(Sobre 'A Moscú sin Kaláshnikov')
Hace tiempo que quería escribir sobre A Moscú sin Kaláshnikov. Una crónica sentimental de la Rusia de Putin envuelta en papel de periódico de Daniel Utrilla (Libros del K.O., 2013), pero no encontraba la ocasión. Ahora la ocasión me la sirve Jot Down, porque el libro puede adquirirse con el trimestral nº 21, especial URSS. Sé que esto queda un tanto promocional, pero merece la pena: A Moscú sin Kaláshnikov es uno de los mejores libros publicados (y escritos) en español en lo que va de siglo. Por lo demás, no es un secreto: ha tenido muchos lectores y reseñas entusiastas; está a punto de salir la cuarta edición. Aquí escribo para los rezagados, y para avivar el fuego.
Aunque no hace falta avivarlo mucho, porque si hay un libro ardiente es este híbrido logradísimo de autobiografía, crónica y ensayo. Lo más admirable es su apasionamiento: cuenta una pasión con pasión, con palabras que son brasas. La pasión es por un país, Rusia. Por eso el autor, que fue corresponsal del diario El Mundo en Moscú y que sigue viviendo en Moscú, lo ha llamado “crónica sentimental”. Mi lectura, en este sentido, no ha dejado de tener su gracia. El país que yo amo como Utrilla ama a Rusia es Brasil. Y Utrilla transmite tan bien su amor que lo he vivido como si fuese el mío. Su intensidad ha calentado (¡incendiado!) las nieves moscovitas como si estuviesen en Ipanema. Lo que me ha llegado con este libro, pues, ha sido una especie de Rusia tropical...
Pero no ha de engañarnos el clima de Rusia: pese al frío, es un país de pasiones, como lo prueba su literatura, su música, su arte en general, el temperamento de su gente y su historia. Lo que hace Utrilla es ser digno de ellas, hasta el extremo de parecer un personaje de novela rusa. Su pasión es intensa y minuciosa. Y extensa: abarca todo ese país continental. El libro tiene mucho de la más rusa de las novelas americanas: Moby Dick. La obsesión de Utrilla es como la del capitán Ahab: Rusia es su ballena blanca. Y del mismo modo que el libro de Melville reproduce en su desmesura a la ballena, el libro de Utrilla reproduce a Rusia. Leer ambos libros vale por un viaje transformador, por una experiencia profunda. No sé, por cierto, si es intencionado, pero la acumulación de citas iniciales de A Moscú sin Kaláshnikov recuerda a la de Moby Dick. Son todas buenas, pero escojo esta de Beigbeder: “Desde que vivo aquí tengo la impresión de haberme encontrado. Es sospechoso: nunca me he deprimido en Moscú”.
Tampoco se deprime uno con A Moscú sin Kaláshnikov: es un libro vibrante, en el que siempre están pasando cosas. Para empezar (y sobre todo) en la página, en su escritura: no hay ni una línea inerte. El sistema de metáforas, de juegos de palabras, de expresiones felices, de asociaciones, de iluminaciones, es prodigioso: y todo va además lanzado, suelto, dinámico. Todo fluye. Su multitud de elementos no se apelmazan. Utrilla es como un cocinero que va sacando cien guisos a un tiempo; o un malabarista haciendo girar cien platillos; o un jugador de cien partidas simultáneas de ajedrez: ruso, por supuesto. Su prosa es un jubiloso exceso dionisiaco, pero con un sabio control apolíneo, porque no se le desmorona. La expresión es portentosa, pero lo que cuenta lo es también: las palabras y las historias van, por lo tanto, a la par, como debe ocurrir en la mejor literatura. Ese goce doble, conjuntado, hace de A Moscú sin Kaláshnikov una obra maestra.
El sistema implícito en el libro me ha recordado la caracterización que hacía Octavio Paz en Los hijos del limo de la analogía: “la visión del universo como un sistema de correspondencias” y “la visión del lenguaje como el doble del universo”. Los puentes que Utrilla tiende continuamente entre las palabras y los conceptos, a una velocidad endiablada, tiene que ver con esto; con las “correspondencias” de Baudelaire y con los “vasos comunicantes” de André Breton. También con las determinaciones de la pasión de Dante y Petrarca: de resonancias universales, cósmicas.
Utrilla presenta su pasión por Rusia como un destino. Hay una necesidad que se establece en un plano entre literario y real (ambos aspectos contaminándose mutuamente). Lo que haya ocurrido en su vida, él lo aquilata en su libro, que es un territorio verbal en que la realidad aparece intensificada e imantada. Lo decisivo es eso: la necesidad. Tiene algo de juego, pero de juego serio: no gratuito. Las asociaciones se producen desde su propio nacimiento. Cuenta Utrilla que a la misma hora en que él nacía, el 16 de octubre de 1976, “los dos tripulantes soviéticos de la fallida misión espacial Soyuz 23 volvían a nacer en medio de un dramático rescate con helicópteros en el lago salino Tengiz, Kazajistán”. Y añade luego: “Quizá en ese momento levitó hasta mis orejas en medio de los arrumacos familiares la palabra cosmonauta, pero yo ya flotaba en mi nuevo universo materno, más ocupado en explorar otras vías lácteas. ¿Estaba mi destino ruso escrito en las estrellas? ¿Acaso en esa esfera de metal de fabricación soviética caída del espacio que quebró la superficie helada del lago Tengiz mientras mi madre rompía aguas?”.
A partir de aquí, Utrilla va desplegando los elementos de su “inexplicable amor por Rusia”. Rastrea las semillas vitales de su rusofilia, que van desde el hecho de que los rusos apareciesen siempre como los malos en las películas a su pasión por las novelas rusas y por el baloncestista Chechu Biriukov. Dice de este: “La estela de aquellos triples imposibles enhebraron mi mirada como con un pespunte de puro preciosismo. Lo ruso entendido como estética. Como algo bello, exótico y difícil. Rusia se me metió antes en el ojo que en la razón”. Contra la tendencia a ver lo ruso como algo turbio, la visión de Utrilla es luminosa: “Los periodistas occidentales siempre han mirado a Rusia instalados en el lado oscuro. Yo no. Yo siempre la he visto bajo otra luz, fuera de la zona oscura. Más allá de la línea de tres puntos. Intentando lo imposible. Saltando más que los demás”. Una actitud entre quijotesca y romántica, de amor por el desfavorecido o vilipendiado, por el maldito.
Lo bueno es que, tal como explicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión, lo pasional no es aquello que impide el conocimiento, sino lo contrario: aquello que lo funda. A partir del interés pasional, el sujeto se entrega al conocimiento del objeto de su pasión. A Moscú sin Kaláshnikov es también un despliegue de conocimiento sobre Rusia: sobre su historia, sobre su política, sobre su literatura, sobre sus gentes, sobre el “alma rusa”. Utrilla comprende y hace comprender. No esconde el lado negativo, pero su inclinación hace que destaque el positivo. Es decididamente partidario de Rusia, por lo que su libro suscita ante todo simpatía por lo que podríamos denominar “la magia rusa”. La Rusia de Utrilla es un país literalmente encantador.
Hay otras dos pasiones en el libro, aunque confluyen en la pasión rusa: la pasión por la literatura –por la escritura– y la pasión por el Real Madrid. Sobre esta última, ya se ha mencionado a Biriukov (“la primera palabra rusa que me marcó de verdad”), pero lo primero es el fútbol. Su pasión madridista –gobernada por “el espíritu de Juanito”– es tan absorbente que, pese a las continuas asociaciones con la rusa, parece tener entidad propia, hasta el extremo de que podría amenazar a la otra. Pero Utrilla resuelve brillantemente esta dualidad cuando descubre que “el escudo del Real Madrid es el mapa de Moscú”: un momento apoteósico del libro. Toda pasión auténtica es pasión única.
La literaria también: es una pasión en sí misma y un instrumento de (y para) las otras pasiones. Entre los autores en lengua española reconoce como maestros a Julio Camba, García Márquez y el Sánchez Ferlosio de Alfanhuí. Y entre los rusos, por encima de todos, a Nabókov y Tolstói. El libro culmina con la peregrinación de Utrilla a Yásnaia Poliana, la finca del segundo. Al comienzo estuvo el magisterio de su profesor de redacción periodística José Julio Perlado, al que el autor rinde un emocionante homenaje a la vez que da cuenta de sus enseñanzas: un cursillo acelerado de escritura para el lector.
El acceso de Utrilla a la Rusia real se produce por medio del periodismo. Esta crónica “envuelta en papel de periódico” es, en otra de sus capas, la de un corresponsal de los de antes, justo en el periodo en que el viejo oficio se desmorona con la irrupción de la era digital: momento nuevo que Utrilla respeta pero que considera ya “otra cosa” que no es la suya. “¿Es posible la prosa con prisa?”, se pregunta. Tras once años de corresponsalía en Moscú, abandonó el periodismo pero no Moscú, no Rusia: se quedó allí. Este libro lo escribió justo después: sus memorias de corresponsal llevan un halo elegíaco porque hablan de algo que ha desaparecido. Mas no por ello dejan de ser trepidantes. Por ese trabajo suyo sin horarios, en el que, según Utrilla, se fichaba al sellar el pasaporte y cuya oficina era toda Rusia, conoce historias y personajes de lo más variopintos, de los que en el libro se ofrece un buen muestrario: aparecen, entre otros, el embalsamador de Lenin, un cosmonauta al que la desintegración de la Unión Soviética pilló en el espacio, un hombre que dedica su vida a buscar el Yeti, el guardián del pene embalsamado de Rasputin o los miembros de una secta rusa que rinde culto al dictador Franco...
Entre las asociaciones de Utrilla están también, por supuesto, las que establece entre Rusia y España. Me he acordado de esas semejanzas que encontraba Cioran, como en De lágrimas y de santos: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. O esto sobre nuestro país que valdría igualmente (si aceptamos la formulación truculenta) para Rusia: “El mérito de España ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Las prácticas periodísticas las hizo Utrilla en el Diario de Soria, ciudad en la que no solo conoció al amigo ruso que le “abrió las puertas de Moscú”, sino que “si a Soria le cambiamos la r por la S resulta Rosia, que es precisamente como suena Rusia en ruso: Rossía”. En Soria además se rodó parte de Doctor Zhivago, película en la que el Moncayo hacía de los Urales, y que cuando la madre de Utrilla la veía (“la madre Rosa”) decía: “Hay que ver cuánto han sufrido los rusos”...
Hay muchas cosas más, pero solo queda espacio para mencionar dos importantísimas: el vodka (las “emvodkadas”) y, por supuesto, las mujeres rusas, ante cuya belleza Utrilla se autorretrata humorísticamente como un Alfredo Landa. Sus historias de amor y desamor son de lo mejor de este libro tan bueno. Antonio García Maldonado, que hizo una excelente reseña de A Moscú sin Kaláshnikov, resaltó estas líneas maravillosas: “La nariz lapona de Natasha, ligeramente redondeada en la punta, sus ojillos escurriéndose hacia las sienes como gotas de agua en ventanilla de Boeing de Aeroflot, y sus labios insinuantes y rojos como el botón nuclear, encajaban en la imagen de rusa que arrastraba desde la infancia”. Métanse en este libro, si aún no se han metido, y vivan su magia.
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En Jot Down.