“Albergo más recuerdos que si tuviera siglos”, escribió Baudelaire en Las flores del mal. Yo albergo los recuerdos de mi medio siglo, pero son suficientes. Con el periodismo me he echado amigos treintañeros, que van dando cuenta de su aproximación y llegada a los cuarenta. Su melancolía, aguda para ellos, me deja a mí en un no-lugar. Les angustia cumplir los años que yo cumplí hace diez años. Aunque mi melancolía debería ser mayor, tiendo a consolarles...
Hoy se cumple otro aniversario cuarentón del que tengo ya el recuerdo. El 4 de diciembre de 1977 fue la manifestación en Málaga en que mataron al joven Caparrós. Este apellido, que yo conocí entonces, se quedó asociado a la muerte y flotó sobre otros que lo llevaron, como un estrepitoso presentador de televisión y su hijo (ahora estrepitosamente peleados). A aquel chico lo llamábamos José Manuel García Caparrós, y así figura en la placa que lo recuerda en el lugar en que le disparó un policía. Pero la placa está equivocada: no fue en ese lugar y el nombre era Manuel José. Otro malagueño de mi edad, Teodoro León Gross, lo ha contado en El País, donde relata las conclusiones del libro Las muertes de García Caparrós y la peripecia de su autora, Rosa Burgos, por conocer la verdad en contra –esta vez sí– del aparato del Estado.
Aquella mañana yo tenía once años y era consciente de la importancia de la manifestación que se iba a celebrar, porque hice con ella lo máximo que puede hacer un niño: convertirla en juego. Mi vecino de enfrente y yo montamos otra manifestación con nuestros clicks, que portaban banderas andaluzas y pancartas en favor de la autonomía que habíamos recortado en papelitos. Para darle ambientación, teníamos la radio puesta. Todo parecía festivo, pero en algún momento se empezó a hablar de disturbios. No sé si fue entonces cuando se anunció que habían matado a un chaval, o un chavea, como se decía en Málaga.
La frase “lo ha matado un policía” formó una imagen en mi cabeza: la de un policía armada –un gris de los del franquismo aún– disparándole a bocajarro. Me pasó lo mismo cuando, a principios de ese 1977, tuvo lugar la matanza de Atocha. Me acuerdo de que estaba viendo el Telediario, esperando sin duda el siguiente programa, cuando dieron la noticia: unos ultraderechistas habían irrumpido en el piso de unos abogados laboralistas y los habían matado. Sin yo darme cuenta, se formó en mi cabeza la imagen de que entraban en nuestro propio piso y nos disparaban, tal como nos hallábamos en ese momento ante el televisor.
A propósito de Caparrós pasó algo en el colegio que, tiempo después, me pareció un buen ejemplo de jesuitismo: de cómo los jesuitas astutamente aprovechan. Nuestra enseñanza no era religiosa. Casi todos los profesores eran laicos y en general progresistas (sobre todo el de Historia, magnífico: futuro concejal del PSA). Pero de vez en cuando el fundador, el padre Mondéjar, un jesuita, nos convocaba para darnos una charla. Su estilo era efectista, un poco histriónico; bondadoso en el fondo, aunque imponía. Por aquellos días nos dijo: “¿Sabéis qué fue lo primero que encontraron cuando abrieron la cartera del chico ese al que mataron?”. Hizo una pausa para crear suspense y añadió, con aire de triunfo: “Una estampita de la Virgen”.
Caparrós era de CC.OO., pero la Iglesia también hizo –en mi colegio al menos– por apropiarse del mártir.
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En El Español.