Hitchens.
138. El discurso vacío. Mario Levrero.
139. Los nietos del Cid. Andrés Trapiello.
140. Mortalidad. Christopher Hitchens.
141. Poesía completa. Elizabeth Bishop.
142. Diary. David Perlov (cuadernillo).
143. La República y sus enemigos. Manuel Chaves Nogales.
144. Ayer no más. Andrés Trapiello.
145. Los diarios de Emilio Renzi (y3). Ricardo Piglia.
146. Réquiem. Lêdo Ivo.
147. Hotel Transición. Jesús Ruiz Mantilla.
148. Historia mínima de España. Juan Pablo Fusi.
149. Poesías completas. Antonio Machado.
150. Ecce homo. Friedrich Nietzsche.
151. Josep Pla. Arcadi Espada.
152. Miel y hiel. 44 versiones latinas. Ernesto Hernández Busto.
153. El cuaderno gris. Josep Pla.
154. Cartas desde la revolución bolchevique. Jacques Sadoul.
155. Fred Cabeza de Vaca. Vicente Luis Mora.
156. Las personas de la historia. Margaret MacMillan.
157. Cartas a Eugénio de Andrade. Luis Cernuda.
158. Odas de Ricardo Reis. Fernando Pessoa.
159. Cantar de los cantares. Fray Luis de León (tr.).
160. Vida de Henry Brulard/Recuerdos de egotismo. Stendhal.
161. En el cine. Alberto Moravia.
162. La máscara o la vida. Manuel Alberca.
163. Tiempo español. Murilo Mendes.
164. Alejandrías (Antología 1970-2013). Luis Antonio de Villena.
165. Contra el separatismo. Fernando Savater.
166. Atlas del bien y del mal. Tsevan Rabtan.
167. Poesía (1970-1982). Luis Antonio de Villena.
168. El buque fantasma. Andrés Trapiello.
169. El enfermero de Lenin. Valentín Roma.
170. Verano azul. Unas vacaciones en el corazón de la Transición. Mercedes Cebrián.
171. Burp. Apuntes gastronómicos. Mercedes Cebrián.
172. Corsarios de guante amarillo. Sobre el dandysmo. L.A. de Villena.
173. Qué está pasando en Cataluña. Eduardo Mendoza.
174. Dorados días de sol y noche (Memorias II). L. A. de Villena.
175. Blanco (y Archivo Blanco). Octavio Paz.
176. Un anarquista de derechas (col. Baroja & yo). L. A. de Villena.
177. René Magritte (cómic). VV. AA.
178. Mundo es. Andrés Trapiello.
179. La muerte únicamente. Luis Antonio de Villena.
180. Proyecto para excavar una villa romana en el páramo. Luis Antonio de Villena.
181. Exceso de buen tiempo. José Antonio Mesa Toré.
182. Como a lugar extraño. Luis Antonio de Villena.
183. La tentación de Ícaro. Luis Antonio de Villena.
184. El joven sin alma. Novela romántica. Vicente Molina Foix.
185. Marginados. Luis Antonio de Villena.
186. El Anticristo. Friedrich Nietzsche.
187. Berta Isla. Javier Marías.
188. Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. L. A. de Villena.
189. Cuadernillo Góngora (Conferencias de J.Mª Micó en la F. March).
190. Fábula de Polifemo y Galatea. Góngora.
191. Soledades. Góngora.
31.12.17
27.12.17
El niño como guinda
“¿Qué les pasa a estos tíos con los niños?”, me escribe un amigo a propósito de una de las muchas fotos de niños catalanes envueltos en la estelada junto a adultos independentistas. “Hasta hace pocos años este uso de los niños hubiera sido inconcebible en este país. A cualquiera se le hubiera caído la cara de vergüenza. Todo empezó con los castellers: ¡el niño como guinda!”.
Es verdad. Y no podemos permitir que por su insistencia deje de escandalizarnos. No me cuesta reconocerles a esos adultos, para salvarles la intención, que piensan que hacen lo mejor para sus niños: que los engañan porque se engañan (vuelve el “nuestros padres mintieron, eso es todo”). Pero esto no sería más que otro indicio –espeluznante– del delirio en que viven. Y que si algo no tiene ya es justamente engaño: se ha demostrado suicida.
Lo último ha sido el uso lacrimógeno de los niños que no podrán pasar las navidades con sus padres presos... Los llevan al precipicio, los embuten en banderas y pancartas, pero lo que lamentan es que no cuadre la foto navideña.
Cuando esos niños crezcan y se den cuenta de lo que han estado haciendo con ellos, despreciarán a sus padres. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, serán como ellos. Pero si no son todavía los hijos, serán los hijos de los hijos, o los hijos de los hijos de los hijos. Hasta que llegue la generación correcta, la no engañada y libre. Porque llegará.
* * *
En The Objective.
Es verdad. Y no podemos permitir que por su insistencia deje de escandalizarnos. No me cuesta reconocerles a esos adultos, para salvarles la intención, que piensan que hacen lo mejor para sus niños: que los engañan porque se engañan (vuelve el “nuestros padres mintieron, eso es todo”). Pero esto no sería más que otro indicio –espeluznante– del delirio en que viven. Y que si algo no tiene ya es justamente engaño: se ha demostrado suicida.
Lo último ha sido el uso lacrimógeno de los niños que no podrán pasar las navidades con sus padres presos... Los llevan al precipicio, los embuten en banderas y pancartas, pero lo que lamentan es que no cuadre la foto navideña.
Cuando esos niños crezcan y se den cuenta de lo que han estado haciendo con ellos, despreciarán a sus padres. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, serán como ellos. Pero si no son todavía los hijos, serán los hijos de los hijos, o los hijos de los hijos de los hijos. Hasta que llegue la generación correcta, la no engañada y libre. Porque llegará.
* * *
En The Objective.
18.12.17
El voto nefasto
Claro que se puede votar mal. Y tiene gracia que quienes se enfadan cuando se dice y acusan de paternalismo al que lo dice sean aquellos que luego defienden regímenes dictatoriales con un papá dictador al que adoran... Pero los demócratas, y precisamente porque lo somos (lo que incluye una visión no determinista de la historia), no tenemos complejo en señalarlo: claro que se puede votar mal.
Abundan los ejemplos. Votar al partido nazi alemán en 1933 era votar mal. Votar a Fuerza Nueva en las primeras elecciones de nuestra democracia era votar mal. Votar a Herri Batasuna, con ETA matando, era votar mal. Votar a los partidos independentistas este jueves 21 de diciembre será votar mal. El votante es también a su modo un cliente, pero no siempre lleva razón. Y cuando no la lleva o no va a llevarla hay que decírselo, incluso enérgicamente.
Sé que mis comparaciones han sido algo truculentas; pero más allá de holocaustos, fascismos y crímenes nacionalcomunistas, son ejemplos que prueban la existencia del voto nefasto. También lo es el de Le Pen en Francia o el de Trump en Estados Unidos. Salvando las diferencias, el de los catalanes que voten el 21-D a Junts per Catalunya (toda una delicadeza que su líder no le haya puesto Tots per Puigdemont), ERC o la CUP lo será también. Su porcentaje, que se presume alto –quizá alcance o supere la mitad–, nos dará ante todo el índice de gravedad de una sociedad enferma.
Como se ha repetido (se lo leí por primera vez a Rafa Latorre), la novedad de estas elecciones es que quienes voten a los independentistas sabrán esta vez lo que votan: no Jauja, sino la ruina; no la unidad, sino la división; no la paz en el crisol de la patria, sino la confrontación civil; no la épica, sino el ridículo. Serán unos empecinados como los que ha habido siempre en la historia de España, en la que ya apenas quedan ellos: nuestros últimos españolazos. (Las muecas de un Toni Albà solo son comparables a las de Millán Astray).
El voto independentista será malo para Cataluña, y por supuesto también para España. El que opte por él, en consecuencia, lo hará por lo segundo y no por lo primero. Será un voto movido no por el amor a Cataluña (a la que perjudicará), sino por el odio a España (a la que perjudicará también). El odio imponiéndose al amor. Como en los mejores tiempos de nuestra historia nefasta.
* * *
En El Español.
Abundan los ejemplos. Votar al partido nazi alemán en 1933 era votar mal. Votar a Fuerza Nueva en las primeras elecciones de nuestra democracia era votar mal. Votar a Herri Batasuna, con ETA matando, era votar mal. Votar a los partidos independentistas este jueves 21 de diciembre será votar mal. El votante es también a su modo un cliente, pero no siempre lleva razón. Y cuando no la lleva o no va a llevarla hay que decírselo, incluso enérgicamente.
Sé que mis comparaciones han sido algo truculentas; pero más allá de holocaustos, fascismos y crímenes nacionalcomunistas, son ejemplos que prueban la existencia del voto nefasto. También lo es el de Le Pen en Francia o el de Trump en Estados Unidos. Salvando las diferencias, el de los catalanes que voten el 21-D a Junts per Catalunya (toda una delicadeza que su líder no le haya puesto Tots per Puigdemont), ERC o la CUP lo será también. Su porcentaje, que se presume alto –quizá alcance o supere la mitad–, nos dará ante todo el índice de gravedad de una sociedad enferma.
Como se ha repetido (se lo leí por primera vez a Rafa Latorre), la novedad de estas elecciones es que quienes voten a los independentistas sabrán esta vez lo que votan: no Jauja, sino la ruina; no la unidad, sino la división; no la paz en el crisol de la patria, sino la confrontación civil; no la épica, sino el ridículo. Serán unos empecinados como los que ha habido siempre en la historia de España, en la que ya apenas quedan ellos: nuestros últimos españolazos. (Las muecas de un Toni Albà solo son comparables a las de Millán Astray).
El voto independentista será malo para Cataluña, y por supuesto también para España. El que opte por él, en consecuencia, lo hará por lo segundo y no por lo primero. Será un voto movido no por el amor a Cataluña (a la que perjudicará), sino por el odio a España (a la que perjudicará también). El odio imponiéndose al amor. Como en los mejores tiempos de nuestra historia nefasta.
* * *
En El Español.
11.12.17
El truco de Eduardo Mendoza
El escritor Eduardo Mendoza, premio Cervantes 2016, ha publicado una pieza exquisita, de urgencia: Qué está pasando en Cataluña (ed. Seix Barral). Se lee en una hora y es una hora civilizada, sensata, razonable, incluso amena. Sería ideal si no contuviese un truco: la insistencia de Mendoza en que no está con ninguno de “los dos bandos”.
Es un truco porque lo que dice en su libro solo es asumible por uno de los “bandos”: el constitucionalista. El otro, el de los independentistas, ve refutado en él sus argumentos principales. Por eso la formulación de Mendoza resulta cosmética, de autoadorno: no nos dice nada de la realidad, sino de cómo quiere ser percibido el autor.
Yo lo entiendo, naturalmente. El deseo de mantenerse limpio en medio del fango es loable. Casa además con la elegancia del autor y lo que él llama su “temperamento”: su escepticismo de fondo, su consideración de la vida humana como un teatro, su ironía melancólica que intenta no ser patética sino ligera... Estas virtudes hacen que sus libros resulten deliciosos; una delicia con su dosis de amargura, porque no son complacientes.
En la mención de “los dos bandos”, en cambio, sí detecto complacencia. Veo en ello un cierto ventajismo, o un pancismo. Mendoza sería aquí una suerte de pancista delgado... Porque de sus reflexiones (ese intento de comprender llevado por la ansiedad, como dice al final del libro) se deduce que quienes están en lo cierto son los constitucionalistas; pero él ya no se atreve a concluirlo, porque le parecerá feo y él quiere mantenerse guapo.
El libro, como digo, quitando esos momentos, está muy bien. Mendoza resume con claridad la historia político-sociológica de Cataluña, el origen de sus conflictos, su reflejo en el carácter catalán, cómo ha incidido en él la inmigración, de qué modo Barcelona difiere del resto de Cataluña... Su mirada es aguda y compleja, como no podía ser menos en quien le ha dado vida en sus novelas a esa realidad. Ve también que España es una democracia, no el país franquista que dicen los independentistas; y que la independencia no sería mejor para Cataluña sino peor.
El que, pese a ello, hable de “dos bandos” equiparables hace que nos encontremos ante lo de siempre: la apelación a un bando fantasma –el de un nacionalismo español excluyente, recalcitrante– que sería, sí, equiparable al de los independentistas; pero que hoy no existe. Encasquetárselo a los constitucionalistas es una prestidigitación por medio de la cual desaparece una verdad: la de que son los constitucionalistas quienes se hacen cargo de la Cataluña compleja de que habla Mendoza, los que representan el diálogo, la convivencia y la integración.
* * *
En El Español.
Es un truco porque lo que dice en su libro solo es asumible por uno de los “bandos”: el constitucionalista. El otro, el de los independentistas, ve refutado en él sus argumentos principales. Por eso la formulación de Mendoza resulta cosmética, de autoadorno: no nos dice nada de la realidad, sino de cómo quiere ser percibido el autor.
Yo lo entiendo, naturalmente. El deseo de mantenerse limpio en medio del fango es loable. Casa además con la elegancia del autor y lo que él llama su “temperamento”: su escepticismo de fondo, su consideración de la vida humana como un teatro, su ironía melancólica que intenta no ser patética sino ligera... Estas virtudes hacen que sus libros resulten deliciosos; una delicia con su dosis de amargura, porque no son complacientes.
En la mención de “los dos bandos”, en cambio, sí detecto complacencia. Veo en ello un cierto ventajismo, o un pancismo. Mendoza sería aquí una suerte de pancista delgado... Porque de sus reflexiones (ese intento de comprender llevado por la ansiedad, como dice al final del libro) se deduce que quienes están en lo cierto son los constitucionalistas; pero él ya no se atreve a concluirlo, porque le parecerá feo y él quiere mantenerse guapo.
El libro, como digo, quitando esos momentos, está muy bien. Mendoza resume con claridad la historia político-sociológica de Cataluña, el origen de sus conflictos, su reflejo en el carácter catalán, cómo ha incidido en él la inmigración, de qué modo Barcelona difiere del resto de Cataluña... Su mirada es aguda y compleja, como no podía ser menos en quien le ha dado vida en sus novelas a esa realidad. Ve también que España es una democracia, no el país franquista que dicen los independentistas; y que la independencia no sería mejor para Cataluña sino peor.
El que, pese a ello, hable de “dos bandos” equiparables hace que nos encontremos ante lo de siempre: la apelación a un bando fantasma –el de un nacionalismo español excluyente, recalcitrante– que sería, sí, equiparable al de los independentistas; pero que hoy no existe. Encasquetárselo a los constitucionalistas es una prestidigitación por medio de la cual desaparece una verdad: la de que son los constitucionalistas quienes se hacen cargo de la Cataluña compleja de que habla Mendoza, los que representan el diálogo, la convivencia y la integración.
* * *
En El Español.
9.12.17
La magia rusa
(Sobre 'A Moscú sin Kaláshnikov')
Hace tiempo que quería escribir sobre A Moscú sin Kaláshnikov. Una crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico de Daniel Utrilla (Libros del K.O., 2013), pero no encontraba la ocasión. Ahora la ocasión me la sirve Jot Down, porque el libro puede adquirirse con el trimestral nº 21, especial URSS. Sé que esto queda un tanto promocional, pero merece la pena: A Moscú sin Kaláshnikov es uno de los mejores libros publicados (y escritos) en español en lo que va de siglo. Por lo demás, no es un secreto: ha tenido muchos lectores y reseñas entusiastas; está a punto de salir la cuarta edición. Aquí escribo para los rezagados, y para avivar el fuego.
Aunque no hace falta avivarlo mucho, porque si hay un libro ardiente es este híbrido logradísimo de autobiografía, crónica y ensayo. Lo más admirable es su apasionamiento: cuenta una pasión con pasión, con palabras que son brasas. La pasión es por un país, Rusia. Por eso el autor, que fue corresponsal del diario El Mundo en Moscú y que sigue viviendo en Moscú, lo ha llamado “crónica sentimental”. Mi lectura, en este sentido, no ha dejado de tener su gracia. El país que yo amo como Utrilla ama a Rusia es Brasil. Y Utrilla transmite tan bien su amor que lo he vivido como si fuese el mío. Su intensidad ha calentado (¡incendiado!) las nieves moscovitas como si estuviesen en Ipanema. Lo que me ha llegado con este libro, pues, ha sido una especie de Rusia tropical...
Pero no ha de engañarnos el clima de Rusia: pese al frío, es un país de pasiones, como lo prueba su literatura, su música, su arte en general, el temperamento de su gente y su historia. Lo que hace Utrilla es ser digno de ellas, hasta el extremo de parecer un personaje de novela rusa. Su pasión es intensa y minuciosa. Y extensa: abarca todo ese país continental. El libro tiene mucho de la más rusa de las novelas americanas: Moby Dick. La obsesión de Utrilla es como la del capitán Ahab: Rusia es su ballena blanca. Y del mismo modo que el libro de Melville reproduce en su desmesura a la ballena, el libro de Utrilla reproduce a Rusia. Leer ambos libros vale por un viaje transformador, por una experiencia profunda. No sé, por cierto, si es intencionado, pero la acumulación de citas iniciales de A Moscú sin Kaláshnikov recuerda a la de Moby Dick. Son todas buenas, pero escojo esta de Beigbeder: “Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú”.
Tampoco se deprime uno con A Moscú sin Kaláshnikov: es un libro vibrante, en el que siempre están pasando cosas. Para empezar (y sobre todo) en la página, en su escritura: no hay ni una línea inerte. El sistema de metáforas, de juegos de palabras, de expresiones felices, de asociaciones, de iluminaciones, es prodigioso: y todo va además lanzado, suelto, dinámico. Todo fluye. Su multitud de elementos no se apelmazan. Utrilla es como un cocinero que va sacando cien guisos a un tiempo; o un malabarista haciendo girar cien platillos; o un jugador de cien partidas simultáneas de ajedrez: ruso, por supuesto. Su prosa es un jubiloso exceso dionisiaco, pero con un sabio control apolíneo, porque no se le desmorona. La expresión es portentosa, pero lo que cuenta lo es también: las palabras y las historias van, por lo tanto, a la par, como debe ocurrir en la mejor literatura. Ese goce doble, conjuntado, hace de A Moscú sin Kaláshnikov una obra maestra.
El sistema implícito en el libro me ha recordado la caracterización que hacía Octavio Paz en Los hijos del limo de la analogía: “la visión del universo como un sistema de correspondencias” y “la visión del lenguaje como el doble del universo”. Los puentes que Utrilla tiende continuamente entre las palabras y los conceptos, a una velocidad endiablada, tiene que ver con esto; con las “correspondencias” de Baudelaire y con los “vasos comunicantes” de André Breton. También con las determinaciones de la pasión de Dante y Petrarca: de resonancias universales, cósmicas.
Utrilla presenta su pasión por Rusia como un destino. Hay una necesidad que se establece en un plano entre literario y real (ambos aspectos contaminándose mutuamente). Lo que haya ocurrido en su vida, él lo aquilata en su libro, que es un territorio verbal en que la realidad aparece intensificada e imantada. Lo decisivo es eso: la necesidad. Tiene algo de juego, pero de juego serio: no gratuito. Las asociaciones se producen desde su propio nacimiento. Cuenta Utrilla que a la misma hora en que él nacía, el 16 de octubre de 1976, “los dos tripulantes soviéticos de la fallida misión espacial Soyuz 23 volvían a nacer en medio de un dramático rescate con helicópteros en el lago salino Tengiz, Kazajistán”. Y añade luego: “Quizá en ese momento levitó hasta mis orejas en medio de los arrumacos familiares la palabra cosmonauta, pero yo ya flotaba en mi nuevo universo materno, más ocupado en explorar otras vías lácteas. ¿Estaba mi destino ruso escrito en las estrellas? ¿Acaso en esa esfera de metal de fabricación soviética caída del espacio que quebró la superficie helada del lago Tengiz mientras mi madre rompía aguas?”.
A partir de aquí, Utrilla va desplegando los elementos de su “inexplicable amor por Rusia”. Rastrea las semillas vitales de su rusofilia, que van desde el hecho de que los rusos apareciesen siempre como los malos en las películas a su pasión por las novelas rusas y por el baloncestista Chechu Biriukov. Dice de este: “La estela de aquellos triples imposibles enhebraron mi mirada como con un pespunte de puro preciosismo. Lo ruso entendido como estética. Como algo bello, exótico y difícil. Rusia se me metió antes en el ojo que en la razón”. Contra la tendencia a ver lo ruso como algo turbio, la visión de Utrilla es luminosa: “Los periodistas occidentales siempre han mirado a Rusia instalados en el lado oscuro. Yo no. Yo siempre la he visto bajo otra luz, fuera de la zona oscura. Más allá de la línea de tres puntos. Intentando lo imposible. Saltando más que los demás”. Una actitud entre quijotesca y romántica, de amor por el desfavorecido o vilipendiado, por el maldito.
Lo bueno es que, tal como explicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, lo pasional no es aquello que impide el conocimiento, sino lo contrario: aquello que lo funda. A partir del interés pasional, el sujeto se entrega al conocimiento del objeto de su pasión. A Moscú sin Kaláshnikov es también un despliegue de conocimiento sobre Rusia: sobre su historia, sobre su política, sobre su literatura, sobre sus gentes, sobre el “alma rusa”. Utrilla comprende y hace comprender. No esconde el lado negativo, pero su inclinación hace que destaque el positivo. Es decididamente partidario de Rusia, por lo que su libro suscita ante todo simpatía por lo que podríamos denominar “la magia rusa”. La Rusia de Utrilla es un país literalmente encantador.
Hay otras dos pasiones en el libro, aunque confluyen en la pasión rusa: la pasión por la literatura –por la escritura– y la pasión por el Real Madrid. Sobre esta última, ya se ha mencionado a Biriukov (“la primera palabra rusa que me marcó de verdad”), pero lo primero es el fútbol. Su pasión madridista –gobernada por “el espíritu de Juanito”– es tan absorbente que, pese a las continuas asociaciones con la rusa, parece tener entidad propia, hasta el extremo de que podría amenazar a la otra. Pero Utrilla resuelve brillantemente esta dualidad cuando descubre que “el escudo del Real Madrid es el mapa de Moscú”: un momento apoteósico del libro. Toda pasión auténtica es pasión única.
La literaria también: es una pasión en sí misma y un instrumento de (y para) las otras pasiones. Entre los autores en lengua española reconoce como maestros a Julio Camba, García Márquez y el Sánchez Ferlosio de Alfanhuí. Y entre los rusos, por encima de todos, a Nabókov y Tolstói. El libro culmina con la peregrinación de Utrilla a Yásnaia Poliana, la finca del segundo. Al comienzo estuvo el magisterio de su profesor de redacción periodística José Julio Perlado, al que el autor rinde un emocionante homenaje a la vez que da cuenta de sus enseñanzas: un cursillo acelerado de escritura para el lector.
El acceso de Utrilla a la Rusia real se produce por medio del periodismo. Esta crónica “envuelta en papel de periódico” es, en otra de sus capas, la de un corresponsal de los de antes, justo en el periodo en que el viejo oficio se desmorona con la irrupción de la era digital: momento nuevo que Utrilla respeta pero que considera ya “otra cosa” que no es la suya. “¿Es posible la prosa con prisa?”, se pregunta. Tras once años de corresponsalía en Moscú, abandonó el periodismo pero no Moscú, no Rusia: se quedó allí. Este libro lo escribió justo después: sus memorias de corresponsal llevan un halo elegíaco porque hablan de algo que ha desaparecido. Mas no por ello dejan de ser trepidantes. Por ese trabajo suyo sin horarios, en el que, según Utrilla, se fichaba al sellar el pasaporte y cuya oficina era toda Rusia, conoce historias y personajes de lo más variopintos, de los que en el libro se ofrece un buen muestrario: aparecen, entre otros, el embalsamador de Lenin, un cosmonauta al que la desintegración de la Unión Soviética pilló en el espacio, un hombre que dedica su vida a buscar el Yeti, el guardián del pene embalsamado de Rasputin o los miembros de una secta rusa que rinde culto al dictador Franco...
Entre las asociaciones de Utrilla están también, por supuesto, las que establece entre Rusia y España. Me he acordado de esas semejanzas que encontraba Cioran, como en De lágrimas y de santos: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. O esto sobre nuestro país que valdría igualmente (si aceptamos la formulación truculenta) para Rusia: “El mérito de España ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Las prácticas periodísticas las hizo Utrilla en el Diario de Soria, ciudad en la que no solo conoció al amigo ruso que le “abrió las puertas de Moscú”, sino que “si a Soria le cambiamos la r por la S resulta Rosia, que es precisamente como suena Rusia en ruso: Rossía”. En Soria además se rodó parte de Doctor Zhivago, película en la que el Moncayo hacía de los Urales, y que cuando la madre de Utrilla la veía (“la madre Rosa”) decía: “Hay que ver cuánto han sufrido los rusos”...
Hay muchas cosas más, pero solo queda espacio para mencionar dos importantísimas: el vodka (las “emvodkadas”) y, por supuesto, las mujeres rusas, ante cuya belleza Utrilla se autorretrata humorísticamente como un Alfredo Landa. Sus historias de amor y desamor son de lo mejor de este libro tan bueno. Antonio García Maldonado, que hizo una excelente reseña de A Moscú sin Kaláshnikov, resaltó estas líneas maravillosas: “La nariz lapona de Natasha, ligeramente redondeada en la punta, sus ojillos escurriéndose hacia las sienes como gotas de agua en ventanilla de Boeing de Aeroflot, y sus labios insinuantes y rojos como el botón nuclear, encajaban en la imagen de rusa que arrastraba desde la infancia”. Métanse en este libro, si aún no se han metido, y vivan su magia.
* * *
En Jot Down.
Hace tiempo que quería escribir sobre A Moscú sin Kaláshnikov. Una crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico de Daniel Utrilla (Libros del K.O., 2013), pero no encontraba la ocasión. Ahora la ocasión me la sirve Jot Down, porque el libro puede adquirirse con el trimestral nº 21, especial URSS. Sé que esto queda un tanto promocional, pero merece la pena: A Moscú sin Kaláshnikov es uno de los mejores libros publicados (y escritos) en español en lo que va de siglo. Por lo demás, no es un secreto: ha tenido muchos lectores y reseñas entusiastas; está a punto de salir la cuarta edición. Aquí escribo para los rezagados, y para avivar el fuego.
Aunque no hace falta avivarlo mucho, porque si hay un libro ardiente es este híbrido logradísimo de autobiografía, crónica y ensayo. Lo más admirable es su apasionamiento: cuenta una pasión con pasión, con palabras que son brasas. La pasión es por un país, Rusia. Por eso el autor, que fue corresponsal del diario El Mundo en Moscú y que sigue viviendo en Moscú, lo ha llamado “crónica sentimental”. Mi lectura, en este sentido, no ha dejado de tener su gracia. El país que yo amo como Utrilla ama a Rusia es Brasil. Y Utrilla transmite tan bien su amor que lo he vivido como si fuese el mío. Su intensidad ha calentado (¡incendiado!) las nieves moscovitas como si estuviesen en Ipanema. Lo que me ha llegado con este libro, pues, ha sido una especie de Rusia tropical...
Pero no ha de engañarnos el clima de Rusia: pese al frío, es un país de pasiones, como lo prueba su literatura, su música, su arte en general, el temperamento de su gente y su historia. Lo que hace Utrilla es ser digno de ellas, hasta el extremo de parecer un personaje de novela rusa. Su pasión es intensa y minuciosa. Y extensa: abarca todo ese país continental. El libro tiene mucho de la más rusa de las novelas americanas: Moby Dick. La obsesión de Utrilla es como la del capitán Ahab: Rusia es su ballena blanca. Y del mismo modo que el libro de Melville reproduce en su desmesura a la ballena, el libro de Utrilla reproduce a Rusia. Leer ambos libros vale por un viaje transformador, por una experiencia profunda. No sé, por cierto, si es intencionado, pero la acumulación de citas iniciales de A Moscú sin Kaláshnikov recuerda a la de Moby Dick. Son todas buenas, pero escojo esta de Beigbeder: “Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú”.
Tampoco se deprime uno con A Moscú sin Kaláshnikov: es un libro vibrante, en el que siempre están pasando cosas. Para empezar (y sobre todo) en la página, en su escritura: no hay ni una línea inerte. El sistema de metáforas, de juegos de palabras, de expresiones felices, de asociaciones, de iluminaciones, es prodigioso: y todo va además lanzado, suelto, dinámico. Todo fluye. Su multitud de elementos no se apelmazan. Utrilla es como un cocinero que va sacando cien guisos a un tiempo; o un malabarista haciendo girar cien platillos; o un jugador de cien partidas simultáneas de ajedrez: ruso, por supuesto. Su prosa es un jubiloso exceso dionisiaco, pero con un sabio control apolíneo, porque no se le desmorona. La expresión es portentosa, pero lo que cuenta lo es también: las palabras y las historias van, por lo tanto, a la par, como debe ocurrir en la mejor literatura. Ese goce doble, conjuntado, hace de A Moscú sin Kaláshnikov una obra maestra.
El sistema implícito en el libro me ha recordado la caracterización que hacía Octavio Paz en Los hijos del limo de la analogía: “la visión del universo como un sistema de correspondencias” y “la visión del lenguaje como el doble del universo”. Los puentes que Utrilla tiende continuamente entre las palabras y los conceptos, a una velocidad endiablada, tiene que ver con esto; con las “correspondencias” de Baudelaire y con los “vasos comunicantes” de André Breton. También con las determinaciones de la pasión de Dante y Petrarca: de resonancias universales, cósmicas.
Utrilla presenta su pasión por Rusia como un destino. Hay una necesidad que se establece en un plano entre literario y real (ambos aspectos contaminándose mutuamente). Lo que haya ocurrido en su vida, él lo aquilata en su libro, que es un territorio verbal en que la realidad aparece intensificada e imantada. Lo decisivo es eso: la necesidad. Tiene algo de juego, pero de juego serio: no gratuito. Las asociaciones se producen desde su propio nacimiento. Cuenta Utrilla que a la misma hora en que él nacía, el 16 de octubre de 1976, “los dos tripulantes soviéticos de la fallida misión espacial Soyuz 23 volvían a nacer en medio de un dramático rescate con helicópteros en el lago salino Tengiz, Kazajistán”. Y añade luego: “Quizá en ese momento levitó hasta mis orejas en medio de los arrumacos familiares la palabra cosmonauta, pero yo ya flotaba en mi nuevo universo materno, más ocupado en explorar otras vías lácteas. ¿Estaba mi destino ruso escrito en las estrellas? ¿Acaso en esa esfera de metal de fabricación soviética caída del espacio que quebró la superficie helada del lago Tengiz mientras mi madre rompía aguas?”.
A partir de aquí, Utrilla va desplegando los elementos de su “inexplicable amor por Rusia”. Rastrea las semillas vitales de su rusofilia, que van desde el hecho de que los rusos apareciesen siempre como los malos en las películas a su pasión por las novelas rusas y por el baloncestista Chechu Biriukov. Dice de este: “La estela de aquellos triples imposibles enhebraron mi mirada como con un pespunte de puro preciosismo. Lo ruso entendido como estética. Como algo bello, exótico y difícil. Rusia se me metió antes en el ojo que en la razón”. Contra la tendencia a ver lo ruso como algo turbio, la visión de Utrilla es luminosa: “Los periodistas occidentales siempre han mirado a Rusia instalados en el lado oscuro. Yo no. Yo siempre la he visto bajo otra luz, fuera de la zona oscura. Más allá de la línea de tres puntos. Intentando lo imposible. Saltando más que los demás”. Una actitud entre quijotesca y romántica, de amor por el desfavorecido o vilipendiado, por el maldito.
Lo bueno es que, tal como explicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, lo pasional no es aquello que impide el conocimiento, sino lo contrario: aquello que lo funda. A partir del interés pasional, el sujeto se entrega al conocimiento del objeto de su pasión. A Moscú sin Kaláshnikov es también un despliegue de conocimiento sobre Rusia: sobre su historia, sobre su política, sobre su literatura, sobre sus gentes, sobre el “alma rusa”. Utrilla comprende y hace comprender. No esconde el lado negativo, pero su inclinación hace que destaque el positivo. Es decididamente partidario de Rusia, por lo que su libro suscita ante todo simpatía por lo que podríamos denominar “la magia rusa”. La Rusia de Utrilla es un país literalmente encantador.
Hay otras dos pasiones en el libro, aunque confluyen en la pasión rusa: la pasión por la literatura –por la escritura– y la pasión por el Real Madrid. Sobre esta última, ya se ha mencionado a Biriukov (“la primera palabra rusa que me marcó de verdad”), pero lo primero es el fútbol. Su pasión madridista –gobernada por “el espíritu de Juanito”– es tan absorbente que, pese a las continuas asociaciones con la rusa, parece tener entidad propia, hasta el extremo de que podría amenazar a la otra. Pero Utrilla resuelve brillantemente esta dualidad cuando descubre que “el escudo del Real Madrid es el mapa de Moscú”: un momento apoteósico del libro. Toda pasión auténtica es pasión única.
La literaria también: es una pasión en sí misma y un instrumento de (y para) las otras pasiones. Entre los autores en lengua española reconoce como maestros a Julio Camba, García Márquez y el Sánchez Ferlosio de Alfanhuí. Y entre los rusos, por encima de todos, a Nabókov y Tolstói. El libro culmina con la peregrinación de Utrilla a Yásnaia Poliana, la finca del segundo. Al comienzo estuvo el magisterio de su profesor de redacción periodística José Julio Perlado, al que el autor rinde un emocionante homenaje a la vez que da cuenta de sus enseñanzas: un cursillo acelerado de escritura para el lector.
El acceso de Utrilla a la Rusia real se produce por medio del periodismo. Esta crónica “envuelta en papel de periódico” es, en otra de sus capas, la de un corresponsal de los de antes, justo en el periodo en que el viejo oficio se desmorona con la irrupción de la era digital: momento nuevo que Utrilla respeta pero que considera ya “otra cosa” que no es la suya. “¿Es posible la prosa con prisa?”, se pregunta. Tras once años de corresponsalía en Moscú, abandonó el periodismo pero no Moscú, no Rusia: se quedó allí. Este libro lo escribió justo después: sus memorias de corresponsal llevan un halo elegíaco porque hablan de algo que ha desaparecido. Mas no por ello dejan de ser trepidantes. Por ese trabajo suyo sin horarios, en el que, según Utrilla, se fichaba al sellar el pasaporte y cuya oficina era toda Rusia, conoce historias y personajes de lo más variopintos, de los que en el libro se ofrece un buen muestrario: aparecen, entre otros, el embalsamador de Lenin, un cosmonauta al que la desintegración de la Unión Soviética pilló en el espacio, un hombre que dedica su vida a buscar el Yeti, el guardián del pene embalsamado de Rasputin o los miembros de una secta rusa que rinde culto al dictador Franco...
Entre las asociaciones de Utrilla están también, por supuesto, las que establece entre Rusia y España. Me he acordado de esas semejanzas que encontraba Cioran, como en De lágrimas y de santos: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. O esto sobre nuestro país que valdría igualmente (si aceptamos la formulación truculenta) para Rusia: “El mérito de España ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Las prácticas periodísticas las hizo Utrilla en el Diario de Soria, ciudad en la que no solo conoció al amigo ruso que le “abrió las puertas de Moscú”, sino que “si a Soria le cambiamos la r por la S resulta Rosia, que es precisamente como suena Rusia en ruso: Rossía”. En Soria además se rodó parte de Doctor Zhivago, película en la que el Moncayo hacía de los Urales, y que cuando la madre de Utrilla la veía (“la madre Rosa”) decía: “Hay que ver cuánto han sufrido los rusos”...
Hay muchas cosas más, pero solo queda espacio para mencionar dos importantísimas: el vodka (las “emvodkadas”) y, por supuesto, las mujeres rusas, ante cuya belleza Utrilla se autorretrata humorísticamente como un Alfredo Landa. Sus historias de amor y desamor son de lo mejor de este libro tan bueno. Antonio García Maldonado, que hizo una excelente reseña de A Moscú sin Kaláshnikov, resaltó estas líneas maravillosas: “La nariz lapona de Natasha, ligeramente redondeada en la punta, sus ojillos escurriéndose hacia las sienes como gotas de agua en ventanilla de Boeing de Aeroflot, y sus labios insinuantes y rojos como el botón nuclear, encajaban en la imagen de rusa que arrastraba desde la infancia”. Métanse en este libro, si aún no se han metido, y vivan su magia.
* * *
En Jot Down.
4.12.17
Aquel 4-D
“Albergo más recuerdos que si tuviera siglos”, escribió Baudelaire en Las flores del mal. Yo albergo los recuerdos de mi medio siglo, pero son suficientes. Con el periodismo me he echado amigos treintañeros, que van dando cuenta de su aproximación y llegada a los cuarenta. Su melancolía, aguda para ellos, me deja a mí en un no-lugar. Les angustia cumplir los años que yo cumplí hace diez años. Aunque mi melancolía debería ser mayor, tiendo a consolarles...
Hoy se cumple otro aniversario cuarentón del que tengo ya el recuerdo. El 4 de diciembre de 1977 fue la manifestación en Málaga en que mataron al joven Caparrós. Este apellido, que yo conocí entonces, se quedó asociado a la muerte y flotó sobre otros que lo llevaron, como un estrepitoso presentador de televisión y su hijo (ahora estrepitosamente peleados). A aquel chico lo llamábamos José Manuel García Caparrós, y así figura en la placa que lo recuerda en el lugar en que le disparó un policía. Pero la placa está equivocada: no fue en ese lugar y el nombre era Manuel José. Otro malagueño de mi edad, Teodoro León Gross, lo ha contado en El País, donde relata las conclusiones del libro Las muertes de García Caparrós y la peripecia de su autora, Rosa Burgos, por conocer la verdad en contra –esta vez sí– del aparato del Estado.
Aquella mañana yo tenía once años y era consciente de la importancia de la manifestación que se iba a celebrar, porque hice con ella lo máximo que puede hacer un niño: convertirla en juego. Mi vecino de enfrente y yo montamos otra manifestación con nuestros clicks, que portaban banderas andaluzas y pancartas en favor de la autonomía que habíamos recortado en papelitos. Para darle ambientación, teníamos la radio puesta. Todo parecía festivo, pero en algún momento se empezó a hablar de disturbios. No sé si fue entonces cuando se anunció que habían matado a un chaval, o un chavea, como se decía en Málaga.
La frase “lo ha matado un policía” formó una imagen en mi cabeza: la de un policía armada –un gris de los del franquismo aún– disparándole a bocajarro. Me pasó lo mismo cuando, a principios de ese 1977, tuvo lugar la matanza de Atocha. Me acuerdo de que estaba viendo el Telediario, esperando sin duda el siguiente programa, cuando dieron la noticia: unos ultraderechistas habían irrumpido en el piso de unos abogados laboralistas y los habían matado. Sin yo darme cuenta, se formó en mi cabeza la imagen de que entraban en nuestro propio piso y nos disparaban, tal como nos hallábamos en ese momento ante el televisor.
A propósito de Caparrós pasó algo en el colegio que, tiempo después, me pareció un buen ejemplo de jesuitismo: de cómo los jesuitas astutamente aprovechan. Nuestra enseñanza no era religiosa. Casi todos los profesores eran laicos y en general progresistas (sobre todo el de Historia, magnífico: futuro concejal del PSA). Pero de vez en cuando el fundador, el padre Mondéjar, un jesuita, nos convocaba para darnos una charla. Su estilo era efectista, un poco histriónico; bondadoso en el fondo, aunque imponía. Por aquellos días nos dijo: “¿Sabéis qué fue lo primero que encontraron cuando abrieron la cartera del chico ese al que mataron?”. Hizo una pausa para crear suspense y añadió, con aire de triunfo: “Una estampita de la Virgen”.
Caparrós era de CC.OO., pero la Iglesia también hizo –en mi colegio al menos– por apropiarse del mártir.
* * *
En El Español.
Hoy se cumple otro aniversario cuarentón del que tengo ya el recuerdo. El 4 de diciembre de 1977 fue la manifestación en Málaga en que mataron al joven Caparrós. Este apellido, que yo conocí entonces, se quedó asociado a la muerte y flotó sobre otros que lo llevaron, como un estrepitoso presentador de televisión y su hijo (ahora estrepitosamente peleados). A aquel chico lo llamábamos José Manuel García Caparrós, y así figura en la placa que lo recuerda en el lugar en que le disparó un policía. Pero la placa está equivocada: no fue en ese lugar y el nombre era Manuel José. Otro malagueño de mi edad, Teodoro León Gross, lo ha contado en El País, donde relata las conclusiones del libro Las muertes de García Caparrós y la peripecia de su autora, Rosa Burgos, por conocer la verdad en contra –esta vez sí– del aparato del Estado.
Aquella mañana yo tenía once años y era consciente de la importancia de la manifestación que se iba a celebrar, porque hice con ella lo máximo que puede hacer un niño: convertirla en juego. Mi vecino de enfrente y yo montamos otra manifestación con nuestros clicks, que portaban banderas andaluzas y pancartas en favor de la autonomía que habíamos recortado en papelitos. Para darle ambientación, teníamos la radio puesta. Todo parecía festivo, pero en algún momento se empezó a hablar de disturbios. No sé si fue entonces cuando se anunció que habían matado a un chaval, o un chavea, como se decía en Málaga.
La frase “lo ha matado un policía” formó una imagen en mi cabeza: la de un policía armada –un gris de los del franquismo aún– disparándole a bocajarro. Me pasó lo mismo cuando, a principios de ese 1977, tuvo lugar la matanza de Atocha. Me acuerdo de que estaba viendo el Telediario, esperando sin duda el siguiente programa, cuando dieron la noticia: unos ultraderechistas habían irrumpido en el piso de unos abogados laboralistas y los habían matado. Sin yo darme cuenta, se formó en mi cabeza la imagen de que entraban en nuestro propio piso y nos disparaban, tal como nos hallábamos en ese momento ante el televisor.
A propósito de Caparrós pasó algo en el colegio que, tiempo después, me pareció un buen ejemplo de jesuitismo: de cómo los jesuitas astutamente aprovechan. Nuestra enseñanza no era religiosa. Casi todos los profesores eran laicos y en general progresistas (sobre todo el de Historia, magnífico: futuro concejal del PSA). Pero de vez en cuando el fundador, el padre Mondéjar, un jesuita, nos convocaba para darnos una charla. Su estilo era efectista, un poco histriónico; bondadoso en el fondo, aunque imponía. Por aquellos días nos dijo: “¿Sabéis qué fue lo primero que encontraron cuando abrieron la cartera del chico ese al que mataron?”. Hizo una pausa para crear suspense y añadió, con aire de triunfo: “Una estampita de la Virgen”.
Caparrós era de CC.OO., pero la Iglesia también hizo –en mi colegio al menos– por apropiarse del mártir.
* * *
En El Español.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)