No ha habido en la historia unos fascistas más pringosos que los independentistas catalanes, que se autoperciben como antifascistas y se ponen a dar lecciones de antifascismo. Unas lecciones que son, en verdad, de puro fascismo: porque a los fascistas les salen lecciones de lo que son, y por más que pretendan dar lecciones de antifascismo les salen lecciones de fascismo.
Es desolador que buena parte de la élite catalana –la política, la económica y la cultural– se perciba a sí misma como progresista cuando es en realidad retrógrada. Porque esa autopercepción equivocada la blinda contra las críticas verdaderamente progresistas y la enrosca en su fascismo. La última astucia del fascismo es pasar por antifascismo.
Podríamos hablar de “fascismo posmoderno” del mismo modo que Daniel Gascón ha hablado de “golpe posmoderno”. A pesar de que indudablemente hay acoso a los contrarios y un intento totalitario de ocupar el espacio público, un rasgo novedoso es la ausencia de –según lo formula Gascón– “violencia física explícita”. Sería el único rasgo positivo debido al narcisismo supremacista de los independentistas catalanes: al menos ahí su fascismo se retrae.
Aunque no por ello deja de operar. Esto ocurre, por ejemplo, cuando acogen y agasajan a terroristas, con los que se frotan en un sórdido ritual o danza de la muerte que constituye una delegación simbólica del crimen. O cuando –como acaba de hacer Quim Torra– proyectan el propio fascismo en quienes no solo no son fascistas, sino que son las víctimas de ese fascismo. En el “fascismo posmoderno” la violencia inherente a todo fascismo opera, en suma, mediante la inoculación psicopática: se trata de inocular el propio fascismo en los otros para que sean ellos los que actúen violentamente.
Estoy de acuerdo en que no se puede emplear el término “fascista” a la ligera. Por eso comparto las reflexiones de Beatriz Silva, diputada del PSC en el Parlament, en un brillante hilo de Twitter con que responde a Torra. Pero lamentablemente llamar fascistas a los independentistas catalanes no es emplear el término a la ligera, sino con (¡desgraciada!) exactitud. Esa definición de Federico Finchelstein que ella cita del “fascismo como una forma de ultranacionalismo que exalta la patria y la etnia e intenta movilizar las masas permanentemente en base a lo irracional, lo inconsciente y lo mítico que se fusionan en una misma cosa que elimina la capacidad de pensar” es lo que estamos viendo en el independentismo catalán, con su traducción en desfiles con antorchas, coros infantiles y escenificaciones espeluznantes como la de junio en Berga.
Fascismo puro es la apelación a “un sol poble”, instancia abstracta que excluye a más de la mitad de la población concreta de Cataluña. Lo son también las numerosas llamadas a pasar por encima de leyes y tribunales (democráticos). O la sacralización de “lo plebiscitario” (siempre me acuerdo de que Ernst Jünger llama a la dictadura “democracia plebiscitaria”). Por no hablar de lo más grave, en lo que no se ha hecho el suficiente hincapié: como señala Teresa Freixes en 155. Los días que estremecieron a Cataluña, la Ley de Transitoriedad que aprobó el Parlament en septiembre del año pasado es “una burda copia” de la Ley Habilitante alemana de 1933 que “entronizó al nacionalsocialismo”.
Pero como se autoperciben como antifascistas tenemos que soportar –además de su fascismo– su pringue, sus cursilerías, sus lágrimas y sus predicaciones contra el fascismo.
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En El Español.