Los que pensamos que sería bueno para el país un pacto entre Ciudadanos y el PSOE nos quedamos chafadísimos anoche. Casi se podría añadir: como era previsible. El aliento lo daban al principio los resultados: el PSOE con 123 escaños y Ciudadanos con 57 son los dos únicos partidos que suman mayoría absoluta en el Congreso (excluyendo, naturalmente al PP con sus 66). Pero en seguida se deshizo la posibilidad: con la militancia del PSOE gritándole a Pedro Sánchez que "con Rivera no", y con Albert Rivera arremetiendo contra el PSOE (como en una prolongación de su segundo debate televisivo) y dando por hecho que el nuevo gobierno sería de Sánchez "con Podemos y los independentistas".
Me consta que todavía en estas elecciones ha habido votantes que han votado en Ciudadanos al partido de centro que ya no quiere ser: por inercia lo seguían viendo como la bisagra que promoviese un bipartidismo bueno. Pero Ciudadanos se concibe ahora como un partido de poder, el partido de la derecha; con el pequeño inconveniente de que le queda muchísimo para el poder, si es que llega algún día. Por el momento, su estrategia sí ha sido buena para atraer votos. Mi impresión, sin embargo, es que pese al resultado estupendo Rivera sigue extraviado. Perdió su sitio tras la moción de censura, y por ahí anda.
En el otro lado, como decía, está esa militancia socialista que gritaba contra Rivera. Este es ahora el malo por haberle puesto el "cordón sanitario" al PSOE. Pero en realidad el odio del PSOE a Rivera –y su "cordón sanitario" de facto– era anterior. La discordia, sea como sea, parece insalvable. Yo aún confío en que mi adorado Ibex 35 empuje un poco, pero lo veo difícil.
El batacazo del PP le deja las cosas imposibles a Pablo Casado. Su perspectiva en la legislatura que entra es la de una altisonancia no avalada por los números. Aunque para altisonancia la de Vox, cuyos berridos de ayer se siguen oyendo, primero con Javier Ortega Smith y después con Santiago Abascal: demostrando que lo suyo es el podemismo de derechas. Mientras tanto, Pablo Iglesias, quizá el máximo responsable del embrutecimiento retórico del país, seguía jugando a la moderación: apareció con el mismo jersey y el mismo tono tranquilito del debate, que tanta renta le han dado. Podemos ha perdido casi la mitad de sus escaños, pero acaricia el poder con el PSOE. El partido que empezó yendo a por todas, ha terminado siendo la bisagra de un bipartidismo malo.
Mención aparte merecen los también triunfadores ERC y Bildu (y en menor medida, aunque también en la onda, el PNV): el odio, la rabia, el desprecio, el absoluto egoísmo y la discordia que expresaban los discursos de Gabriel Rufián y Arnaldo Otegi sí que daban miedo, o deberían darlo. Pero España solo está vacunada contra uno de nuestros fascismos.
Le queda ahora a Pedro Sánchez encargarse de la situación. No deja de haber justicia poética en el hecho de que a él vaya a caerle la patata del tema catalán, y todas las demás patatas: la recesión que al parecer se avecina, el incremento del paro, todo lo que le concierne a un gobierno en firme. Era un poco irritante lo que estaba haciendo con solo 84 diputados. Ahora con 123 ya sí podrá decirse que el pueblo español lo ha querido. A mí particularmente eso me deja más conforme. Si vamos a peor, será la democracia. Y si vamos a mejor también.
* * *
En The Objective.
29.4.19
24.4.19
El debate final
Antes de que empezara el debate final (segundo y último) me he acordado de esos japoneses que en las corridas de toros se van después del tercero, antes de que los toreros repitan: porque total, ya los han visto. Ayer, total, ya vimos a los cuatro candidatos debatiendo. ¿Para qué otra vez? Pero ha resultado que esta ha sido más entretenida. No ha llegado a cuajar ninguna faena memorable, pero ha habido chispacitos. El formato de Atresmedia era más dinamizador. Lástima que Tele 5 no esté en el grupo, porque el epílogo ideal sería que los candidatos se tirasen con Isabel Pantoja del helicóptero de Supervivientes (una posibilidad que me inspiró un tuit de Maite Rico).
Mi balance intuitivo, sumando los dos debates, sería este: el único que gana votos es Pablo Iglesias; el único que los pierde es Pedro Sánchez; y Pablo Casado y Albert Rivera se quedan como estaban. Estos dos no han conseguido su propósito de noquear a Sánchez, aunque –sobre todo en este segundo debate– lo han tenido tambaleándose varias veces. Pero no han logrado rematar la faena, sobre todo por Rivera: demasiado nervioso y verborreico, con golpecitos histéricos en vez de buenos golpes (aunque algunos ha dado de estos, y entonces sí le ha salido bien). Pero el que más daño le ha hecho a Sánchez ha sido Iglesias: le ha dado el beso de la muerte, un beso vampírico con el que le ha chupado votos.
La gran estrella del debate ha sido el jersey negro de Iglesias, que le ha funcionado muy bien. Por algún motivo, el jersey transmite confortabilidad, confianza hogareña (y si es en Galapagar no digamos). Iglesias ha entrado divinamente en el sistema y el sistema lo quiere. Debería ir a más debates y a menos mítines. Creo que este Iglesias, más tranquilo, más moderado, con el puntito justo de reivindicación, hubiese ganado las anteriores elecciones. Pero claro, le faltaba aún el componente fundamental: ser padre y tener una hipoteca. Aquí se le ha terminado de forjar el carácter. Y en esos meses pasados en la minería del pañal. Lo desconcertante es cómo ha tirado su minuto de oro: el tío ha ido fenomenal durante todo el debate en plan Iglesias nuevo y en el momento decisivo va y saca al Iglesias viejo... Ha sido el único momento del debate en que le ha ido bien a Sánchez: pero se terminaba justo ahí y este se ha quedado sin usufructuarlo.
Casado y Rivera empezaron bastante bien, golpeándole duro a Sánchez, no como ayer sino como adultos, sin aniñamiento. Y Sánchez, a diferencia de ayer, lo acusaba. Durante los primeros minutos parecía que la velada iba a ser una masacre. Pero empezaron a disiparse –sobre todo Rivera, como digo– y la cosa no cuajó. Sánchez se recompuso y tuvo ráfagas presidenciales. Pero él mismo las abortaba pronto: con sus tics, sus resoplidos, su acartonada gestualidad, sus menesterosas dotes de actor. Pero lo peor es cuando se le contraría de verdad y se enfada: entonces le brota sin poder dominarlo el déspota que lleva dentro. Los guapos están muy mal acostumbrados. Con todo, mi impresión es la de ayer: es el único que da como presidente. Casado y Rivera no dan. Aunque tal vez les baste serlo para que den.
En fin, que el perdedor ha sido Sánchez, pero no mucho. Casado y Rivera han estado ahí, manteniéndose (ayer mejor Rivera, hoy mejor Casado). Y ha ganado Iglesias, aunque tampoco mucho, y sin que le vaya a servir para nada.
* * *
En The Objective.
Mi balance intuitivo, sumando los dos debates, sería este: el único que gana votos es Pablo Iglesias; el único que los pierde es Pedro Sánchez; y Pablo Casado y Albert Rivera se quedan como estaban. Estos dos no han conseguido su propósito de noquear a Sánchez, aunque –sobre todo en este segundo debate– lo han tenido tambaleándose varias veces. Pero no han logrado rematar la faena, sobre todo por Rivera: demasiado nervioso y verborreico, con golpecitos histéricos en vez de buenos golpes (aunque algunos ha dado de estos, y entonces sí le ha salido bien). Pero el que más daño le ha hecho a Sánchez ha sido Iglesias: le ha dado el beso de la muerte, un beso vampírico con el que le ha chupado votos.
La gran estrella del debate ha sido el jersey negro de Iglesias, que le ha funcionado muy bien. Por algún motivo, el jersey transmite confortabilidad, confianza hogareña (y si es en Galapagar no digamos). Iglesias ha entrado divinamente en el sistema y el sistema lo quiere. Debería ir a más debates y a menos mítines. Creo que este Iglesias, más tranquilo, más moderado, con el puntito justo de reivindicación, hubiese ganado las anteriores elecciones. Pero claro, le faltaba aún el componente fundamental: ser padre y tener una hipoteca. Aquí se le ha terminado de forjar el carácter. Y en esos meses pasados en la minería del pañal. Lo desconcertante es cómo ha tirado su minuto de oro: el tío ha ido fenomenal durante todo el debate en plan Iglesias nuevo y en el momento decisivo va y saca al Iglesias viejo... Ha sido el único momento del debate en que le ha ido bien a Sánchez: pero se terminaba justo ahí y este se ha quedado sin usufructuarlo.
Casado y Rivera empezaron bastante bien, golpeándole duro a Sánchez, no como ayer sino como adultos, sin aniñamiento. Y Sánchez, a diferencia de ayer, lo acusaba. Durante los primeros minutos parecía que la velada iba a ser una masacre. Pero empezaron a disiparse –sobre todo Rivera, como digo– y la cosa no cuajó. Sánchez se recompuso y tuvo ráfagas presidenciales. Pero él mismo las abortaba pronto: con sus tics, sus resoplidos, su acartonada gestualidad, sus menesterosas dotes de actor. Pero lo peor es cuando se le contraría de verdad y se enfada: entonces le brota sin poder dominarlo el déspota que lleva dentro. Los guapos están muy mal acostumbrados. Con todo, mi impresión es la de ayer: es el único que da como presidente. Casado y Rivera no dan. Aunque tal vez les baste serlo para que den.
En fin, que el perdedor ha sido Sánchez, pero no mucho. Casado y Rivera han estado ahí, manteniéndose (ayer mejor Rivera, hoy mejor Casado). Y ha ganado Iglesias, aunque tampoco mucho, y sin que le vaya a servir para nada.
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En The Objective.
23.4.19
¡Que viva el régimen del 78!
Después de una tarde atroz de dudas sobre si abstenerme o votar el mal menor, ha llegado el debate y les adelanto el resultado: se me va a hacer muy cuesta arriba votar el mal menor. Albert Rivera y Pablo Casado son muy bisoños, no dan como gobernantes. Y para colmo lo tendrían que hacer con Vox. Mi malestar es supremo. Por otra parte, Pedro Sánchez, que sí da como gobernante (tal vez solo ahora, después de serlo), tiene unos tics de caradura realmente heladores.
A pocos minutos de que empezara el debate escribí en Twitter: "Pablo Iglesias sería un genio si apareciera sin coleta y disfrazado de vicepresidente". Ha aparecido con coleta y sin traje... pero asombrosamente vicepresidencial. Ha abandonado el tono de rapero y ha hablado en un tono tranquilo, paternalista, dando instrucciones a los demás y pidiendo moderación (¡él!). Como atrezzo llevaba esa Constitucioncita que ha paseado por los mítines, pero que en televisión da mal: como las pelotas de ping-pong en las retransmisiones de ping-pong. Lo entrañable es que ahora es un predicador que intenta convencer de las virtudes del régimen del 78 a toda una generación a la que él mismo alentó contra el régimen del 78. Los más ortodoxamente marxistas de sus seguidores pensarán que de la infraestructura chaletiana emana la superestructura constitucional...
Pero volvamos brevemente al principio. Si la primera impresión es la que cuenta, Iglesias parecía el sobrinito entre tres tíos: ellos con traje y altos y él en mangas de camisa y más bajo. Pero pronto se vio que solo quería a uno de ellos, el más alto: con el que tenía tanta confianza que se permitía tirarle de vez en cuando de las orejas.
Empezó Rivera y empezó mal: acelerado, poco consistente, nada presidenciable. Luego ha ido mejorando, pero no tanto como para ganar el debate. A la gravedad de las cosas que dice le falta un tono de gravedad. Le falta gravedad en general, sí: es volátil, ligero, poco firme, excesivamente aniñado. Este último ha sido siempre su problema, pero ahora está más aniñado que nunca. Seguramente por el cotilleo que todos conocemos por las revistas del corazón, se siente rejuvenecido. Craso error para su propósito. Su mejor frase la ha dicho cuando hablaba de reformismo y lamentaba los últimos gobiernos del PP y del PSOE: "Hemos perdido una década". Pero me temo que en esta década hemos perdido también a Rivera.
Cuando tomó la palabra Casado, sorprendió una ligera ronquera. Llegué a pensar que era deliberada, justamente por darle un tono más adulto a su también juvenil voz. Aunque luego ha ido entonándose, creo que también para mal. Cuando está cómodo suelta frases hechas que da igual que sean verdad o no (muchas son verdad), porque suenan a hechas, a precocinadas. Ha tratado de hacer memoria histórica de la crisis reciente sufrida por los españoles. Y ha hablado también (como hizo Rivera) del independentismo. Pero no sé, todo sonaba un poco ahuecado.
En cuanto a Sánchez, está de vuelta de todo. No lleva ni un año un año en Moncloa y ya tiene el síndrome. Se le ve la soberbia, el desprecio por el contrario, lo pagado de sí mismo que está, el cinismo. Está muy muy pasado con sus gestos, sus comentarios por lo bajini: "No se puede mentir más", "Qué decepción" (¡esto hasta cinco veces seguidas, con impostación de actor del método!). Puede ser temible y será temible. La única esperanza (¡poca, la verdad!) es que fuese temible con los malos. Pero los malos volverán a ser sus aliados seguramente. Al final, como era previsible, invocó a Vox. Aunque lo cierto es que no le ha hecho tanta falta como se pensaba. De hecho, casi ha usado más "la derecha" que "las derechas".
En resumen, ventaja de Sánchez e Iglesias sobre Rivera y Casado. No definitiva, aunque no parece que estos vayan a remontar. El verdadero interés de este debate está en que es solo el primero de dos consecutivos. ¿Qué pasará en el de mañana? ¿Tendrá efecto, como en el ciclismo, el "cansancio acumulado"? ¿Habrá alguna "pájara"? Me temo que todo sea bastante igual. Pero a ver.
* * *
En The Objective.
A pocos minutos de que empezara el debate escribí en Twitter: "Pablo Iglesias sería un genio si apareciera sin coleta y disfrazado de vicepresidente". Ha aparecido con coleta y sin traje... pero asombrosamente vicepresidencial. Ha abandonado el tono de rapero y ha hablado en un tono tranquilo, paternalista, dando instrucciones a los demás y pidiendo moderación (¡él!). Como atrezzo llevaba esa Constitucioncita que ha paseado por los mítines, pero que en televisión da mal: como las pelotas de ping-pong en las retransmisiones de ping-pong. Lo entrañable es que ahora es un predicador que intenta convencer de las virtudes del régimen del 78 a toda una generación a la que él mismo alentó contra el régimen del 78. Los más ortodoxamente marxistas de sus seguidores pensarán que de la infraestructura chaletiana emana la superestructura constitucional...
Pero volvamos brevemente al principio. Si la primera impresión es la que cuenta, Iglesias parecía el sobrinito entre tres tíos: ellos con traje y altos y él en mangas de camisa y más bajo. Pero pronto se vio que solo quería a uno de ellos, el más alto: con el que tenía tanta confianza que se permitía tirarle de vez en cuando de las orejas.
Empezó Rivera y empezó mal: acelerado, poco consistente, nada presidenciable. Luego ha ido mejorando, pero no tanto como para ganar el debate. A la gravedad de las cosas que dice le falta un tono de gravedad. Le falta gravedad en general, sí: es volátil, ligero, poco firme, excesivamente aniñado. Este último ha sido siempre su problema, pero ahora está más aniñado que nunca. Seguramente por el cotilleo que todos conocemos por las revistas del corazón, se siente rejuvenecido. Craso error para su propósito. Su mejor frase la ha dicho cuando hablaba de reformismo y lamentaba los últimos gobiernos del PP y del PSOE: "Hemos perdido una década". Pero me temo que en esta década hemos perdido también a Rivera.
Cuando tomó la palabra Casado, sorprendió una ligera ronquera. Llegué a pensar que era deliberada, justamente por darle un tono más adulto a su también juvenil voz. Aunque luego ha ido entonándose, creo que también para mal. Cuando está cómodo suelta frases hechas que da igual que sean verdad o no (muchas son verdad), porque suenan a hechas, a precocinadas. Ha tratado de hacer memoria histórica de la crisis reciente sufrida por los españoles. Y ha hablado también (como hizo Rivera) del independentismo. Pero no sé, todo sonaba un poco ahuecado.
En cuanto a Sánchez, está de vuelta de todo. No lleva ni un año un año en Moncloa y ya tiene el síndrome. Se le ve la soberbia, el desprecio por el contrario, lo pagado de sí mismo que está, el cinismo. Está muy muy pasado con sus gestos, sus comentarios por lo bajini: "No se puede mentir más", "Qué decepción" (¡esto hasta cinco veces seguidas, con impostación de actor del método!). Puede ser temible y será temible. La única esperanza (¡poca, la verdad!) es que fuese temible con los malos. Pero los malos volverán a ser sus aliados seguramente. Al final, como era previsible, invocó a Vox. Aunque lo cierto es que no le ha hecho tanta falta como se pensaba. De hecho, casi ha usado más "la derecha" que "las derechas".
En resumen, ventaja de Sánchez e Iglesias sobre Rivera y Casado. No definitiva, aunque no parece que estos vayan a remontar. El verdadero interés de este debate está en que es solo el primero de dos consecutivos. ¿Qué pasará en el de mañana? ¿Tendrá efecto, como en el ciclismo, el "cansancio acumulado"? ¿Habrá alguna "pájara"? Me temo que todo sea bastante igual. Pero a ver.
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En The Objective.
22.4.19
La aristócrata
Tiene Cayetana Álvarez de Toledo un envaramiento a veces sin humor, esa cierta pomposidad de quien pronuncia, sin ironía, las grandes palabras; propende a lo retahilesco, que emite desde su hieratismo delgado y rubio, con su dulce acento argentino y un efecto de altivez, exhibicionista de su inteligencia. Pero ante todo tiene razón y está siendo glorioso.
En el momento más bajo de nuestra política ha entrado en campaña una aristócrata, en el sentido etimológico. De la aristocracia española no ha habido nunca nada que esperar, porque a la grosería y la ignorancia ha unido el mal gusto; ha sido una aristocracia muy al nivel del populacho (ha sido, de hecho, nuestro genuino populacho: en el pueblo llano ha habido muchísimos más ejemplos de nobleza). En Cayetana Álvarez de Toledo la genealogía va al revés: es su excelencia personal la que le da brillo al título.
Su choque con la mentalidad demagógica imperante me produce un regocijo no solo estético y político, sino también conceptual. Por la aparente paradoja de que sea la aristócrata la que defiende la ciudadanía común, es decir, la soberanía de cada uno de los ciudadanos, frente a los populistas y los nacionalistas, que con sus andanadas populacheras contra la ley democrática alientan, de facto, una arbitrariedad equivalente a la de los viejos aristócratas revenidos.
Cayetana Álvarez de Toledo está en el PP y defiende los valores de su partido, naturalmente. Pero por encima de ellos defiende la ciudadanía mencionada. No le acopla a esta contenidos espurios como hace Vox (y como hace de vez en cuando el líder de su propio partido, Pablo Casado), sino que sabe distinguir entre sus contenidos ideológicos particulares y la limpia noción de ciudadanía, abierta a todos.
El fenomenal espectáculo esta viniendo por su defensa de esto último, por eso lo disfrutamos y celebramos también los no votantes del PP. Lo deprimente –lo que da idea del embrutecimiento general– es que esa aseada defensa provoque tanto alboroto. Abundan los comentaristas que tachan a Cayetana Álvarez de Toledo de privilegiada, cuando lo relevante no es que lo sea –como lo es, en efecto–, sino que se haya implicado en la lucha por el privilegio esencial de todos los españoles: el de la ciudadanía de los libres e iguales.
Pero todo esto va tan alucinantemente a la contra y veo hacia ella tantos remilgos que me temo que Cayetana Álvarez de Toledo sea una ruina electoral.
En cuanto a los dos debates que se nos vienen encima con los candidatos: volvió la hora de los plebeyos. La de los políticos que rebajan a los votantes y con los que los votantes se sienten a gusto. Aunque hagan aspavientos de disgusto.
* * *
En El Español.
En el momento más bajo de nuestra política ha entrado en campaña una aristócrata, en el sentido etimológico. De la aristocracia española no ha habido nunca nada que esperar, porque a la grosería y la ignorancia ha unido el mal gusto; ha sido una aristocracia muy al nivel del populacho (ha sido, de hecho, nuestro genuino populacho: en el pueblo llano ha habido muchísimos más ejemplos de nobleza). En Cayetana Álvarez de Toledo la genealogía va al revés: es su excelencia personal la que le da brillo al título.
Su choque con la mentalidad demagógica imperante me produce un regocijo no solo estético y político, sino también conceptual. Por la aparente paradoja de que sea la aristócrata la que defiende la ciudadanía común, es decir, la soberanía de cada uno de los ciudadanos, frente a los populistas y los nacionalistas, que con sus andanadas populacheras contra la ley democrática alientan, de facto, una arbitrariedad equivalente a la de los viejos aristócratas revenidos.
Cayetana Álvarez de Toledo está en el PP y defiende los valores de su partido, naturalmente. Pero por encima de ellos defiende la ciudadanía mencionada. No le acopla a esta contenidos espurios como hace Vox (y como hace de vez en cuando el líder de su propio partido, Pablo Casado), sino que sabe distinguir entre sus contenidos ideológicos particulares y la limpia noción de ciudadanía, abierta a todos.
El fenomenal espectáculo esta viniendo por su defensa de esto último, por eso lo disfrutamos y celebramos también los no votantes del PP. Lo deprimente –lo que da idea del embrutecimiento general– es que esa aseada defensa provoque tanto alboroto. Abundan los comentaristas que tachan a Cayetana Álvarez de Toledo de privilegiada, cuando lo relevante no es que lo sea –como lo es, en efecto–, sino que se haya implicado en la lucha por el privilegio esencial de todos los españoles: el de la ciudadanía de los libres e iguales.
Pero todo esto va tan alucinantemente a la contra y veo hacia ella tantos remilgos que me temo que Cayetana Álvarez de Toledo sea una ruina electoral.
En cuanto a los dos debates que se nos vienen encima con los candidatos: volvió la hora de los plebeyos. La de los políticos que rebajan a los votantes y con los que los votantes se sienten a gusto. Aunque hagan aspavientos de disgusto.
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En El Español.
17.4.19
Lisboa, París
Mientras leo Tus pasos en la escalera de Muñoz Molina, ambientada en una Lisboa extraña, ha empezado a arder Notre-Dame de París. Me entero cuando la termino y parece un contagio apocalíptico de la novela. Me acuerdo de ese París lisboeta que encuentro en mi colección de novelas de Simenon en portugués. Un Maigret con algo de Pessoa, aunque activo y felizmente casado. Uno de los aciertos de Tus pasos en la escalera es que no aparece Pessoa, ni casi nada de la Lisboa más transitada. Aparece el Campo de Ourique, los muelles y sobre todo el puente: no a lo lejos como en las postales, sino desde allí mismo. En mi último viaje estuve debajo, oyendo pasar los coches y los trenes y el zumbido del viento. Como un arpa enorme desde unos pasos más allá, como escribe Muñoz Molina. Su novela es un thriller psicológico, sí, con un aire perturbador y onírico a lo Schnitzler, que se resuelve en una crítica petrarquista.
La primera vez que estuve en Lisboa, solo, llevaba recortado un reportaje de Muñoz Molina sobre la ciudad, que leí por la noche en la pensión tras mi primer día de callejeo. Mis impresiones se reforzaron, se tamizaron. Los días siguientes fueron más perceptivos aún. Para los de mi edad Lisboa se hizo imprescindible, en los ochenta, por el Libro del desasosiego de Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis de Saramago, El invierno en Lisboa de Muñoz Molina y el incendio del Chiado de 1988. Por este comprendimos la fragilidad de la ciudad que apenas habíamos empezado a amar. Una fragilidad que ya había comprendido todo Portugal, y todo el mundo, por el terremoto de 1755.
Mi París, como el de tantos, es el de Baudelaire, el de Breton, el de Truffaut y Rohmer, el de Martín Romaña y, especialmente, el de Jünger: el de sus diarios de la Segunda Guerra Mundial. En este último he vuelto a estar recientemente con una lectura desoladora: la del diario de Hélène Berr, una joven judía que terminó deportada y muerta en un campo de concentración. Ella era parisina y sus últimos años en París fueron los de Jünger. No se conocieron, pero tal vez se cruzaron. Al cabo, eran ciudades distintas. Para Jünger era el París que ocupaba el ejército alemán al que pertenecía. Para Berr era el París en el que debía llevar una estrella amarilla y en el que habían perdido la ciudadanía los judíos, que fueron siendo exterminados allí también. Jünger pertenecía al ejército alemán pero no era nazi. Aunque le avergonzaba el espectáculo de los judíos con la estrella amarilla, no se rebeló: por su idea de fidelidad, antigua, al ejército. Sí pensó en el suicidio. Tampoco lo hizo porque concluyó, como escribe en un célebre pasaje, que "desertemos adonde desertemos, con nosotros llevamos nuestro uniforme congénito; y ni siquiera en el suicidio logramos escapar de él".
He buscado ese pasaje de Radiaciones porque sabía que en él hablaba de Notre-Dame. Así empieza (29 de abril de 1941): "Hôtel de Ville y muelles del Sena; estudiado los puestos. Tristitia. Buscado salidas: las únicas que se ofrecían eran dudosas. Notre-Dame, sus demonios, más bestiales que los de Laon. Estas imágenes ideales contemplan fijamente con una mirada llena de saber los tejados de la gran urbe y al mismo tiempo ven reinos cuyo conocimiento ha desaparecido. El conocimiento, desde luego: ¿pero también la existencia?".
Ahora dejo de escribir para mirar en las noticias si han sobrevivido al incendio esos demonios.
* * *
En The Objective.
La primera vez que estuve en Lisboa, solo, llevaba recortado un reportaje de Muñoz Molina sobre la ciudad, que leí por la noche en la pensión tras mi primer día de callejeo. Mis impresiones se reforzaron, se tamizaron. Los días siguientes fueron más perceptivos aún. Para los de mi edad Lisboa se hizo imprescindible, en los ochenta, por el Libro del desasosiego de Pessoa, El año de la muerte de Ricardo Reis de Saramago, El invierno en Lisboa de Muñoz Molina y el incendio del Chiado de 1988. Por este comprendimos la fragilidad de la ciudad que apenas habíamos empezado a amar. Una fragilidad que ya había comprendido todo Portugal, y todo el mundo, por el terremoto de 1755.
Mi París, como el de tantos, es el de Baudelaire, el de Breton, el de Truffaut y Rohmer, el de Martín Romaña y, especialmente, el de Jünger: el de sus diarios de la Segunda Guerra Mundial. En este último he vuelto a estar recientemente con una lectura desoladora: la del diario de Hélène Berr, una joven judía que terminó deportada y muerta en un campo de concentración. Ella era parisina y sus últimos años en París fueron los de Jünger. No se conocieron, pero tal vez se cruzaron. Al cabo, eran ciudades distintas. Para Jünger era el París que ocupaba el ejército alemán al que pertenecía. Para Berr era el París en el que debía llevar una estrella amarilla y en el que habían perdido la ciudadanía los judíos, que fueron siendo exterminados allí también. Jünger pertenecía al ejército alemán pero no era nazi. Aunque le avergonzaba el espectáculo de los judíos con la estrella amarilla, no se rebeló: por su idea de fidelidad, antigua, al ejército. Sí pensó en el suicidio. Tampoco lo hizo porque concluyó, como escribe en un célebre pasaje, que "desertemos adonde desertemos, con nosotros llevamos nuestro uniforme congénito; y ni siquiera en el suicidio logramos escapar de él".
He buscado ese pasaje de Radiaciones porque sabía que en él hablaba de Notre-Dame. Así empieza (29 de abril de 1941): "Hôtel de Ville y muelles del Sena; estudiado los puestos. Tristitia. Buscado salidas: las únicas que se ofrecían eran dudosas. Notre-Dame, sus demonios, más bestiales que los de Laon. Estas imágenes ideales contemplan fijamente con una mirada llena de saber los tejados de la gran urbe y al mismo tiempo ven reinos cuyo conocimiento ha desaparecido. El conocimiento, desde luego: ¿pero también la existencia?".
Ahora dejo de escribir para mirar en las noticias si han sobrevivido al incendio esos demonios.
* * *
En The Objective.
15.4.19
Mi modesta Gran Coalición
La precampaña electoral de las generales ha sido más fea que el Fary chupando limón, y la campaña promete superar el hito. Una campaña que es a su vez precampaña de las europeas y de las municipales, más de algunas autonómicas (pero estas en Andalucía nos las quitamos de encima ya). El campo está embarrado, como ha señalado la prensa socialdemócrata. Aunque a la prensa socialdemócrata se le olvida señalar la trazabilidad del embarramiento. Si se critica el tono bronco de "las derechas" pero se olvida que se debe a los impresentables apoyos (con equivalente tono bronco) de "las izquierdas", estamos donde se suele estar desdichadamente en España: en el sectarismo. El único negocio político rentable.
Yo estoy cansado y estoy pesimista, y realmente no tengo nadie a quien votar. Pero en vez de no votar o de escribir alguna gamberrada en las papeletas, que es lo que me pide el cuerpo (aunque para eso ya está Twitter), voy a comportarme como un pequeño estadista: un pequeño estadista inútil. Aprovechando las tres elecciones que tengo por delante, armaré con mis votos la Gran Coalición que nuestros irresponsables tres partidos constitucionalistas no han armado ni armarán. Así, votaré a Ciudadanos en las generales, al PP en las municipales y al PSOE en las europeas. Lo mío es ciertamente una ruina.
Votaré a Ciudadanos en las generales enfadadísimo con Albert Rivera y su estúpida política de alejamiento del centro, cuando es ahora cuando tendría que haberse asentado en él –aun a costa de votos– para no regalárselo a Pedro Sánchez, quien lo había abandonado antes para encontrárselo (¡gratis!) de repente. En el fondo sigo apostando, a falta de Gran Coalición, por el acuerdo postelectoral PSOE-Ciudadanos: una apuesta absurda a estas alturas.
En las municipales de Málaga tenemos la desgracia de que el candidato de Ciudadanos es un coletas: o sea, alguien al que me impide votar no solo mi ideología, sino también mi religión. Al PSOE ya lo voté en las anteriores elecciones, por motivos sentimentales. Ahora, no sin forzarme a mí mismo, votaré al PP. Votaré, concretamente, al veterano Francisco de la Torre, el alcalde con el que Málaga ha pegado el subidón. Un subidón que no siempre me gusta, pero que es un subidón.
Y en las europeas votaré a Josep Borrell, por las alegrías antinacionalistas que nos ha dado (grandes aunque incompletas), y para apoyar al PSOE no sanchista. De paso, me ahorro votar esa lista de Ciudadanos para Europa que se ha permitido prescindir de Teresa Giménez Barbat.
Como ven, ya tengo mi modesta Gran Coalición armada. Sin esperanza y casi sin convencimiento. Y sabiendo que el propósito principalísimo de la campaña en marcha y de la precampaña y la campaña que vienen será que yo me arrepienta y termine no votando a ninguno.
* * *
En El Español.
Yo estoy cansado y estoy pesimista, y realmente no tengo nadie a quien votar. Pero en vez de no votar o de escribir alguna gamberrada en las papeletas, que es lo que me pide el cuerpo (aunque para eso ya está Twitter), voy a comportarme como un pequeño estadista: un pequeño estadista inútil. Aprovechando las tres elecciones que tengo por delante, armaré con mis votos la Gran Coalición que nuestros irresponsables tres partidos constitucionalistas no han armado ni armarán. Así, votaré a Ciudadanos en las generales, al PP en las municipales y al PSOE en las europeas. Lo mío es ciertamente una ruina.
Votaré a Ciudadanos en las generales enfadadísimo con Albert Rivera y su estúpida política de alejamiento del centro, cuando es ahora cuando tendría que haberse asentado en él –aun a costa de votos– para no regalárselo a Pedro Sánchez, quien lo había abandonado antes para encontrárselo (¡gratis!) de repente. En el fondo sigo apostando, a falta de Gran Coalición, por el acuerdo postelectoral PSOE-Ciudadanos: una apuesta absurda a estas alturas.
En las municipales de Málaga tenemos la desgracia de que el candidato de Ciudadanos es un coletas: o sea, alguien al que me impide votar no solo mi ideología, sino también mi religión. Al PSOE ya lo voté en las anteriores elecciones, por motivos sentimentales. Ahora, no sin forzarme a mí mismo, votaré al PP. Votaré, concretamente, al veterano Francisco de la Torre, el alcalde con el que Málaga ha pegado el subidón. Un subidón que no siempre me gusta, pero que es un subidón.
Y en las europeas votaré a Josep Borrell, por las alegrías antinacionalistas que nos ha dado (grandes aunque incompletas), y para apoyar al PSOE no sanchista. De paso, me ahorro votar esa lista de Ciudadanos para Europa que se ha permitido prescindir de Teresa Giménez Barbat.
Como ven, ya tengo mi modesta Gran Coalición armada. Sin esperanza y casi sin convencimiento. Y sabiendo que el propósito principalísimo de la campaña en marcha y de la precampaña y la campaña que vienen será que yo me arrepienta y termine no votando a ninguno.
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En El Español.
8.4.19
La Transición triste
Se sale con una tristeza insoportable de la lectura de A finales de enero. La historia de amor más trágica de la Transición, de Javier Padilla. Pero es una tristeza obligatoria, casi catártica, que nos dice mucho de la vida y de la historia, y del entrecruzamiento de las dos. El libro, que ha ganado el premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias 2019 de la editorial Tusquets, nos muestra el lado oscuro de nuestra historia reciente. El balance de la Transición fue feliz, pero también hubo tristeza; y parece que se la llevaron toda los protagonistas de este libro: Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González Ruiz; sobre todo esta última, Lola, que sobrevivió al asesinato de sus dos amores, pero sin vida (“nos mataron. Yo también digo que nos mataron porque es que realmente nos mataron de alguna manera a todos”).
En la presentación en Madrid, el historiador José Álvarez Junco, presidente del jurado, resaltó el ejercicio provechoso que le había supuesto leer lo que un joven como Padilla (nacido en 1992) había escrito sobre un periodo que este no había vivido y él sí: a partir de aquí podía hacer una proyección sobre los periodos de los que él mismo se ha ocupado sin haberlos vivido. El libro es bueno al margen de la edad del autor; pero esta tiene su importancia ahora: es casi la primera mirada limpia, puramente documental, despojada de vivencias propias (aunque con el hilo aún de las vivencias de familiares, de conocidos y de testigos, y de los ecos que persisten en el país) de la historia de España de las décadas de 1960 y 1970, y algo también de la de 1980. A mí, que lo que viví de esos años fue solo como niño o adolescente, la reconstrucción de Padilla me ha parecido prodigiosa.
Es notable particularmente la reconstrucción, en el contexto de la sordidez de la dictadura de Franco, de las protestas de los grupos de la izquierda universitaria antifranquista, a uno de los cuales, el FLP, pertenecían Ruano, Sauquillo y Lola González (estos dos ingresarían luego en el PCE). El primero fue asesinado por la policía franquista a finales de enero de 1969 (su célebre defenestración, que quisieron hacer pasar por suicidio). El segundo murió en la matanza de los abogados de Atocha ejecutada por pistoleros ultraderechistas a finales de enero de 1977. La tercera, que sobrevivió con graves heridas a esta matanza, murió muchos años después, en 2015, también a finales de enero. Ella era la pareja de cada uno en el momento de su muerte. Y su vida se quedó colgada, rota, ahogada en la fatalidad.
Padilla trata con sumo respeto la tragedia, con una empatía sobria, noble, pudorosa, pero sin esconder nada: el estilo está dominado por el cuidado a los hechos y el propósito de la verdad. La narración va abriendo además vías de reflexión históricas, políticas y existenciales, a las que el autor siempre está atento. Quizá la clave del libro esté en su título: ese “a finales” junto al mes de los comienzos que es “enero”, dándole un tono crepuscular a la aurora. Así tuvieron que sentirlo sus protagonistas, sobre todo ella: apagándose cuando el país despertaba. Una obra necesaria y admirable.
* * *
En El Español.
En la presentación en Madrid, el historiador José Álvarez Junco, presidente del jurado, resaltó el ejercicio provechoso que le había supuesto leer lo que un joven como Padilla (nacido en 1992) había escrito sobre un periodo que este no había vivido y él sí: a partir de aquí podía hacer una proyección sobre los periodos de los que él mismo se ha ocupado sin haberlos vivido. El libro es bueno al margen de la edad del autor; pero esta tiene su importancia ahora: es casi la primera mirada limpia, puramente documental, despojada de vivencias propias (aunque con el hilo aún de las vivencias de familiares, de conocidos y de testigos, y de los ecos que persisten en el país) de la historia de España de las décadas de 1960 y 1970, y algo también de la de 1980. A mí, que lo que viví de esos años fue solo como niño o adolescente, la reconstrucción de Padilla me ha parecido prodigiosa.
Es notable particularmente la reconstrucción, en el contexto de la sordidez de la dictadura de Franco, de las protestas de los grupos de la izquierda universitaria antifranquista, a uno de los cuales, el FLP, pertenecían Ruano, Sauquillo y Lola González (estos dos ingresarían luego en el PCE). El primero fue asesinado por la policía franquista a finales de enero de 1969 (su célebre defenestración, que quisieron hacer pasar por suicidio). El segundo murió en la matanza de los abogados de Atocha ejecutada por pistoleros ultraderechistas a finales de enero de 1977. La tercera, que sobrevivió con graves heridas a esta matanza, murió muchos años después, en 2015, también a finales de enero. Ella era la pareja de cada uno en el momento de su muerte. Y su vida se quedó colgada, rota, ahogada en la fatalidad.
Padilla trata con sumo respeto la tragedia, con una empatía sobria, noble, pudorosa, pero sin esconder nada: el estilo está dominado por el cuidado a los hechos y el propósito de la verdad. La narración va abriendo además vías de reflexión históricas, políticas y existenciales, a las que el autor siempre está atento. Quizá la clave del libro esté en su título: ese “a finales” junto al mes de los comienzos que es “enero”, dándole un tono crepuscular a la aurora. Así tuvieron que sentirlo sus protagonistas, sobre todo ella: apagándose cuando el país despertaba. Una obra necesaria y admirable.
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En El Español.
3.4.19
Yoga con campanas
Joaquín García Weil ha plasmado su sabiduría y su erudición sobre el yoga en un libro impresionante: Dominio de las técnicas específicas de yoga. Su título humilde, de manual, no refleja el tesoro que hay dentro; aunque tiene un valor: prima el aspecto práctico del yoga, que en realidad es el fundamental. La sabiduría y la erudición del autor acompañan a las posturas, los ejercicios, las indicaciones.
Dice en el prólogo con sencillez: “El yoga es un excelente instrumento para sentirte mejor”. Lo que distingue al yoga de otras escuelas es que se funda en una práctica “que abarca lo físico y lo mental; que comprende el organismo y sus funciones fisiológicas, y la mente y sus funciones psicológicas. Y que establece sabiamente el nexo entre posición física, modos de respiración y estados de la mente”.
Fui a recoger el libro a su Yoga Sala de Málaga (calle Moreno Monroy, 5) y, al entrar en su despejado estudio junto a la catedral, recordé los tiempos en que yo asistía. Un elemento solemne, entrañable, eran las campanas de fuera repicando cada cuarto de hora. Era un yoga con campanas. Y con el rumor del centro de la ciudad en aquella burbuja tranquila, vigorosa por la mañana y lánguida al atardecer. Después de la sesión el bienestar era palpable: regresaba a casa pensando que García Weil era como un director de orquesta físicomental, que había hecho (o nos había hecho hacer) lo adecuado.
Empecé a asistir a sus clases en abril de 2005, cuando regresé a Málaga tras años en Madrid. Recuerdo bien aquella primavera, las sensaciones del cuerpo desanquilosándose. Y los meses del invierno posterior, en que el yoga se iba colando, sin yo saber cómo, por los resquicios oscuros, mejorándome casi a mi pesar. Me llamó la atención el ansia con que el organismo acoge las gotas benéficas, como una planta colapsada por la sed.
Fui un discípulo deficiente, con periodos de faltas, y hace mucho que no voy. Pero en las temporadas en que lograba asistir, corroboraba lo que afirma Jünger en este párrafo de La emboscadura, que no se refiere específicamente al yoga pero se le podría aplicar en parte: “El sufrimiento de esos hombres les hace vislumbrar un estado superior. Hay métodos para fortalecerlos en esa dirección y resulta irrelevante que al principio sean ejercitados de manera mecánica. Se asemejan a esos ejercicios destinados a devolver la vida a los ahogados, que también son ejecutados mecánicamente al principio. La respiración y los latidos del corazón llegan después”.
(Existe ahora la amenaza gubernamental de que el yoga sea incluido en la lista de las pseudoterapias. Se han presentado en contra estas alegaciones. García Weil le ha respondido al ministro astronauta con este artículo y con este vídeo.)
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En The Objective.
Dice en el prólogo con sencillez: “El yoga es un excelente instrumento para sentirte mejor”. Lo que distingue al yoga de otras escuelas es que se funda en una práctica “que abarca lo físico y lo mental; que comprende el organismo y sus funciones fisiológicas, y la mente y sus funciones psicológicas. Y que establece sabiamente el nexo entre posición física, modos de respiración y estados de la mente”.
Fui a recoger el libro a su Yoga Sala de Málaga (calle Moreno Monroy, 5) y, al entrar en su despejado estudio junto a la catedral, recordé los tiempos en que yo asistía. Un elemento solemne, entrañable, eran las campanas de fuera repicando cada cuarto de hora. Era un yoga con campanas. Y con el rumor del centro de la ciudad en aquella burbuja tranquila, vigorosa por la mañana y lánguida al atardecer. Después de la sesión el bienestar era palpable: regresaba a casa pensando que García Weil era como un director de orquesta físicomental, que había hecho (o nos había hecho hacer) lo adecuado.
Empecé a asistir a sus clases en abril de 2005, cuando regresé a Málaga tras años en Madrid. Recuerdo bien aquella primavera, las sensaciones del cuerpo desanquilosándose. Y los meses del invierno posterior, en que el yoga se iba colando, sin yo saber cómo, por los resquicios oscuros, mejorándome casi a mi pesar. Me llamó la atención el ansia con que el organismo acoge las gotas benéficas, como una planta colapsada por la sed.
Fui un discípulo deficiente, con periodos de faltas, y hace mucho que no voy. Pero en las temporadas en que lograba asistir, corroboraba lo que afirma Jünger en este párrafo de La emboscadura, que no se refiere específicamente al yoga pero se le podría aplicar en parte: “El sufrimiento de esos hombres les hace vislumbrar un estado superior. Hay métodos para fortalecerlos en esa dirección y resulta irrelevante que al principio sean ejercitados de manera mecánica. Se asemejan a esos ejercicios destinados a devolver la vida a los ahogados, que también son ejecutados mecánicamente al principio. La respiración y los latidos del corazón llegan después”.
(Existe ahora la amenaza gubernamental de que el yoga sea incluido en la lista de las pseudoterapias. Se han presentado en contra estas alegaciones. García Weil le ha respondido al ministro astronauta con este artículo y con este vídeo.)
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En The Objective.
1.4.19
Contra el chapapote identitario
“¡Qué valientes son!”, dijo uno del público a la salida. Podría haber dicho también (lo digo yo ahora): “¡Qué alegres, qué ligeros!”. La representación de Señor Ruiseñor de Els Joglars en el Teatro Cervantes de Málaga fue un éxito el sábado. Aplaudimos de pie después de haber estado partiéndonos de risa sentados. Partiéndonos a la vez de tristeza, porque la risa es de lo que nos duele. Solo que, dada la realidad dolorosa, la risa alivia, oxigena, revitaliza. Qué papelón el del nacionalismo catalán: ocupa el puesto exacto de aquello de lo que dice huir. Todavía no se da cuenta de todo lo que ha arruinado.
“Esto solo lo podían hacer unos catalanes”, dijo otro del público. No es completamente cierto, pero la verdad que hay en la frase es que la crítica más valiosa es la de lo propio: la que abre brechas en la losa que aplasta la comunidad de la que se forma parte. Una comunidad, la catalana en este caso, que se resiste a la crítica, a la autocrítica. Es una aberración que las obras de Els Joglars casi no se representen en Cataluña. Señor Ruiseñor se ha representado únicamente en Canovellas y apenas tiene previsto que lo haga en dos sitios más: Hospitalet y Tarragona. En Barcelona nada: la gran capital provinciana y enferma.
Recordaba Ramon Fontserè, actual director de la compañía, la amenaza de bomba que sufrieron en Málaga en 1984 cuando trajeron Teledeum, una sátira de la Iglesia. Por aquellos años los ultracatólicos boicotearon también la película de Jean-Luc Godard Dios te salve, María. En mi primera visita a Madrid, además de las tribus de la Movida estaba aquel grupo de arrodillados en la puerta del Alphaville. Pero lo significativo entonces es que tanto estos como los de la amenaza de bomba eran recalcitrantes en remisión. El público no los tenía en cuenta; es más, se complacía en desobedecerles. Hoy los recalcitrantes están en expansión y en muchos sitios tienen la sartén por el mango. Así en Cataluña, donde predomina la obediencia.
Lo bueno para el teatro libre es que recupera su función: ese regocijo liberador frente a dogmatismos opresores. El suave Santiago Rusiñol encarna en esta obra la vitalidad cosmopolita, tolerante, múltiple, amante de la claridad y el color contra el chapapote identitario. Señor Ruiseñor, como se dice en el programa, “es una reivindicación del arte como patria universal, a partir de Rusiñol, contra las patrias identitarias”. Josep Pla (otro de los inolvidables personajes de Fontserè) lo llamó “destructor de fanáticos”. Los catalanes del futuro deberán acogerse a ellos –y a Els Joglars– para poder pensar que no todo fue oscuro y servil en este tiempo peñazo.
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En El Español.
“Esto solo lo podían hacer unos catalanes”, dijo otro del público. No es completamente cierto, pero la verdad que hay en la frase es que la crítica más valiosa es la de lo propio: la que abre brechas en la losa que aplasta la comunidad de la que se forma parte. Una comunidad, la catalana en este caso, que se resiste a la crítica, a la autocrítica. Es una aberración que las obras de Els Joglars casi no se representen en Cataluña. Señor Ruiseñor se ha representado únicamente en Canovellas y apenas tiene previsto que lo haga en dos sitios más: Hospitalet y Tarragona. En Barcelona nada: la gran capital provinciana y enferma.
Recordaba Ramon Fontserè, actual director de la compañía, la amenaza de bomba que sufrieron en Málaga en 1984 cuando trajeron Teledeum, una sátira de la Iglesia. Por aquellos años los ultracatólicos boicotearon también la película de Jean-Luc Godard Dios te salve, María. En mi primera visita a Madrid, además de las tribus de la Movida estaba aquel grupo de arrodillados en la puerta del Alphaville. Pero lo significativo entonces es que tanto estos como los de la amenaza de bomba eran recalcitrantes en remisión. El público no los tenía en cuenta; es más, se complacía en desobedecerles. Hoy los recalcitrantes están en expansión y en muchos sitios tienen la sartén por el mango. Así en Cataluña, donde predomina la obediencia.
Lo bueno para el teatro libre es que recupera su función: ese regocijo liberador frente a dogmatismos opresores. El suave Santiago Rusiñol encarna en esta obra la vitalidad cosmopolita, tolerante, múltiple, amante de la claridad y el color contra el chapapote identitario. Señor Ruiseñor, como se dice en el programa, “es una reivindicación del arte como patria universal, a partir de Rusiñol, contra las patrias identitarias”. Josep Pla (otro de los inolvidables personajes de Fontserè) lo llamó “destructor de fanáticos”. Los catalanes del futuro deberán acogerse a ellos –y a Els Joglars– para poder pensar que no todo fue oscuro y servil en este tiempo peñazo.
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En El Español.
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